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urante un breve instante noto una aparición en la habitación en penumbra: ¿podría ser un fantasma? O hay un movimiento; lo veo por el rabillo del ojo pero, cuando vuelvo la cabeza, no hay nada. ¿Está sonando un teléfono o es sólo mi «imaginación»? Asombrado, me parece oler el aire salado del verano a orillas del mar en Coney Island de cuando era pequeño. Giro por una esquina en una ciudad extranjera que visito por primera vez y encuentro ante mí una calle tan familiar que siento que la conozco de toda la vida.
En esas experiencias habituales, normalmente nos mostramos inseguros sobre qué hacer a continuación. ¿Me engañan mis ojos (u oídos, nariz o memoria)? ¿O es que, real y verdaderamente, soy testigo de algo fuera del curso ordinario de la naturaleza? ¿Debería callármelo, o decirlo?
La respuesta depende en gran medida del entorno, los amigos, las personas queridas y la cultura. En una sociedad de una rigidez obsesiva y de orientación práctica, seguramente yo mostraría prudencia a la hora de admitir estas experiencias. Me pueden tildar de frívolo, demente, poco fiable. Pero en una sociedad que se apresura a creer en fantasmas, por ejemplo, o «concesiva», relatar este tipo de experiencias podría merecer aprobación e incluso prestigio. En el primer caso, yo tendría la grave tentación de suprimirlo todo; en el segundo, quizá incluso exageraría o lo elaboraría un poco para darle un aire más milagroso todavía.
Charles Dickens, que vivió en una cultura racional floreciente en la que, sin embargo, también prosperaba el espiritualismo, describió el dilema con estas palabras (de su cuento: «Para no tomarlo muy en serio»):
Siempre he percibido la prevalencia de una falta de coraje, incluso en personas de inteligencia y cultura superiores, para comunicar sus propias experiencias psicológicas cuando han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres temen no encontrar un paralelo o respuesta en la vida interior del que escucha, que podría tomar su relato con sospecha o burla. Un viajero veraz que hubiera visto una criatura extraordinaria parecida a una serpiente marina no tendría temor de mencionarlo; pero si el mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, impulso, extravagancia de pensamiento, visión (así llamada), sueño u otra impresión remarcable, tendría grandes dudas para reconocerlo. A esta resistencia atribuyo yo gran parte de la oscuridad en la que están implicados tales sujetos.
En nuestra época todavía se ridiculiza y descarta a menudo con risas, pero hay más posibilidades de, vencer la reserva y la ocultación; por ejemplo, en el entorno «de apoyo» que proporcionan un terapeuta o hipnotizador. Por desgracia —y por increíble que sea para algunos—, la distinción entre imaginación y memoria a menudo es poco clara. Algunos «abducidos» dicen recordar la experiencia sin hipnosis; muchos no pueden. Pero la hipnosis es una manera poco fiable de refrescar la memoria. Suele provocar imaginación, fantasía y juego además de recuerdos verdaderos, y ni el paciente ni el terapeuta son capaces de distinguir unos de otros. La hipnosis parece implicar, de manera central, un estado de sugestibilidad intensificada. Los tribunales han prohibido su uso como prueba o incluso como herramienta de investigación criminal. La Asociación Médica Americana considera menos fiables los recuerdos que surgen bajo hipnosis que los que aparecen sin ella. Un libro de texto médico estándar (Haroíd I. Kaplan,
Textos generales de psiquiatría,
1989) advierte de «una gran posibilidad de que las creencias del hipnotizador sean comunicadas al paciente e incorporadas en lo que el paciente cree que son recuerdos, a menudo con una fuerte convicción». Así pues, el hecho de una persona, al ser hipnotizada, relate historias de abducción por extraterrestres tiene poco peso. Se corre el peligro que los sujetos estén —al menos en algunos asuntos— tan dispuestos a complacer al hipnotizador que respondan a sugerencias sutiles de las que ni siquiera éste es consciente.
En un estudio de Alvin Lawson, de la Universidad del Estado de California, en Long Beach, un médico sometió a una sesión de hipnotismo a ocho sujetos, con un cribado previo para eliminar a los entusiastas de los ovnis. Les informó de que habían sido abducidos y, tras ser llevados a una nave espacial, examinados. Sin más instigación, les pidió que describieran la experiencia. Los relatos, la mayoría obtenidos sin mayor problema, eran casi indistinguibles de los que presentan los que se declaran abducidos. Es cierto que Lawson había dado indicaciones breves y directas a sus sujetos; pero, en muchos casos, los terapeutas que tratan rutinariamente las abducciones por extraterrestres dan indicaciones a
sus
pacientes... a algunos con gran detalle, a otros más sutil e indirectamente.
