Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Sí, ya lo sé. Sólo quería prevenirte. Esa gente de las montañas, si no se la pone en su sitio, termina por creerse con derecho a todo. No te confundas; no se trata sólo de una pobrecilla huérfana… Ten cuidado.
Abuámir dio vueltas en su cama a la hora de la siesta. Por primera vez en su vida experimentó la desconcertante sensación de no saber cómo resolver un problema. Por una parte deseaba mostrarse indiferente ante aquella mujer y recobrar el dominio sobre sí mismo; ponerle las cosas claras y no volver a pensar en ello. Pero no era capaz de quitársela de la cabeza. Se dio cuenta de que ya ni siquiera se acordaba de Subh. Ello terminó de desconcertarle del todo.
El calor se hacía insoportable. Estaba echado boca arriba, mirando al techo, y el sudor parecía adherirle la espalda al colchón. Decidió levantarse y salir al fresco.
En la galería exterior, que daba a un huerto con frondosos naranjos que crecían apretados en torno a un pozo y a un estanque, se encontró con el espeso silencio de la hora más cálida del día. El aire era tórrido e inmóvil, y el dulce olor de las flores de azahar subía con el denso vaho. Un palomo emitía un monótono arrullo desde algún doblado.
Estuvo contemplando cómo el sol castigaba los tejados y las azoteas, en la extraña quietud producida por el reposo general de la siesta. De repente percibió un débil murmullo de voces femeninas y vio entre la sombra de los naranjos a dos mujeres que se acercaban al pozo. Eran Nahar y una de las criadas.
Se sentaron en el borde del estanque e introdujeron los pies en el agua. Las dos se remangaron el vestido por encima de las rodillas, de manera que las piernas de una y otra resplandecieron al sol. La criada era menuda, delgada y de piel blanca, poco agradable a la vista. Nahar en cambio tenía unos miembros largos, de aterciopelada piel cobriza sobre una carne prieta, firme. Su negra y larguísima cabellera le caía a lo largo de la espalda y brillaba limpia y sedosa.
Una extraña sensación acometió a Abuámir; una especie de nudo que se adueñaba de su estómago y un profundo deseo de contemplarla, allí donde estaba, junto al agua plateada del estanque que enviaba reflejos a su cuello y sus brazos. Entonces se rindió definitivamente a la evidencia: se había enamorado perdidamente de ella.
La criada era más joven que Nahar, tendría apenas quince años, y a su lado parecía débil e indefensa. Las dos balanceaban los pies y chapoteaban de vez en cuando mientras conversaban, hasta que la pequeña se levantó y se situó detrás de Nahar. Durante un rato, le estuvo acariciando el pelo, haciéndole trenzas y manejándoselo con sus manitas blancas y ágiles, que se introducían por la espesa y lisa melena.
Ante aquella escena tan sugestiva, Abuámir llegó al colmo de su arrobamiento; pero aún tendría que soportar ver a Nahar introducirse en el agua hasta la cintura y contemplar el vestido mojado ceñido a su cuerpo. Algo saltó entonces dentro de él como un resorte, y se decidió a bajar allí y hablar con ella.
Cuando se presentó junto al pozo, a la criada se le escapó un agudo grito de sorpresa.
—¡Vete! —le gritó Abuámir.
La muchacha corrió entre los naranjos, asustada. Y Nahar cruzó los brazos sobre el pecho.
—Tú, quédate —le dijo él—. Tengo que hablar contigo.
—¿Ahora? —protestó Nahar—. ¿No podías esperar a que terminara de refrescarme?
—¡Vamos, sal del agua! —le ordenó él. Nahar obedeció. La melena le caía mojada hacia atrás y su rostro mostraba su habitual gesto fiero y arrogante.
—Bueno, ¿qué quieres ahora? —dijo con tono distante, mientras se retorcía el pelo para escurrirlo.
