El mundo perdido (41 page)

Read El mundo perdido Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: El mundo perdido
9.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Afuera los tiranosaurios rugieron, y Malcolm oyó una explosión sorda. Habían mordido un neumático. «Lástima que no muerdan el cable de la batería. Se llevarían una buena sorpresa», pensó.

De pronto los tiranosaurios embistieron otra vez, y el tráiler avanzó lateralmente por el claro. En cuanto se detuvo lo golpearon de nuevo y siguió desplazándose de costado.

Por fin Malcolm llegó hasta donde se hallaba Sarah, que se abrazó a él.

—Ian —dijo.

Tenía una mancha oscura en la mitad izquierda de la cara. A la luz del siguiente rayo Malcolm advirtió que era sangre.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —contestó ella. Con el dorso de la mano se limpió la sangre que le corría sobre el ojo—. ¿Ves dónde está la herida?

Al caer otro rayo Malcolm vio brillar un grueso fragmento de vidrio incrustado cerca del límite del pelo. Lo extrajo e intentó detener con la mano la súbita efusión de sangre. Estaban en la cocina; alargó el brazo y tiró de un paño. Lo sostuvo contra la frente de Sarah y observó que se oscurecía rápidamente.

—¿Te duele?

—Estoy bien.

—No creo que sea grave —dijo Malcolm.

Afuera los tiranosaurios rugieron.

—¿Qué hacen? —preguntó Sarah con voz apagada.

Los tiranosaurios arremetieron nuevamente. Con el impacto el tráiler pareció desplazarse un tramo mucho mayor, deslizándose lateralmente y hacia abajo.

Deslizándose hacia abajo.

—Nos están empujando —respondió Malcolm.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el borde del claro. —Los tiranosaurios volvieron a embestir—. Nos están empujando hacia el precipicio. —El precipicio eran ciento cincuenta metros de roca sobre el valle.

No sobrevivirían a la caída.

Sarah sostuvo ella misma el paño y le apartó la mano.

—Haz algo.

—Sí, de acuerdo —repuso Malcolm.

Se separó de Sarah, agarrándose firmemente en espera del siguiente impacto. No sabía qué hacer. No se le ocurría nada. El tráiler estaba dado vuelta y todo era absurdo. Le ardía el hombro y percibía el olor del ácido que corroía la camisa. O quizá la carne. Le ardía mucho. El tráiler se hallaba sumido en la mayor oscuridad, la electricidad estaba cortada, había vidrios por todas partes y…

La electricidad estaba cortada.

Malcolm empezó a levantarse, pero el siguiente impacto lo lanzó de costado. Al caer se golpeó la cabeza contra la heladera. La puerta se abrió, y una avalancha de cartones de leche y botellas de vidrio se precipitó sobre él. Pero no había luz en la heladera.

Porque la electricidad estaba cortada.

Tendido de espaldas Malcolm miró por la ventana y vio el enorme pie de un tiranosaurio en la hierba. En el preciso momento en que destellaba otro rayo el pie se alzó para golpear de nuevo. Inmediatamente el tráiler volvió a moverse, esta vez deslizándose con más facilidad, rechinando e inclinándose hacia abajo.

—¡Mierda! —exclamó Malcolm.

—Ian… —llamó Sarah.

Pero ya era demasiado tarde. Todo el tráiler chirriaba y gemía en una metálica protesta. Malcolm vio entonces que la parte delantera se hundía al llegar al borde del precipicio. Comenzó a decantarse lentamente, pero enseguida cobró velocidad. El techo en el que yacían se precipitó, todo se precipitó, Sarah se precipitó agarrándose a él al sentirse arrastrada al vacío, y los tiranosaurios lanzaron un bramido triunfal.

«Nos caemos por el precipicio», pensó Malcolm.