El psiquiatra George Ganaway (tal como lo refiere Lawrence Wright) planteó en una ocasión a una paciente altamente sugestionable bajo hipnosis que había perdido el recuerdo de cinco horas de un día determinado. Cuando mencionó una luz brillante sobre su cabeza, ella inmediatamente le habló de ovnis y extraterrestres. Tras insistir el psiquiatra en que habían experimentado con ella, apareció una detallada historia de abducción. Pero, cuando salió del trance y analizó el vídeo de la sesión, ella misma reconoció que había notado la emergencia de algo como un sueño. Durante el año siguiente, sin embargo, volvió repetidas veces al material del sueño.
Elizabeth Loftus, psicóloga de la Universidad de Washington, ha encontrado que se puede hacer creer a sujetos no hipnotizados que vieron algo que no vieron. Un experimento típico es que los sujetos vean una película de un accidente de coche. En él curso de la interrogación sobre lo que vieron, se les da casualmente información falsa. Por ejemplo, se hace referencia a una señal de stop, a pesar de no haber ninguna en la película. Muchos recuerdan entonces obedientemente haber visto una señal de stop. Cuando se les revela el engaño, algunos protestan con vehemencia e insisten en que recuerdan la señal vividamente. Cuanto mayor es el lapsus de tiempo entre la visión de la película y la recepción de la información falsa, más aceptan la desnaturalización de sus recuerdos. Loftus arguye que «los recuerdos de un acontecimiento tienen mayor parecido a una historia sujeta a revisión constante que a un bloque de información original».
Hay muchos más ejemplos, algunos —el falso recuerdo de haberse perdido de pequeños en unos grandes almacenes, por ejemplo— de mayor impacto emocional. Una vez sugerida la idea clave, el paciente a menudo da cuerpo de manera verosímil a los detalles que la avalan. Es fácil inducir recuerdos lúcidos pero totalmente falsos con una serie de claves y preguntas, especialmente en el contexto terapéutico. Los recuerdos se pueden contaminar. Se pueden implantar recuerdos falsos incluso en mentes que no se consideran a sí mismas vulnerables ni acríticas.
Stephen Ceci, de la Universidad de Cornell, Loftus y sus colegas han encontrado, sin sorpresa, que los preescolares son excepcionalmente vulnerables a la sugestión. Un niño que, cuando se le pregunta por primera vez, niega que una trampa de ratones le hubiera pillado la mano, más tarde recuerda el acontecimiento con vividos detalles que ha ido generando. Cuando se le habla más directamente de «cosas que te pasaron cuando eras pequeño», con el tiempo llega a consentir con bastante facilidad los recuerdos implantados. Los profesionales que miran las cintas de vídeo de los niños sólo pueden aventurar qué recuerdos son falsos y cuáles verdaderos. ¿Hay alguna razón para pensar que los adultos son totalmente inmunes a las falibilidades que muestran los niños?
El presidente Ronald Reagan, que pasó la segunda guerra mundial en Hollywood, describió vividamente su papel en la liberación de las víctimas de los campos de concentración nazi. Como vivía en el mundo del cine, parece que confundía una película que había visto con una realidad que no había visto. En sus campañas presidenciales, el señor Reagan contó en muchas ocasiones una historia épica de coraje y sacrificio, motivo de inspiración para todos nosotros. Sólo que nunca ocurrió; era el argumento de la película A
Wing and a Prayer...
que también a mí me impresionó mucho cuando la vi a los nueve años. Es fácil encontrar muchos más ejemplos de este tipo en las declaraciones públicas de Reagan. No es difícil imaginar los serios peligros públicos que entrañan los casos en que líderes políticos, militares, científicos o religiosos son incapaces de distinguir la realidad de la ficción vivida.
Cuando preparan el testimonio en el juzgado, los testigos reciben consejos de sus abogados. A menudo se les hace repetir la historia una y otra vez hasta que la dicen «bien». Entonces, en el estrado, lo que recuerdan es la historia que han estado contando en el despacho del abogado. Los matices se han ensombrecido. O quizá ya no correspondan, ni siquiera en sus características principales, a lo que ocurrió realmente. Los testigos pueden haber olvidado oportunamente que sus recuerdos fueron reprocesados.
Esos hechos son relevantes en la evaluación de los efectos sociales de la publicidad y la propaganda nacional. Pero aquí sugieren que, en los asuntos de abducción por extraterrestres —donde las entrevistas suelen realizarse años después del supuesto acontecimiento—, los terapeutas deben cuidarse mucho de implantar o seleccionar accidentalmente historias que sugieren ellos.
Quizá lo que realmente recordamos es una serie de fragmentos de recuerdos cosidos a una tela de nuestra propia imaginación. Si cosemos con la suficiente inteligencia, conseguimos hacernos una historia memorable fácil de recordar. Los fragmentos por sí mismos, sin el vínculo de la asociación, son más difíciles de salvar. La situación es bastante parecida al método propio de la ciencia, con el que se pueden recordar, resumir y explicar muchos datos en el marco de una teoría. Entonces recordamos mucho más fácilmente la teoría y no los datos.
