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Authors: Martin Davidson

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El nazi perfecto (14 page)

BOOK: El nazi perfecto
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La batalla a la que Bruno pensaba que se estaba sumando sólo tenía dos contrincantes: el Führer, con su monopolio sobre la verdad revelada, contra todo el fenómeno del judaísmo. Los judíos no eran un enemigo ordinario. Por suerte para los nazis, como Bruno y otros muchos similares empezaban a ver, Hitler no era un antisemita común; él y los judíos eran fuerzas iguales y opuestas, enzarzadas en un conflicto permanente, con el mundo entero en juego, el capítulo climático en una guerra racial que se remontaba a dos mil años.

Bruno debió de tragarse todo esto. El antisemitismo hundía sus raíces en la antigüedad, pero Hitler lo estaba remodelando para el mundo moderno. Sustentaba la visión de Hitler un racimo de conceptos fundamentales que se convirtieron en dogmas nazis: «el judío eterno», «la geopolítica», «la supervivencia de los más aptos», «una vida que no merece vivirse», «
Lebensraum
» (espacio vital), todo lo cual fue acuñado a fines del siglo XIX o comienzos del XX y aparece repetidamente en Mi lucha.

Pero había un concepto que sobresalía de todos los demás, y era la idea de lucha o
Kampf
. Por eso Hitler empleó la palabra en el título del libro; le obsesionaba. Era aplicable a todos los seres vivos, desde los virus a los estados-nación. El don final de
Mi lucha
para Bruno era una filosofía, una amalgama de las tres luminarias más influyentes de la época: Darwin, Nietzsche y Wagner. Para Darwin, todos los seres vivos libraban una lucha a vida o muerte de la que no había escapatoria. El fuerte siempre vence, y la victoria le hace todavía más fuerte. Para Nietzsche, la lucha separaba al hombre del superhombre o
Übermensch
. Para Wagner, por el contrario, la lucha definía la totalidad de la creación cósmica, en la que una figura triunfa sobre todas las demás: el ario teutónico. Hitler añadió elementos de cada uno en una mezcla tóxica de eugenesia, planteamiento filosófico y autointerés étnico, produciendo lo que Hugh Trevor-Roper denominó más tarde «una bestial estupidez nórdica».
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Esto es lo que hizo de
Mi lucha
algo más que un bosquejo de las ideas nazis; el libro y su contenido constituían su arma más poderosa. Puede que los nazis se impacientaran con los intelectuales académicos, pero veneraban el poderío de una verdad trascendente. Sin duda no sólo impulsaba su fanatismo; era su concepto más importante, la fuerza motriz de la historia. Por eso el cristianismo había derrotado al imperio romano, a pesar de todas sus legiones. Estar dispuestos a morir por su fe había hecho invencibles a los primeros cristianos. Hitler proclamaba que la idea correcta puede conquistarlo todo; puede transformar el poder rudimentario de las masas en la fuerza irresistible de un
Volk
, de la misma forma que había transformado en Führer a un mero cabecilla. Y Bruno había visto cuajar y cristalizar esta idea en Mi lucha, especialmente en su antisemitismo.

Era evidente que 1926 fue un año muy crítico en la trayectoria de mi abuelo como nacionalsocialista. Fue el momento en que se comprometió en cuerpo y alma con el dirigente del movimiento y los fines ideológicos de su partido. Pero antes de terminar el año se vio sometido a una prueba definitiva.

Para los nazis de Berlín, el año en que se consolidó el partido cobró una forma definida con la llegada de una nueva figura en el aprendizaje político de Bruno, su recién nombrado
Gauleiter
, Joseph Goebbels. Éste había completado su transformación de escéptico con un sesgo izquierdista a un admirador extasiado: «[Hitler] es un genio […] Me estremezco en su presencia. Su modo de ser es como un niño, querido, bueno, compasivo. Como un gato, astuto, inteligente y ágil. Como un león inmenso que ruge majestuosamente
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.» Berlín era la recompensa de Goebbels por haberse aliado con su nuevo amo, pero se hacía pocas ilusiones sobre la magnitud del desafío de desplegar la esvástica en una ciudad cuya población se vanagloriaba de tener tantos miles de comunistas de la línea dura: «Todos quieren que vaya a Berlín como un salvador. Gracias por el desierto de piedra.»
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Empeoró las cosas la repugnancia que el vientre de la capital suscitó en él: «Berlín de noche. ¡Un antro de iniquidad! ¿Y debo zambullirme en él?»
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Poco después de la llegada de Goebbels, en noviembre de 1926, Bruno y unos cientos de militantes nazis fueron convocados en la sede del partido para una arenga lanzada por su nuevo jefe. Primero les recordó la crucial importancia de Berlín para el movimiento: «Quien tiene Prusia tiene el Reich. Y la vía del poder en Prusia es la conquista de Berlín.»
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A continuación formuló un ultimátum: sólo los que se comprometieran plena e incondicionalmente, sin considerar los sacrificios, podrían participar en la magna cruzada. No había sitio para dudas ni escaqueos. Había que purgar el partido de compañeros de viaje, pasajeros y parásitos. De los aproximadamente 1.000 miembros del partido que había en Berlín, 400 captaron el mensaje y se dieron de baja. Bruno no lo hizo. Goebbels distaba mucho de parecer desalentado por haber perdido tantos miembros de un partido ya exiguo, y se apresuró a reunir a los que se habían mantenido firmes: «Hoy somos seiscientos. ¡Dentro de seis años tenemos que ser 600.000!»
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El tiempo le daría la razón.