Sin saber qué más hacer, se aferró firmemente a la puerta de la heladera. Estaba fría y resbaladiza a causa de la humedad. El tráiler se ladeó y cayó rechinando ruidosamente. Malcolm notó que le resbalaban las manos en el esmalte blanco, le resbalaban… le resbalaban… Al final no pudo sostenerse más y cayó irremediablemente hacia la cabina del tráiler. Vio acercarse rápidamente el asiento del conductor, pero antes de llegar allí se golpeó con algo, sintió un penetrante dolor y se dobló.

Lenta y suavemente lo envolvió la oscuridad.

La lluvia golpeaba ruidosamente el techo del cobertizo y caía por los costados formando una cortina homogénea. Levine enjugó las lentes de los anteojos y volvió a llevárselos a los ojos. Miró hacia el precipicio en la oscuridad.

—¿Qué pasó? —preguntó Arby.

—No lo sé —respondió Levine. Con aquel aguacero apenas se veía. Unos momentos antes habían presenciado con horror cómo los dos tiranosaurios empujaban el tráiler hacia el precipicio. Los enormes animales habían conseguido llevar a cabo su objetivo con relativa facilidad; Levine calculó que los dos tiranosaurios constituían una masa conjunta de veinte toneladas mientras que el tráiler pesaba sólo dos. Una vez que lograron ponerlo del revés lo deslizaron sin problemas, impulsándolo con el vientre y las poderosas patas.

—¿Por qué hicieron una cosa así? —preguntó Thorne, de pie junto a Levine.

—Sospecho que hemos invadido su territorio.

—¿Otra vez lo mismo?

—Recuerda con qué nos enfrentamos —dijo Levine—. Aunque el comportamiento de los tiranosaurios parezca complejo, es básicamente instintivo. Es un comportamiento irreflexivo, maquinal. Y la territorialidad forma parte de ese instinto. Los tiranosaurios marcan y defienden su territorio. No es un comportamiento reflexivo (no poseen cerebros muy grandes), sino que actúan así por instinto. Todo comportamiento instintivo obedece a unos factores desencadenantes, a unos activadores. Y me temo que, al desplazar a la cría, hemos redefinido su territorio, incorporando en él el claro donde han encontrado a la cría. Así que ahora expulsando el tráiler simplemente defienden su territorio.

Un rayo iluminó la isla y todos vieron simultáneamente la aterradora escena. El primer tráiler había rebasado el borde del precipicio y colgaba en el vacío, sujeto aún por el fuelle de conexión al segundo tráiler, que permanecía en el límite del claro.

—¡El fuelle no aguantará mucho más! —presagió Eddie.

A la luz del rayo vieron a los tiranosaurios en el claro, empujando metódicamente el segundo tráiler.

Thorne se volvió hacia Eddie.

—¡Voy por ellos! —anunció.

—Lo acompaño —se ofreció Eddie.

—¡No! ¡Quédate con los niños!

—Pero necesitará…

—¡Quédate con los niños! ¡No podemos dejarlos solos!

—Pero Levine puede…

—¡No, quédate! —ordenó Thorne. Descendía ya por el andamiaje, resbaladizo a causa de la lluvia. Vio que Kelly y Arby lo observaban desde arriba. Subió rápidamente al Explorer y puso el motor en marcha, calculando ya la distancia que lo separaba del claro, unos cinco kilómetros, quizás un poco más. Aun conduciendo a toda velocidad tardaría en llegar siete u ocho minutos.

Para entonces sería ya demasiado tarde. No conseguiría llegar a tiempo.

Pero iba a intentarlo.

Sarah Harding oyó un rítmico chirrido y abrió los ojos.

La rodeaba una oscuridad absoluta; estaba desorientada. De pronto cayó un rayo y ante sus ojos apareció el valle, ciento cincuenta metros más abajo. La vista se mecía suavemente.

Estaba mirando a través del parabrisas del tráiler, que colgaba al borde del precipicio. Ya no caían. Pero pendían precariamente en el vacío.

Ella se hallaba tendida en el asiento delantero, que se había desprendido de su anclaje y había destrozado el panel de control de la pared; asomaban cables sueltos y parpadeaban los indicadores.