En la ciencia siempre se están volviendo a valorar y confrontar las teorías con nuevos hechos; si la discordancia de los hechos es seria —más allá del margen de error—, quizá debería revisarse la teoría. Pero, en la vida cotidiana, es muy raro que nos enfrentemos a nuevos hechos sobre acontecimientos de hace tiempo. Nuestros recuerdos no se ven casi nunca desafiados. En cambio pueden quedar fijos, por muy defectuosos que sean, o convertirse en una obra en continua revisión artística.
M
EJOR ATESTIGUADAS QUE LAS APARICIONES
de dioses y demonios son las de santos, especialmente de la Virgen María en la Europa occidental desde finales de la época medieval hasta la moderna. Aunque el aire de las historias de abducción por extraterrestres es mucho más profano y demoníaco, se puede ver el mito de los ovnis con mayor perspicacia a partir de visiones descritas como sagradas. Quizá las más conocidas sean las de Juana de Arco en Francia, santa Brígida en Suecia y Girolamo Savonarola en Italia. Pero son más adecuadas a nuestro propósito las apariciones vistas por pastores, campesinos y niños. En un mundo azotado por la incertidumbre y el horror, esas personas anhelaban el contacto con lo divino. William A. Christian Jr., en su libro
Apparitions in Late Medieval and Renaissance Spain
(Princeton University Press, 1981), proporciona un registro detallado de esos acontecimientos en Castilla y Cataluña.
Un caso típico es el de una mujer o una niña campesinas que dicen haber encontrado a una niña o mujer extrañamente pequeña —algo así como de un metro de altura— que se le revela como la Virgen María, la Madre de Dios. Ésta le pide a la sorprendida testigo que vaya a las autoridades civiles y de la Iglesia locales y les ordene decir plegarias por los muertos, obedecer los mandamientos o construir un santuario en aquel mismo lugar. Si no acceden, los amenaza con temibles castigos, quizá una plaga. Otras veces, en épocas de epidemia, María promete curar la enfermedad, pero sólo si se cumplen sus demandas.
La testigo intenta hacer lo que le dicen. Pero cuando informa a su padre, su marido o el cura, le ordenan que no cuente la historia a nadie; es una tontería femenina, una frivolidad o una alucinación demoníaca. Así, ella no dice nada. Días después se le vuelve a aparecer María, un poco molesta porque no se ha honrado su petición.
«No me creerán —se lamenta la testigo—. Dame una señal.»
Se necesita
una prueba.
Así, María —que por lo visto no había previsto que tendría que proporcionar una prueba— le da una señal. Los del pueblo y los curas se convencen en seguida. Se construye el santuario. Ocurren curaciones milagrosas en la vecindad. Llegan peregrinos de todas partes. La economía local mejora. Se nombra a la testigo original guardiana del sacro santuario.
En la mayoría de los casos que conocemos, se creó una comisión de investigación, formada por autoridades civiles y eclesiásticas, que atestiguaban si la aparición era genuina... a pesar del escepticismo inicial, casi exclusivamente masculino. Pero el nivel de las pruebas no solía ser alto. En un caso se aceptó seriamente el testimonio delirante de un niño de ocho años dos días antes de morir por una epidemia. Algunas comisiones siguieron deliberando durante décadas o incluso hasta un siglo después del acontecimiento.
En
Sobre la distinción entre visiones verdaderas y falsas,
un experto sobre el tema, Jean Gerson, alrededor del año 1400, resumió los criterios para reconocer la credibilidad del testigo de una aparición: uno era la disponibilidad a aceptar consejo de la jerarquía política y religiosa. Así, aquel o aquella que tuviesen una aparición molesta para los que estaban en el poder era ipso facto un testigo poco fiable, y se podía hacer decir a santos y vírgenes lo que las autoridades querían oír.
Las «señales» que supuestamente proporcionaba María, las pruebas que se ofrecían y que se consideraban irresistibles eran cosas como una vela ordinaria, un trozo de seda o una piedra magnética; un pedazo de ladrillo de color; huellas; una recolección extraordinariamente rápida de cardos por parte de la testigo; una sencilla cruz de madera hincada en la tierra; verdugones y heridas en la testigo; y una variedad de contorsiones —una niña de doce años con la mano en extraño gesto, o las piernas dobladas hacia atrás, o una imposibilidad de abrir la boca que la deja muda temporalmente— que se «curan» en cuanto se acepta la historia.
En algunos casos es posible que los relatos se compararan y coordinaran antes de dar testimonio. Por ejemplo, en una ciudad pequeña podía haber múltiples testimonios de la aparición de una mujer alta y reluciente la noche anterior, toda vestida de blanco, con un niño en el regazo y envuelta en una luz que iluminaba la calle. Pero, en otros casos, personas que estaban físicamente junto a la testigo no pudieron ver nada, como en este informe de una aparición en Castilla en 1617: