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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (13 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Otro serio rival de Hitler en los afectos de la derecha era Ludendorff, pero fue más fácil tratar con él que con Röhm. Hitler le convenció de que se presentase a la siguiente elección de presidente, en 1925. La iniciativa fue un desastre para Ludendorff, que obtuvo apenas el 1,1 % de los votos.
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Hitler le expresó su horror y simpatía, pero hizo pocos esfuerzos por ocultar sus verdaderos sentimientos: «Muy bien», le dijo a un compañero del partido, «ahora ya le hemos quitado de en medio
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.» Ludendorff se esfumó aturdido y paranoico de la escena política, con su reputación hecha trizas. Esto supuso un fuerte golpe doble para un joven nacionalista en ciernes como Bruno, tan afanoso de identificar a un cabecilla para sus ansias políticas. En el plazo de sólo unas semanas, las dos estrellas que le guiaban habían sido puestas fuera de combate por un agitador bávaro del que en aquel momento Bruno, al igual que la mayoría de los alemanes del norte, sabía bien poco.

Sin embargo, estas dos batallas fueron un mero preámbulo del suceso principal, la eliminación por parte de Hitler de cualquier obstáculo real a un dominio indiscutible del embrionario movimiento nazi. Ahora tenía su mira puesta en la independencia celosamente conservada de la derecha nacionalista del norte de Alemania, que no debía nada a los bávaros: la circunscripción natural de Bruno. Eran hombres con diferentes tradiciones y aspiraciones que Hitler, cuyos orígenes semirrural, austriaco y católico marcaban un profundo contraste con los de ellos. Lo mismo que Bruno, eran urbanos, prusianos y protestantes. Les lideraba un farmacéutico llamado Gregor Strasser, junto con su joven aliado del valle del Ruhr, un ex periodista y novelista frustrado, Joseph Goebbels
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. El sensible Strasser, que llevaba los sufrimientos del trabajador en la manga, y el glacial y feroz Goebbels formaban una pareja poderosa que exigió toda la astucia de Hitler para meterles en vereda.

El enfrentamiento llegó el 14 de febrero de 1926. Convocados a la ciudad de Bamberg, un Hitler enfurecido y gárrulo les obsequió con una invectiva de dos horas, para consternación de Goebbels
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. ni siquiera Strasser y sus aliados prusianos, por otra parte inflexibles, pudieron oponer resistencia contra la contundente acometida de Hitler y también capitularon, igual que Röhm antes que ellos. El bávaro había ganado la partida. Era el líder indiscutido del movimiento. Había neutralizado a todos los rivales y se había granjeado el reconocimiento de todos los demás de que él era su Führer, un título que englobaba los papeles de jefe de fila, ideólogo principal y único estratega, y contra el cual no había apelación posible. Se había convertido en el Marx, el Lenin y el Stalin juntos del nacionalsocialismo.

Hitler era un adversario formidable y despiadado. Encaraba a sus rivales frontalmente, aplastando sus desacuerdos con sus peroratas irresistibles de cólera y sarcasmo. Pero, a diferencia de Stalin, también sabía convencer a sus oponentes vencidos de que volvieran al redil; hasta el vacilante Goebbels pronto se sintió cautivado por él. También Gregor Strasser, aunque incapaz de la idolatría absoluta de Goebbels, fue persuadido de que volviera al partido con la tarea importante de jefe de propaganda. Fue una victoria que aseguró a Hitler el dominio incuestionable del partido y su ideología. La «idea» y el «caudillo» estaban indisolublemente unidos; no había más discusiones sobre matices doctrinarios ni espacio para desviarse de los principios esenciales.

Creo que fue en este punto cuando Bruno cayó también bajo el hechizo de Hitler. Hasta entonces sólo había tenido una serie de modelos a imitar provisionales: su padre, Ludendorff, Röhm, pero en 1926 todos habían sido sustituidos por la figura trascendente de Adolf Hitler, que parecía una dádiva de la Providencia a Alemania. Bruno se quedó petrificado por el carisma de un Führer recientemente triunfante y la organización disciplinada del aparato del partido, que sólo rendían cuentas a la voluntad del líder. Lo que antes había sido un ansia política indefinida se había transformado en el comienzo de un culto al liderazgo, primero adulador y más tarde obsesivo.
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Pero lo que en verdad admiraba a Bruno era la magnitud de las ambiciones del nacionalsocialismo. Hitler les prometía aún mayores triunfos futuros, mucho más allá del mero éxito electoral en el Reichstag. Dijo a sus seguidores que el nacionalsocialismo estaba destinado a convertirse en el credo dominante en el mundo. Iba a ser más grande que el capitalismo, la democracia, el comunismo y hasta el catolicismo, porque según él extraía su fuerza irresistible no sólo del dinero, de la clase social o de Dios, sino del espíritu étnico de la raza superior del mundo.
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Por consiguiente, el año 1926 representó la encrucijada más importante en la vida de Bruno. En una dirección, Weimar le hacía señas. Era un gobierno normal, seguro y que mostraba los primeros signos de estabilidad, quizá incluso de respetabilidad internacional. Como recuerdos de la Guerra Mundial, Versalles y la hiperinflación empezaban a retroceder y muchos jóvenes de la generación de Bruno empezaban a cambiar los excesos exaltados de su juventud politizada por los sobrios placeres de la madurez, el matrimonio y la vida familiar. Bruno tuvo todas las oportunidades de seguir el mismo camino. Pero en la otra dirección se alzaba una perspectiva muy distinta: un recorrido político largo y difícil, lleno de incertidumbre y violencia, vilipendiado y temido por la mayoría de sus compatriotas. Tomó su decisión libre de coacciones materiales (no estaba en paro ni económicamente desesperado), impulsado sólo por la conciencia y el deseo.