Hacia finales de 1926, el muchacho de Berlín, de veinte años, a punto de emprender su periodo de formación de odontólogo, podía considerarse parte de un diminuto y absolutamente implacable círculo íntimo de nazis, apenas seiscientos, en una ciudad de casi cuatro millones de habitantes
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. Tenían sus instrucciones. En la Alemania nazi de los años treinta, a las mujeres se las definía por las tres K:
Kinder, Küche y Kirche
(hijos, cocina e iglesia). Pero en los albores de lo que sería la era nazi también los hombres tenían su triple K:
Krieg, Kraft y Kampf
(guerra, fuerza y lucha). La siguiente década fue apodada el
Kampfzeit
, el tiempo de lucha, y Bruno ocuparía su lugar en la primera línea.

COMBATIENTE CALLEJERO, 1926-1933
5

Al igual que a todo nazi después de 1926, a Bruno le empujaba un deseo abrumador: continuar la tarea de conquistar un poder real. Establecidos los argumentos sobre la visión del mundo, las conspiraciones judías y la ideología nazi, había llegado el momento de salir a la calle y mostrar a los alemanes lo que en realidad significaba el nacionalsocialismo. Este cometido recayó más en una organización particular que en ninguna otra: no en el partido, sino en las milicias armadas de las SA. Por el momento, la camisa parda de Bruno resultó más decisiva que su carnet de afiliado.

Las SA reemplazaron el hogar de Bruno. Una infancia a la sombra de unos barracones militares y un periodo con la Jungbund y el Frontbann le habían acostumbrado a la experiencia de la solidaridad masculina cerrada y agresiva. Lo necesitaba. En las SA abundaban los hombres que se regocijaban con su condición de marginados sociales. Por vándalos y matones que hubieran podido ser, ellos se veían como el arquetipo del activismo viril y dinámico, comprometidos con una causa grande e importante
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. El «encarnizamiento» de Bruno en las SA durante los años del
Kampfzeit
, el tiempo de lucha, le marcaron para el resto de su historial como un
Alter Kämpfer
, o «combatiente veterano», de pura cepa, uno de los elogios más codiciados del Tercer Reich. Tenía sólo veintiún años, nunca se había sentido tan importante.

No me sorprendió descubrir que Bruno había pasado su carrera de camisa parda con dos de los más infames batallones que existieron en las SA: el Sturm 33 y, más tarde, su batallón gemelo, el Sturm 31. Con su base en el norte de Charlottenburg, era famoso, incluso para los parámetros de las SA, por sus actos de violencia y sus asesinatos. Bruno vistió el uniforme de las SA durante once años completos y sólo se lo quitó en 1937, cuando se hizo evidente que había mejores puestos para él donde servir a la causa. Su historial en las SA le situó no sólo en la primera línea del peor decenio de violencia urbana, sino también, aunque entonces él no lo sabía, directamente encima de la más notable fisura que se abrió en el movimiento nazi. Las tensiones entre el partido y las SA empeoraron con cada año que pasaba y culminaron en la «Noche de los cuchillos largos», en junio de 1934.

En 1926, sin embargo, las SA sólo tenían una prioridad: ganar la batalla por Alemania, y en especial la batalla por Berlín, sede de todo lo que más despreciaban
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. Tampoco permitieron que su exiguo número de miembros redujese su capacidad para la violencia. Compensaban con ardor ideológico lo que les faltaba en tamaño: «En 1927 di la espalda a los ociosos y me uní a los activos militantes de las SA. Desde entonces participé valientemente en las manifestaciones, portando la bandera del grupo. Durante los años de lucha estuve en muchas salas de reuniones y peleas callejeras contra la amenaza de las chusmas rojas y sus mujeres chillonas», se jactaba un hombre de las SA.
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Goebbels prometió agarrar al «Berlín rojo» por el cuello. La misión de las SA era sencilla: «guerra contra todos los antinacionalistas e internacionalistas; guerra contra el judaísmo, la socialdemocracia y el radicalismo de izquierdas; fomento del malestar interno con objeto de derrotar la Constitución no alemana de Weimar». Esto exigía que las SA estimulasen tanto a sus miembros como su espíritu combativo
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. Bruno sabía ya lo que esperaban de él, que era contribuir a adueñarse de las calles, dominar la ciudad y aplastar toda oposición.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Berlín era una ciudad testaruda. Como sede del gobierno, tenía un interés especial en mantener a la República de Weimar a salvo de los extremistas de ambos bandos. En Berlín vivían los más acérrimos enemigos comunistas de los nazis, surgidos del más de un millón de familias obreras que trabajaban en el vasto interior industrial de la capital. Las más reacias a la penetración nazi fueron las zonas de captación del norte y el este de Berlín.

