El mozárabe (83 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Cuando Asbag y sus acompañantes sicilianos accedieron al pasadizo de la puerta, el recaudador y los oficiales de la guardia se sorprendieron de que un grupo de sarracenos quisiera entrar en Roma, y preguntaron el motivo de la visita. El mozárabe mostró el pectoral y el anillo y respondió:

—Soy un obispo que desea visitar al Papa.

Los guardianes de la puerta se miraron entre sí con gesto extrañado y respondieron:

—¿Al Papa? ¿Pero no sabéis que no hay Papa ahora en Roma?

—¿Cómo? —se sorprendió Asbag—. ¿Qué es lo que queréis decir?

—Debéis de venir de muy lejos —respondió el heraldo de la puerta—. ¿No os habéis enterado de que el papa Juan XV murió el mes pasado?

—¿Muerto…?

—Sí, muerto y enterrado. De momento no ha sido elegido el nuevo pontífice; y por eso…
Papa non habemus.

—¡Vaya, qué contrariedad! —dijo Asbag desde su perplejidad.

El heraldo sugirió amablemente:

—Pero, padre, si tenéis que tratar algún asunto podéis hacerlo en la curia. Si lleváis el dinero suficiente, en los palacios de Letrán siempre habrá algún cardenal dispuesto a echaros una mano.

Pagaron el tributo y entraron en la ciudad. El Tíber fluía lento, caudaloso y turbio, como una gran serpiente que se deslizaba entre el Trastévere y el Palatino. El mozárabe percibió Roma más ruinosa, envejecida y sucia; pero eterna en sí misma, dueña de pasados gloriosos, presentes fugaces y futuros inciertos, transitada por muchedumbres a la zaga de los pedazos de esplendor que se desprendían de su renombrada grandeza, ilusoria las más de las veces.

Lo primero que hizo el obispo mozárabe fue ir a la basílica de San Pedro para arrodillarse ante la tumba del apóstol y rezar el credo, tal como hiciera veinticuatro años atrás, la primera vez que estuvo en Roma.

Después, siguiendo el consejo del heraldo de la puerta, fue hasta Letrán para explicar su situación. Sin embargo, cuando llegó allí, se encontró con que toda la curia estaba presa de una gran agitación. Los cardenales iban de un lado para otro, había discusiones, carreras por los pasillos y un estado general de nerviosismo. Intentó durante un buen rato que alguien le hiciera caso, sin conseguirlo; hasta que, finalmente, un clérigo se detuvo y le prestó atención.

—Soy un obispo de Córdoba, de Hispania —comenzó a explicar Asbag—, acabo de ser liberado de un largo cautiverio en Sicilia…

—Bueno, bueno —le interrumpió el clérigo impacientándose—, no es ahora momento de largas explicaciones…

—¡Pero bueno! —se enojó al fin el mozárabe—. ¿Se puede saber qué le pasa a todo el mundo?

—¡Que llega el nuevo Papa! —respondió el clérigo—. ¡Dentro de poco tiempo estará en Roma! Acaba de saberse.

—¿Quién es? —preguntó Asbag.

—Bruno, hijo del duque de Carintia, capellán y primo del rey Otón de los germanos. ¡Hay que preparar todo para recibirle!

Poco después, los palacios de Letrán comenzaron a vaciarse, porque todo el mundo empezó a acudir presuroso hacia San Pedro, que era donde tendría lugar el recibimiento. Asbag se vio envuelto por una gran muchedumbre cuando él también se encaminó hacia allí.

Fueron largas horas de espera, pero al atardecer apareció el cortejo del nuevo Papa. El mozárabe los vio llegar desde muy lejos, situado en una de las escalinatas de la gran explanada donde se habían dado cita las comisiones de dignatarios eclesiásticos y la multitud expectante.

Roma acogió la elección porque temía a Otón, que a su vez venía desde Ravena detrás de su candidato para poner las cosas en orden, antes de que la curia nombrara a alguien que a él no le pareciera adecuado según las indicaciones de sus consejeros.

Allí mismo, entre el gentío, Asbag supo que este Otón era el Tercero, hijo de Otón II y Teofano, la princesa que él trajo desde Constantinopla en el año 972; que su padre, Otón II, había muerto joven en el año 983 y que Teofano y su abuela Adelaida se habían ocupado de la regencia. Al morir Teofano, hacía cinco años, Adelaida hubo de asumir nuevamente la tutela. Al cumplir Otón los quince años de edad en el 995 exigió la emancipación. Lo primero que hizo el joven monarca fue poner en claro su posición respecto a Roma. Pasó la Navidad en Colonia, pero celebró la Pascua en Parma. Durante el viaje a Roma tuvo noticias de la muerte del papa Juan XV Entonces, en el mismo campamento que tenía junto a Ravena, nombró a su primo Bruno, quien venía ahora acompañado por los arzobispos de Maguncia y de Worms.

Asbag no salía de su asombro al escuchar todo aquello; pero comprobó que habían transcurrido ya los años suficientes para que se hubieran producido todos esos acontecimientos. En Sicilia había permanecido ajeno y alejado de todo eso. Llegaban noticias, pero eran parciales, sesgadas e interpretadas a su manera por los comerciantes que iban y venían. Además, el pontificado consideraba que Sicilia y Calabria eran territorios propios usurpados por los musulmanes, de manera que las relaciones eran prácticamente inexistentes.

Ahora, media vida desfilaba ante sus ojos. Tres emperadores y nada menos que siete papas se habían sucedido desde entonces.

Pero el paso del tiempo desde su anterior estancia en Roma había de reservarle aún otra misteriosa sorpresa, Cuando el cortejo del nuevo Papa llegó a la basílica, el mozárabe escuchó un nombre, que gracias a Dios, no había olvidado. Alguien, a su lado, dijo:

—¡Mira, es Gerberto de Aurillac!

—Perdonad. ¿Quién habéis dicho? —le preguntó Asbag al que había dicho aquello.

—Aquél, aquél de allí; el que está junto al nuevo Papa es Gerberto de Aurillac, el obispo consejero personal del emperador.

Gerberto de Aurillac; el joven monje que se acercó a Asbag cuando la comitiva nupcial de Otón y Teofano se dirigía a la basílica de San Pablo Extramuros. El mozárabe se abrió paso entre la gente, avanzando hacia donde Gerberto acababa de descabalgar. Algunos de los presentes protestaron, pero al ver su aspecto de venerable anciano, finalmente le dejaron acercarse al alto dignatario.

—¡Gerberto! ¡Gerberto! —le gritó Asbag.

Al escuchar su nombre con tanta insistencia, el obispo se volvió hacia él, buscando entre la gente para ver quién era el que le llamaba. El mozárabe insistió:

—¡Gerberto, soy Asbag! ¡Soy el obispo de Córdoba que trajo a Teofano!

—¿Asbag? —dijo él con gesto de extrañeza, queriendo reconocerle.

—¡Traje a la emperatriz Teofano desde Constantinopla! —gritó el mozárabe con ansiedad—. ¿No lo recuerdas?

Los ojos de Gerberto se abrieron llenos de sorpresa.

Miró de arriba abajo al anciano de larga barba blanca que le decía aquello y, finalmente, exclamó:

—¡Asbag! ¡Claro! ¡El oscuf de Alándalus!

Asbag recompensó y despidió a los acompañantes que Selim le encomendó, los cuales regresaron inmediatamente a Sicilia en el barco del emir. Y el obispo mozárabe fue a alojarse a la residencia que el arzobispo de Reims, Gerberto de Aurillac, había alquilado para sí en Roma, puesto que preveía que su estancia allí duraría algunos meses.

Los primeros días, Gerberto estuvo muy ocupado atendiendo a las labores propias de su oficio de canciller del emperador: visitar a los altos dignatarios eclesiásticos de Roma para convencerles de que la elección de Bruno como Papa era lo más conveniente. No obstante, una vez terminadas estas gestiones, le dedicó la mañana a Asbag. Y el obispo mozárabe le explicó detenidamente las vicisitudes vividas desde su captura por los sarracenos hasta el momento presente.