El 17 de mayo de 1926, cuando aún sólo tenía diecinueve años, tomó el metro desde su domicilio en Charlottenburg hasta la Potsdamer Platz. Allí entró en el sótano lúgubre donde estaba el cuartel general del Partido Nazi, tan lleno de asfixiante humo de tabaco y pálida luz artificial que lo llamaban sardónicamente «el fumadero de opio», y firmó sobre la línea de puntos. A partir de aquel día fue un nazi hecho y derecho. Como dijo más tarde: «Estuve en el Frontbann de Charlottenburg hasta que me afilié al NSDAP [Partido Nazi] el 17 de mayo de 1926.» No fue el único. Muchísimos otros de su edad y antecedentes ingresaron en el partido a través de una serie de organizaciones anteriores, prenazis.
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Todo había llegado al mismo tiempo: el partido, el movimiento y un joven inquieto que buscaba realizarse. Del mismo modo que Bruno había pasado de la incertidumbre y la indecisión a una convicción resuelta, el partido había pasado de una infinidad de facciones rivales a un cuerpo coordinado y unificado. Bruno había encontrado al partido en el mismo momento en que el partido le encontraba. Era su nicho político y en él permaneció hasta el día de su muerte.

Unos días después, llegó su carnet de miembro desde la sede central del partido en Múnich, informándole, con una florida caligrafía, de que su número de afiliado era el 36.931, y que debía pagar la primera de las mensualidades. Aunque sólo unos pocos marcos, no era una suma despreciable, sobre todo para un hombre que se disponía a iniciar cuatro años de formación como dentista. El número de afiliados seguía siendo pequeño: la extensión del Partido Nazi en 1926 apenas representaba un público futbolístico. Pero al nuevo miembro le aportó un resplandor furtivo, formaba parte de un pequeño grupo de auténticos creyentes y saboreaba la solidaridad del elegido ideológico. Era el gran trofeo del afiliado precoz, el aura de presciencia, valentía y convicción moral que más adelante le daría derecho a muchos privilegios del Tercer Reich.

Pero a Bruno no le bastaba haber ingresado en el partido. Aquel mismo día fue incluso más allá y se afilió a la otra organización nazi, la que había asumido las responsabilidades militares brevemente en manos del Frontbann: las SA recientemente reformadas o Sturmabteilung. Desdeñó el anonimato político. A diferencia del partido, las SA le proporcionaron un uniforme (que él pagó de su bolsillo). Llevar la camisa caqui y las botas altas de un soldado de asalto (
Stormtrooper
) era una declaración de guerra contra el statu quo. Podía alardear de su condición de combatiente político. También le permitía codearse con varios miembros de la unidad desmantelada del Frontbann, todos ellos en busca de un nuevo grupo paramilitar. Aquellos hombres formaban el núcleo de un nuevo batallón (o Sturm) de las SA que más tarde desempeñaron un papel clave en el historial nazi de Bruno: «Quince miembros del ex Frontbann crearon más adelante las SA de Charlottenburg, que luego serían el Sturm 33 […] en marzo de 1928, [Fritz] Hahn tomó el mando de los veinte hombres que componían las SA de Charlottenburg.» Se convirtió en uno de los regimientos más tristemente célebres de las SA, con una reputación de brutalidad y agresiones callejeras que desmentía el respetable aire burgués del barrio.

No podría haber sido más enfático el ingreso de Bruno en su madurez política. Afiliarse primero al partido y luego a las SA era un gesto doblemente dramático que mostraba que estaba dispuesto a convertirse en un nazi total. Lo que le motivaba era la perspectiva de ideología combinada con violencia, doctrina partidista y nudilleras de metal; una cosa era insuficiente sin la otra. El núcleo duro, la élite del movimiento englobaba a los hombres capaces de ambas. Bruno estaba decidido a formar parte del grupo.

Y, sin embargo, fuera la que fuese la lógica interna de su decisión, todo el proceso parecía absurdo. A pesar de toda su jactancia y su lenguaje rudo, el partido al que Bruno se había afiliado era un cero a la izquierda, incluso en el avispero de la República de Weimar. Eran pocos militantes, con una influencia minúscula y sin ninguna posibilidad realista de obtener alguna forma de verdadero poder. Pero Bruno parecía totalmente inmune a la exigüidad de la situación política nazi. Su carnet del partido y su uniforme de las SA eran la cáscara externa de una certeza interior aterradora y poderosa. Trascendía la perniciosa urdimbre de ideología, odio, política, ciencia y cultura que constituía la visión del mundo nazi, su
Weltanschauung
. Era el arma secreta de Hitler, un orgullo tan intenso que nada lo mitigaba. Para quienes optaron por creer en ella, la voluntad de poder de Hitler era lo bastante fuerte para vender cualquier obstáculo, por ingente que fuese. Para los fieles del partido como Bruno, la victoria era inevitable; lo único incierto era el cómo y el cuándo alcanzarla.