La sangre que le corría sobre el ojo le impedía ver con claridad. Tiró del borde de su camisa y arrancó dos tiras de tela. Plegando una, formó una compresa y se la apretó contra la herida de la frente; la segunda tira de tela se la ató alrededor de la cabeza para sujetar la compresa. Por un instante sintió un dolor intenso; apretó los dientes hasta que disminuyó.

Percibió una vibración procedente de arriba. Al volverse vio el tráiler en toda su longitud, suspendido verticalmente. Malcolm se encontraba a tres metros por encima de ella, inmóvil y doblado contra una mesa de laboratorio.

—Ian —dijo.

Malcolm no respondió. No se movió.

El tráiler se estremeció de nuevo, chirriando a causa de un golpe sordo. De pronto Sarah comprendió qué ocurría. El primer tráiler colgaba totalmente al borde del precipicio, balanceándose en el aire. Sin embargo, seguía unido al segundo tráiler, que permanecía en el claro. El primer tráiler pendía del fuelle de conexión. Y los tiranosaurios, arriba, empujaban el segundo tráiler hacia el precipicio.

—Ian —repitió—. Ian.

Pasando por alto el dolor que sentía en todo el cuerpo, se puso de pie. Al notar que le daba vueltas la cabeza, se preguntó cuánta sangre habría perdido. Empezó a trepar irguiéndose primero sobre el respaldo del asiento y aferrándose a la mesa más cercana del laboratorio biológico. Se incorporó hasta alcanzar una manija montada en la pared. El tráiler se meció.

Desde la manija consiguió llegar a la puerta de la heladera y meter los dedos entre los alambres de un estante. Tiró con fuerza para asegurarse de que resistiría su peso y se dejó ir. Levantó una pierna y colocó el pie en el interior de la heladera. Balanceó el cuerpo hasta poder erguirse y alcanzar la manija de la puerta del horno.

Pensó que era como practicar alpinismo en una maldita cocina. Se hallaba ya junto a Malcolm. A la luz de otro rayo vio que tenía la cara magullada. Malcolm gimió. Se acercó más a él para ver si estaba mal herido.

—Ian.

—Lo siento, yo te metí en esto —dijo Malcolm con los ojos cerrados.

—No te preocupes por eso ahora. ¿Puedes moverte? ¿Estás bien?

—La pierna… —se quejó Malcolm.

—Ian. Tenemos que hacer algo.

Sarah oyó los rugidos de los tiranosaurios en el claro. Tenía la impresión de llevar toda una vida oyendo aquel sonido. El tráiler avanzó ligeramente y se balanceó. Perdió pie y quedó colgando de la puerta del horno. El otro extremo del tráiler se hallaba seis metros más abajo.

La manija del horno no soportaría su peso mucho rato, lo sabía. Agitó las piernas desesperadamente y por fin tocó algo sólido. Tanteó con el pie y encontró apoyo. Bajando la vista advirtió que se sostenía sobre la pileta de acero inoxidable. Movió el pie y accionó la canilla. Se empapó las botas.

Los tiranosaurios rugieron y golpearon con fuerza el metal. El tráiler se separó aún más de la pared del precipicio y se balanceó.

—Ian, no nos queda mucho tiempo. Tenemos que hacer algo.

Malcolm levantó la cabeza y le dirigió una mirada inexpresiva. Volvió a caer un rayo. Malcolm movió los labios.

—La corriente eléctrica.

—¿Qué?

—Está cortada.

Sarah no captó la idea en un primer momento. Claro que estaba cortada. De pronto cayó en la cuenta: la había cortado él poco antes, cuando se acercaban los tiranosaurios. Inicialmente la luz los había mantenido a distancia; quizá los ahuyentaría.

—¿Quieres que dé la corriente? —preguntó Sarah. Malcolm asintió ligeramente con la cabeza.

—Sí.

—¿Cómo, Ian?

—Hay un panel —dijo Malcolm.

—¿Dónde?