—…Y eso es todo —concluía el mozárabe—. Selim puso su propio barco a mi disposición y me mandó aquí con una escolta. Lo demás, ya lo sabes.

El arzobispo de Reims, que había escuchado atentamente, permanecía con la manos entrelazadas sobre el regazo, hundido en un gran sillón tapizado con telas color escarlata. Sin salir de su asombro, observó:

—¡Vaya, vaya! ¡Qué interesante! La Providencia de Dios es realmente maravillosa. ¿Quién podría esperar que estuvieras aún vivo? Todo el mundo supuso que los sarracenos habían acabado contigo. Y todo eso que me has contado acerca de ese emir de Sicilia… es tan entrañable…

—Sí —asintió Asbag con la emoción grabada en el rostro—. Los caminos de Dios no son nuestros caminos.

—Yo también he sido maestro de un príncipe —explicó ahora Gerberto—. Como sabías, el emperador Otón II murió de fiebres, siendo muy joven. Su esposa Teofano me encomendó entonces la educación del hijo de ambos…

—¡Ah, Teofano! —le interrumpió Asbag—. ¿Qué fue de ella? ¿Cómo fue su vida?

—Murió hace cinco años, cuando había cumplido los cuarenta y ocho. ¡Qué criatura tan delicada y tan bella! Una auténtica reina.

—¿Fue feliz? —se interesó el mozárabe.

—Sólo Dios lo sabe… Pero su vida fue intensa y fecunda. Se dedicó a su esposo con verdadera abnegación y nos dio a Otón, el actual rey, que es digno hijo de tales padres. Cuando murió el emperador, ella asumió la regencia, compartiéndola con la emperatriz Adelaida. Supo hacerlo muy bien. Era, además de bella, inteligente y culta. Era una verdadera griega, digna de su origen y de los buenos maestros que, según supe, tuvo en Bizancio.

—Yo conocí a su maestra, la sin par Danielis —observó Asbag—. ¡Ah, qué maravillosos recuerdos! ¡La vida ha pasado tan rápidamente…!

Gerberto asintió con la cabeza, pensativo. Después observó:

—Sí. Y, como tan sabiamente le explicaste al príncipe de Sicilia, sólo en el final se descubre su sentido…


Anakefalaiosis
—sentenció Asbag—; ésa es la palabra: recapitulación, según la antigua sabiduría de Ireneo.

—¡Oh, Ireneo de Lyon, claro! —exclamó Gerberto—. Según él, sólo al final desvelará Dios el sentido de la Historia. Ahora todo es confuso, enrevesado; caminamos entre luces y sombras… Avanzamos sin saber lo que hay delante, amenazados por peligros, dificultades, temores, dudas… Pero hay un plan trazado desde antiguo, que se completará en el último día…

—Sólo entonces será comprendido el camino andado —añadió el mozárabe.

—¿Crees que ese día está cerca? —le preguntó Gerberto, incorporándose en el sillón y fijando en él unos abiertos ojos llenos de inquietud.

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—No sé… Un hombre que ha visto el mundo debe de tener una intuición especial para adivinar los signos de algo tan trascendental…

—¿Lo dices porque se acerca el año 1000? —preguntó Asbag con serenidad.

—Bueno, por eso y por las convulsiones que sufre este mundo: violencias, desastres, pestes, guerras… Y, lo peor de todo, clérigos corruptos, falsarios, simoníacos, fornicadores… ¿No son signos de que la Bestia anda suelta?

—¿Signos? —replicó Asbag—. ¡Esas son las miserias del ser humano! ¿No has leído las Sagradas Escrituras? En todo tiempo hubo pecados.

—¿Y las estrellas? —repuso Gerberto—. Los astrólogos dicen que los signos hablan de un final.