Más adelante, aquel mismo año, el mundo entero tuvo ocasión de examinar la visión que Hitler tenía del futuro nazi y la fuente de esta confianza. 1926 no sólo fue el año en que Bruno se afilió al partido y a las SA, sino también el año de publicación del evangelio del nacionalsocialismo, Mi lucha. Segundo elemento sólo del carisma de Hitler, era la columna que soportaba al movimiento en sus inicios: «Tuve la oportunidad de estudiar
Mi lucha
de Adolf Hitler. Se confirmó mi opinión de que el libro tenía que ser la biblia de todos los nacionalsocialistas. Cuanto más me enfrascaba en su lectura, tanto más me adhería a la grandeza de los pensamientos expuestos allí. Sentí que estaba eternamente unido a aquel hombre.»
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Voraz consumidor de propaganda política, Bruno fue uno de sus primeros y más ávidos discípulos.

Es un libro justamente denigrado por su mensaje y por la crudeza de su estilo, ridiculizado como un largo crescendo de informe furor vindicativo. No obstante, fue crucial en la gestación de la larga y embelesada adhesión de mi abuelo a la política y la visión del mundo hitlerianas. La lectura de
Mi lucha
resultó a todas luces una experiencia capital para jóvenes nazis como Bruno, que se abalanzaron a afiliarse al partido en los meses siguientes a su publicación. De modo que, un fin de semana, decidí leer yo mismo Mi lucha, para intentar descubrir por qué Hitler era mucho más famoso por granjearse conversos cara a cara que con la palabra impresa.

Me senté, abrí la primera página de una traducción al inglés y empecé a leer. Por más advertido que estuviera, no estaba en absoluto preparado para la experiencia. Durante unas horas incómodas, tuve la desagradable sensación de que viajaba en el metro de Berlín con Bruno hacia la sede central del partido, con la estilográfica y el dinero de la mensualidad en el bolsillo.

Por detrás de su prosa tosca e informe afloraba el contorno feo y oscuro del sueño nazi de Bruno. Fue como tener a Hitler dentro de mi cabeza. De entrada, gran parte del texto sonaba conocido: era como hablaba el propio Bruno. El libro apesta a la misma convicción soberbia con la que mi abuelo armaba todas sus declaraciones, contradiciendo, declamando y reservándose descaradamente la última palabra.

Bruno debió de extraer de
Mi lucha
algunas conclusiones clave. En primer lugar, una servil admiración por la abrumadora fuerza que contiene la prosa. Su tema quizá divaga, pero su volumen ensordecedor nunca disminuye. Desde los primeros párrafos, se trata de guerra camuflada en forma de libro, un largo gesto despectivo que reduce a cualquiera con una opinión diferente al rango de un quejumbroso cretino político. Esta cruda ferocidad demostraba que Hitler no era un mero autor, sino un azote de la insensatez y la podredumbre humanas, dotado del arrojo necesario para despojar al mundo de una manifiesta hipocresía mojigata. La lectura de
Mi lucha
brindó a Bruno la ocasión de blandir él también el mazo de la omnisciencia dogmática de Hitler, así como de exultar por la zafiedad de su lenguaje y sus imágenes ubicuas de putrefacción y decadencia. El efecto primordial que causa es el de una enormidad abotagada, destinada a conferir a sus conversos un altísimo sentido de su propia importancia.

El libro dio a Bruno más que un simple gusto del arrobamiento nazi. Cuantas más páginas leía yo, veía con demasiada claridad cómo intentaba definir lo que era un auténtico nazi: alguien fascinado por ideas que iban mucho más allá de la simple admiración por su franco autor. Pretendía convencer a sus lectores de que eran participantes de una batalla cósmica al servicio de un profeta que quería librar de engaños al mundo.

Una vez que Bruno captó esta idea, ya no sólo estaba leyendo un texto que refería los momentos cruciales de la vida anterior de Hitler; estaba siendo testigo del ascenso de un gigante político. Para un nazi convertido, de todas las pruebas de la clarividencia política de Hitler, la más sublime era su capacidad, proclamada por él mismo, de discernir la verdad de la mentira.
Mi lucha
describía un mundo que había sido dividido en dos campos opuestos: uno lo ocupaban los farsantes, el otro sus víctimas. Había que proteger de sus torturadores embusteros a los alemanes profundamente santificados pero lentos de entendederas. Para Hitler, Alemania estaba en las garras de una falsedad tan grande como la historia, una conspiración de alcance planetario. La conclusión triunfante del libro, que para un nazi como Bruno constituía su punto central, era que esta corrupción y decadencia tenían un solo culpable: «la hidra del judaísmo mundial».
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BOOK: El nazi perfecto
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