Malcolm no contestó. Sarah le sacudió el hombro.

—¿Dónde está el panel, Ian?

Malcolm señaló hacia abajo.

Sarah miró en la dirección que le indicaba y vio los cables sueltos del panel.

—No puedo. Está roto.

—Arriba… —sugirió Malcolm.

Sarah apenas lo oía. Vagamente recordó que había otro panel a la entrada del segundo tráiler. Si llegaba hasta allí, conseguiría dar la corriente.

—De acuerdo, Ian. Voy a intentarlo.

Sarah trepó aún más alto. La parte delantera del tráiler se hallaba ahora a nueve metros por debajo de ella. Los tiranosaurios rugieron y embistieron de nuevo. Sarah se balanceó en el aire pero de inmediato continuó el ascenso.

Cuando llegó a lo alto del primer tráiler, la luz áspera de un rayo iluminó el interior, y Sarah vio que era imposible acceder al otro vehículo. El fuelle estaba retorcido y el paso quedaba totalmente cerrado.

Se encontraban atrapados en el primer tráiler.

Oyó los rugidos de los tiranosaurios y un nuevo golpe.

—¡Ian!

Sarah bajó la vista. Malcolm no se movía.

Allí colgada, comprendió con una sensación de vértigo que estaba derrotada. Otra embestida, otras dos tal vez, y todo habría terminado. Caerían al abismo. No había nada que hacer. Ya no quedaba tiempo. Se hallaba suspendida en la oscuridad, con la corriente eléctrica cortada, y no había nada…

¿O sí había una última posibilidad? Oyó un zumbido eléctrico a corta distancia. ¿Acaso había otro panel en aquel extremo del tráiler? ¿Habían instalado un panel en cada punta?

Colgada casi en el extremo del tráiler, con los brazos y hombros al límite de su resistencia, buscó a su alrededor un segundo panel. Si existía, no podía estar lejos. Pero, ¿dónde? Al iluminarse el tráiler con el resplandor de otro rayo, miró rápidamente a uno y otro lado. No vio ningún panel.

Le dolían los brazos.

—Ian, por favor.

No había panel.

No era posible. Seguía oyendo el zumbido eléctrico. Sin duda tenía que haber un panel. Se volvió a izquierda y derecha, y de pronto, gracias al destello de otro rayo, lo vio.

Se hallaba a quince centímetros por encima de su cabeza. Estaba del revés, pero Sarah veía todos los botones e interruptores. Si lograba descifrar en la oscuridad cuál…

«¡Al diablo!», pensó.

Soltó la mano derecha y, colgada de la izquierda, empezó a pulsar uno por uno todos los botones que encontraba. Al instante comenzaron a encenderse las luces interiores del tráiler.

Siguió apretando botones, uno tras otro. Algunos provocaron cortocircuitos; saltaron chispas y se formó una nube de humo. Siguió apretando botones.

De pronto el monitor lateral se encendió, a unos centímetros de su cara. Vio una mancha azul veteada, pero de inmediato apareció una nítida imagen de los tiranosaurios en el claro, junto al segundo tráiler, tocándolo con los miembros delanteros y golpeándolo con las poderosas patas. Pulsó más botones. El último tenía un protector plateado; levantó la cubierta y también lo pulsó.

En el monitor vio desaparecer a los tiranosaurios en medio de un estallido de chispas incandescentes y los oyó rugir enfurecidos. A continuación se desvaneció la imagen y se produjo una explosión de chispas en torno de Sarah, que le quemaron la cara y las manos. De pronto todas las luces se apagaron y quedaron sumidos nuevamente en una total oscuridad.

Other books

A Private View by Anita Brookner
Love and Other Games by Ana Blaze, Melinda Dozier, Aria Kane, Kara Leigh Miller
Chains Of Command by Graham McNeill
Unraveled by Courtney Milan
Ascent by Amy Kinzer
Fabric of Fate by N.J. Walters
Turn Up the Heat by Susan Conant, Jessica Conant-Park