—¡Bah! Nosotros no debemos creer en tales cosas. Nada hay escrito. ¿No recuerdas lo que dijo el Señor? «Nadie sabe el día ni la hora…»

—Entonces —dijo Gerberto aflojando su actitud—, ¿crees que llegado el fin del milenio todo seguirá igual?

—¡Oh, no! Nada será igual; nada de lo venidero será igual a lo de ahora o a lo de antes; pero el mundo no tiene por qué terminar. Nadie debe pensar eso, y menos nosotros, que pretendemos seguir la verdad revelada. Hemos de pensar que el mundo avanza hacia el encuentro con el Padre Eterno. La vida de cada uno ya es un mundo completo; en el caminar hacia una visión fascinante, arrebatadora, conmovedora, que todos hemos de vivir. Tras un gran dolor o una larga enfermedad, tras un gran temor o un peligro superado, cuando un amor o una amistad termina, cuando perdemos a un ser querido, ¿quién no ha sentido, al menos una vez en la vida, esa sensación de que todo se hundía y se acababa? ¿Quién no se ha visto sucumbir alguna vez? Pero después, también, el escalofrío de la aurora, esa sensación de amanecer, de que algo nuevo empieza y el mundo, a fin de cuentas, sigue… Y de que ese momento es como nacer otra vez…

Gerberto escuchaba atentamente, conmovido, vibrando ante estas palabras, asintiendo con un sereno movimiento de la cabeza.

—Veo que tu vagar por el mundo te ha hecho un hombre muy sabio —dijo—. ¿Qué harás ahora? ¡Quédate aquí, en Roma! Se necesitan obispos como tú.

—Oh, no, no… Quiero regresar a Hispania, a Córdoba; siento que es allí donde he de terminar mis días.

El rostro de Gerberto se ensombreció. Con tono grave, dijo:

—Siento entristecerte, amigo, pero no esperes encontrar la Córdoba que dejaste hace treinta años.

—¡Claro! Supongo que todo estará cambiado. Es la ley del paso del tiempo. Muchos de mis conocidos habrán muerto. Ya sé que Alhaquen desapareció y que reina Hixem…

—¡Hummm…! Me temo que los cambios son mucho más profundos de lo que te imaginas. En Córdoba gobierna un gran caudillo; un hombre temible, un guerrero feroz que tiene en jaque a todos los reinos del norte. Los cristianos han sufrido mucho últimamente. Las comunidades mozárabes de Alándalus se vacían y los hijos de la Iglesia huyen en oleadas hacia Cataluña… Siento tener que decirte eso, pero no creo que encuentres ya una sola iglesia en tu amada Córdoba.

—¡Pero qué me estás diciendo! —exclamó Asbag—. ¿Cómo puede haber sucedido algo tan espantoso?

—Sí, por favor, créeme —prosiguió Gerberto—. Yo fui secretario en la cancillería de Hugo Capeto, en Francia, y allí recibí numerosas cartas del conde Borrell de Barcelona solicitando ayuda frente a los moros de ese caudillo terrible. Asoló varias veces el norte y Cataluña, con una crueldad despiadada, especialmente contra nuestra fe. Son malos tiempos para la Iglesia de Hispania.

—¡Oh Dios mío! —se lamentó Asbag—. ¡Qué horror! ¡Qué habrá sido de mi diócesis!

—Muchos cordobeses huyeron hacia los condados de Barcelona, Gerona, Lérida, y los anexos de Ausona, Manresa y Valles, donde el conde consiguió mantener a raya a los moros.

—¡He de ir! —dijo el mozárabe—. ¡He de ir allí inmediatamente! Con más motivo ahora que sufren persecuciones.

—¡Es una locura! —intentó disuadirle Gerberto—. No conseguirás nada yendo a Córdoba, créeme, las noticias que tenemos son absolutamente verídicas.

—¡Iré! De cualquier manera iré allí.

—Bien, nadie puede retenerte. Pero, hazme caso, no vayas directamente a Alándalus. Te aconsejo que vayas primeramente a Barcelona para formarte una idea de la situación. Desde allí podrás decidir con más tranquilidad lo que hacer después.

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