—Estoy harto de que hagas en mi casa lo que te da la gana —respondió él—. Utmán me ha dicho que pegas a las criadas y las manipulas como si fueras la dueña. Nadie te obliga a estar aquí. Ya lo sabes…
—¡Ah! —replicó ella—. ¿Entonces, puedo marcharme?
—Por mí te puedes ir hoy mismo. Si no estás dispuesta a comportarte conforme a lo que eres…
Sin decir nada más, Nahar le dio la espalda y echó a andar con paso decidido por entre los naranjos.
—¡Eh, espera! —gritó Abuámir.
Pero ella hizo caso omiso y se perdió por la puerta que daba entrada a sus dependencias. Él la siguió. Cuando llegó a su alcoba, ella ya había extendido una tela sobre la que estaba poniendo sus escasas pertenencias para liar un hato.
—¿Qué haces? —le preguntó él.
Una vez más, Nahar no respondió. Se echó el bulto al hombro y se encaminó a la puerta que estaba en las traseras del palacio.
—¡Ah, te marchas! —dijo él—. Muy bien, haz lo que quieras.
La vio salir con sus andares resueltos. Se fijó en la túnica mojada, pegada a sus glúteos firmes, y en sus talones desnudos ennegrecidos sobre el enlosado de la calle, hasta que torció una esquina y desapareció de su vista.
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós para siempre! —gritó él con rabia dando un fuerte portazo.
Se apoyó en el fresco muro del zaguán. Su mente estaba en blanco, y el pulso le latía aceleradamente. En ese momento deseaba correr tras ella y golpearla como a una mula cerril, hasta domarla, o incluso matarla. Pero una idea acudió a su mente: la de que la violarían inmediatamente, en cuanto alguien se diera cuenta de que era una mujer que no le pertenecía a nadie. Por ahí, sola, no duraría ni un día sin que alguien le pusiera la mano encima. «Terminará en una mancebía, siendo de todo el mundo menos mía», pensó.
Salió y corrió como un loco por las calles. La hora de la siesta estaba terminando y comenzaban a abrirse los talleres. Subió una cuesta, atravesó varias plazoletas, pasó junto a las pequeñas mezquitas. Una gran angustia se apoderó de él cuando tomó conciencia de que en aquel laberinto le sería difícil encontrarla. La gente empezaba ya a transitar y los hortelanos se dirigían en sus pequeños asnos a los huertos de las afueras. Pensó que ella pretendería tal vez regresar a las montañas, y se dirigió en su loca carrera hacia la puerta de la ciudad.
Bajo el gran arco, un rebaño de cabras se apretujaba en su regreso de los pastos exteriores. Nahar se debatía entre los animales abriéndose paso hacia la puerta. Abuámir avanzó apartando a las cabras y la alcanzó. La sujetó por un brazo y tiró de ella. Forcejearon. Pero él consiguió dominarla y la llevó a empujones por las calles, hasta el palacio. En el zaguán, nada más cerrar la puerta, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí, mientras sentía seca y acartonada su garganta y el corazón que parecía querer escapársele del pecho.
—¡Nahar! ¡Nahar! ¡Te amo! ¡Quiéreme, por favor! ¡Te daré lo que desees! ¡Ámame, te lo ruego!
Ella estaba húmeda aún por el agua del estanque y por el sudor, pero su aroma era dulce y agradable, a almizcle y agua de rosas. Permanecía quieta, jadeante, pero dócil y suelta. Él la cubrió de besos, y de lágrimas. Siguió suplicándole, mientras le quitaba la túnica mojada y buscaba frenéticamente su cuerpo.
Memleben, año 973
La noche anterior a la festividad de Pentecostés, cuando finalizó la liturgia, Asbag se acercó a Mayólo y le dijo:
—No puedo quedarme aquí eternamente. Debo pensar en partir uno de estos días. Deseo ardientemente regresar a Córdoba.
—Sí, lo comprendo —dijo el abad—. Os prometí que iríamos a Cluny antes de que llegara el verano para que pudierais regresar a Hispania desde allí. Pero, ya lo veis, la salud del emperador no es muy buena y me siento obligado a permanecer aquí.
—¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó el mozárabe—. La vida ha de seguir su curso. Es natural que un hombre que ha luchado tanto se sienta agotado. Y si ha de morir… ¿Qué? ¿No hemos de rendir todos el alma?
Mayólo hizo un expresivo gesto de aprobación.
—Es cierto eso que decís —respondió—. Pero, sinceramente, veo al joven Otón aún muy inmaduro para sucederle. Los nobles le rendirán honores en su proclamación en Roma, pero ello no asegura su soberanía. Como en tiempos de su padre, los duques empiezan a recelar, según he sabido. Además, en Baviera gobierna Enrique el Pendenciero, su primo, que probablemente esté ya conspirando con Abraham de Freising. No sé… Tengo obscuros presentimientos… Nos aguardan tiempos difíciles… Muy difíciles.
—¿Dices eso por el fin de mileno?
—¡Hummm…! Sarracenos en el Mediterráneo, normandos de fe débil y reciente, nobles pendencieros, clérigos corrompidos…
—¡Bah! —replicó Asbag—. Son las miserias que siempre han rondado al hombre.
—Sí —contestó el abad con tono grave—. Pero hay algo que me preocupa mucho más que todo eso…
—¿De qué se trata?
—De Roma. Mientras Otón el Grande viva, el papado estará seguro. Pero la nobleza italiana es muy peligrosa. Temo que pronto los cabecillas que siguen a Crescendo, hijo de Teodora la Joven, quieran de nuevo controlar al Papa. Y Benedicto VI es débil…
Esa misma noche, Asbag se vio asaltado por terribles pesadillas, como ya le había sucedido otras veces: avanzaba a duras penas por arrasados campos sembrados de muertos; suplicaba a Dios, pero no era escuchado; finalmente se veía a sí mismo en mitad de un gran templo en llamas, abrazado a un frío sepulcro de mármol. Se despertó empapado en sudor, aterrorizado e invadido por una fatal confusión en la obscuridad de la noche. Desde su angustia, oró: «Señor, no estés callado, en silencio e inmóvil, Dios mío».
El obispo sintió que el mundo iba por su lado, que la gente hacía lo que quería y las naciones se gobernaban como si Dios no existiera. «No se cuenta contigo. Y tú estás callado», le dijo. Pidió que se vieran nubes de luz o columnas de fuego. Saltó desde su lecho y fue a la ventana. La abrió. La ciudad germana descansaba en silencio bajo la noche cerrada. Deseó entonces que se oyeran las trompetas del Ángel o que se sintieran los vientos de Pentecostés. Pero el frío silencio era lo único que reinaba sobre los tejados.
Por la mañana, el emperador salió a la pequeña plaza que se extendía entre el palacio y la catedral. Repartió regalos entre los pobres. Asbag vio a la multitud vitorearle, contenida por una hilera de soldados. Pero el monarca estaba ausente, pálido y con un visible temblor en las manos. Asbag supo luego de boca del abad Mayólo que había comido sólo un poco y que se había acostado de nuevo.
Por la tarde acudió toda la corte a la iglesia para asistir a la misa de vísperas. El emperador y la emperatriz entraron los últimos en el templo. Durante la lectura del Evangelio a Otón le subió la fiebre y se tambaleó. Un denso murmullo recorrió la nave del templo. Uno de los príncipes acercó una silla y, no bien se hubo sentado, su cabeza cayó hacia un lado como si hubiese muerto. Sin embargo, se recuperó de nuevo. Recibió la eucaristía y lo sacaron rápidamente.
Cuando terminó la misa, Asbag y Mayólo acudieron aprisa a las dependencias imperiales. Al llegar al pasillo que conducía al dormitorio real, oyeron los responsos de los monjes. El emperador había muerto sin sufrimiento un momento antes.
Después de las primeras honras fúnebres, los príncipes se ocuparon de que el cadáver del emperador fuese trasladado a Magdeburgo, donde sería enterrado al lado de Edith, su primera esposa, en cuyo recuerdo hacía constantes donativos a la Iglesia. Pero la emperatriz Adelaida no quiso desplazarse hasta allí, porque nunca se había sentido a gusto en Sajonia, y le pidió a Mayólo que la acompañase hasta Ravena para confortarla por el camino, puesto que deseaba pasar el resto de sus días junto a San Apolinar in Classe, en cuya reforma había colaborado con el abad de Cluny.
Antes de que pasara del todo el verano, satisfecho el deseo de la emperatriz, Mayólo acordó que era ya demasiado el tiempo que faltaba del monasterio cluniacense, y decidió por fin regresar a él, lo cual llenó de alegría al obispo mozárabe que le había acompañado durante todo este tiempo. Así pues, preparadas todas las cosas necesarias, emprendieron el fatigoso camino.
Pasaron por Bolonia, Módena, Fidenza y Aosta, en un trabajoso recorrido cuya dificultad mayor estuvo en los ascensos a las alturas alpinas del Gran San Bernardo; pero finalmente comenzaron a descender de las elevadísimas montañas.
El abad y el mozárabe iban acompañados por una docena de monjes, medio centenar de caballeros armados que los escoltaban y un buen número de viajeros que se había unido a ellos para seguir la ruta más seguros. La columna caminaba con lentitud, a pequeñas jornadas de tres leguas diarias para no fatigar a los hombres y a los caballos. Llevaban, además, una impedimenta grande.
Entre las dos paredes del desfiladero, y en una extensión de una legua, había lugar para un valle sembrado de grandes piedras desparramadas, junto a la cuales nacían grupos espesos de retamas, plantas de beleño y de digital. El camino, una calzada estrecha por donde apenas podían marchar tres hombres a la par, se abría al principio como una cortadura, entre dos paredes de roca, luego bordeaba el valle y huía serpenteando hasta dominar el desfiladero.
El tiempo estaba hermoso, la tarde tranquila y apacible; las hojas amarilleaban en los árboles de ambos lados del camino y el follaje de los robledales en la falda de los montes empezaba a enrojecer. Había nubarrones en el cielo, en la dirección de los valles que se divisaban a lo lejos.
Mayólo y Asbag iban a caballo, el uno junto al otro, a paso lento, por las piedras diseminadas que entorpecían la marcha.
—Dentro de poco llegaremos a Ginebra —comentó Mayólo—. Con lo cual, nuestro viaje estará casi terminado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Asbag—. ¡Deseo descansar!
—Sí. Vuestra peregrinación ha sido demasiado larga. Salisteis de vuestra ciudad para visitar la tumba de Santiago y Dios os ha llevado por el mundo, como a su pueblo por el desierto en un largo vagar. ¿Os pesa haber sufrido ese itinerario?
—No, en absoluto —respondió el mozárabe con rotundidad—. Gracias a mi aventura he comprendido que la vida es camino, que somos peregrinos y extranjeros, no vagabundos sin una meta; y que nos falta aún la plenitud suprema del bien y la gloria que es el final de nuestro viaje. Aunque dentro de poco llegue por fin a Córdoba, sé que mi viaje no habrá terminado si Dios no lo quiere así.
—Efectivamente —asintió Mayólo—. Nuestra verdadera vida permanece oculta en Dios; sólo se nos revelará en el futuro, cuando llegue ese día esperado. Así pues, sólo la parasía traerá nuestra redención completa, el cumplimiento definitivo de las promesas de Dios. Y las metas de este mundo, por muy grandes y felices que sean, se quedan pálidas ante el esplendor de la gloria futura. Mientras caminamos en la vida seguimos expuestos a toda clase de sufrimientos, fatigas y luchas; tenemos que combatir constantemente para no sucumbir al desaliento, puesto que llevamos un tesoro precioso en vasijas de barro. Hay que seguir caminando…