Los nazis abominaban de Berlín, no sólo por cuestiones políticas. Su fama de capital de tolerancia de Europa
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y la talla mundial de su comunidad de artistas de vanguardia se les atragantaba como una afrenta a la moralidad
völkisch
. La ciudad era conocida en todo el mundo por su arte expresionista, sus cabarés, bares de gays, diseño Bauhaus y revistas de desnudos, pero sobre todo por el sexo asequible, y gozaba de la reputación de ser «una ciudad sin vírgenes. Ni siquiera [lo eran] los cachorros de gatos y perros».
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Bruno no tenía empacho en despreciar la distintiva alta cultura modernista berlinesa, a la que, al igual que la mayoría de los nazis, consideraba voluntariamente oscura, judía y sediciosa. La depravación de Berlín era más problemática. Por una parte, nunca se sentía más a gusto que en los bares bulliciosos de los barrios pobres de Berlín. Se tomaba muy en serio sus placeres, que no eran muy refinados. Pero ello no le impidió ni a él ni a sus camaradas de las SA distinguir su propio hedonismo del de otros berlineses, sobre todo cuando se trataba de cuestiones de evidente desviación sexual, como sucedía en tantos casos. De todas maneras, las SA se entregaban a su insaciable apetito de alcohol y al placer arrogante de prometer que limpiarían las cloacas morales de la ciudad.

Goebbels disponía apenas de unos 2.000 hombres, incluido Bruno; pero aquello no iba a ser una guerra encubierta. Nadie conocía mejor que Goebbels el modo de librar esas refriegas en que la mala fama y los titulares eran tan importantes como las cifras de bajas. Enseñó a sus escasas huestes de las SA a actuar a lo grande, convirtiendo sus tropas de asalto en una fuerza intimidatoria: «La imagen de un gran número de […] hombres de uniforme y disciplinados marcando el paso […] impresionará profundamente a todos los alemanes […] si grupos enteros de personas, de una forma organizada, arriesgan el cuerpo, el alma y sus medios de vida por una causa, tiene que ser forzosamente buena y legítima.»
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Bruno y sus camaradas de camisa parda pronto fueron un rasgo amenazador y ubicuo de la vida urbana. Harry Kessler se fijó en ellos por primera vez en 1925, parados en las esquinas con aire amenazante: «En la Potsdamer Platz, unos pocos muchachos portando la esvástica, con gruesas porras y rubios y estúpidos como jóvenes toros.»
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Para conquistar Berlín había que romper cabezas. Las SA habían perfeccionado el arte de desfilar por el corazón de los barrios obreros de Berlín hostigando a los residentes comunistas, y Bruno no tuvo que esperar mucho para ponerlo en práctica. El 14 de noviembre de 1926 se unió a una formación de doscientos ochenta matones de las SA que desfilaban por las calles de Neukölln, una barriada comunista del Berlín obrero. La marcha, que culminó en Hallesches Tor, desencadenó una serie de virulentas reyertas que dejaron malheridos a trece militantes nazis. Fue celebrada como un triunfo propagandístico.

Batallones de gorilas de las SA patrullaban periódicamente las zonas comunistas, donde no tardaron en enzarzarse en furiosos altercados: «Nos recibió un clamor tremendo; llegó volando por los aires una lluvia de piedras, botellas, basura, orinales llenos. Las mujeres, sobre todo, estaban enloquecidas, brincaban y chillaban, nos escupían, nos mostraban el trasero.»
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Este alboroto llegó a ser rutinario. «Ninguno de nosotros se libró de recibir un golpe con una silla o una jarra de cerveza […] Nuestro lema era siempre “¡Alemania, despierta!”», se regodeaba un sonado nazi berlinés.

Zurrar a los comunistas era gratificante, pero ineficaz si nadie se enteraba. Los nazis necesitaban las candilejas de los titulares nacionales, y en enero de 1927 Goebbels y las SA adoptaron nuevas tácticas encaminadas a proporcionarlos. Bruno empezó a asistir a estruendosos mítines políticos celebrados en salas y auditorios en medio de zonas comunistas. Funcionaban como un reloj. En primer lugar, los nazis invitaron a oradores simpatizantes a que fueran a incitar a un público atestado de brazaletes nazis. Luego se recostaron a esperar que los vecinos enfurecidos estallaran y empezaran a interrumpir, momento en el cual se armó la gorda. La primera de estas reuniones tuvo lugar en Spandau, en el extremo oeste de la ciudad, un semillero berlinés de comunistas.
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