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Authors: Martin Davidson

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El nazi perfecto (24 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Cientos de facultativos judíos fueron despedidos de sus puestos. En Berlín, la Reichsverband de Bruno fue la encargada de destituir a los dentistas judíos. Los que se negaron a abandonar su oficio fueron sometidos a una difamación denigrante: «Los médicos no judíos no se inhibieron a la hora de destruir a competidores… las medidas contra los médicos pronto se aplicaron también a los dentistas, que fueron objeto de campañas de desprestigio en las que se usaron fotografías de instrumental sucio y consultas sórdidas. Uno de ellos, el profesor Heinz Moral, de Rostock, autor del más sobresaliente manual de diagnóstico dental, se suicidó después de ser expulsado de su cátedra.»
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Aparte de estas campañas y despidos, los médicos judíos también fueron víctimas de una persecución burocrática que constituía la impronta del Estado nazi. A los dentistas judíos les apartaron de la profesión excluyéndoles del complejo sistema de financiación privada y estatal que les pagaba sus sueldos. Como dentista en ejercicio, Bruno había recurrido a una amplia gama de formas de pago: dinero del Estado, de entidades benéficas, de mutualidades médicas. Ahora, como jefe de la asociación de sus colegas, se ocupó de que se les negara a los judíos todas estas fuentes esenciales de ingresos. Como escribió Victor Klemperer en su diario, era un presagio aciago para el futuro. «La súbita exclusión de los médicos no arios de los seguros médicos» le llenó de alarma; lo interpretó como una prueba más «de que están apretando las clavijas a los judíos de Alemania».
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Klemperer tenía motivos para preocuparse. La reestructuración del sistema de asistencia sanitaria tenía repercusiones que procedían de las entrañas malévolas de la política nazi. En recónditos y despiadados rincones burocráticos de todo el Estado hitleriano, hombres como Bruno se ocupaban de cuestiones que conducirían a los resultados más aciagos posibles. ¿Qué salud era la más valiosa para el pueblo? ¿A quién había que proteger y cuidar como racial y socialmente útil? ¿Quién, por otra parte, no tenía nada que aportar? ¿Quién, por razones de raza, de comportamiento, de capacidad, estaba efectivamente descalificado para participar plenamente en el futuro del Reich? Pocos debates eran tan cruciales o tan rutinarios como éste en el Tercer Reich. Había formas diferentes de preguntarlo: ¿cuánto más vale una vida que otra?

Reflexionar sobre estas materias —y encontrar modos de plasmar sus consecuencias en directrices obligatorias— era lo que hacían todo el día hombres como Bruno. Eran la vanguardia administrativa de una política que realmente reescribía los fundamentos que sostenían toda la moralidad occidental; pasaron a ser los escoltas burocráticos del mal. Los nazis habían iniciado su régimen politizando la medicina: habían excluido a los racialmente descalificados para ejercer y habían obligado prácticamente a los médicos, dentistas y farmacéuticos a convertirse en nazis militantes si querían conservar sus empleos, y no digamos prosperar. Como jefe de la asociación de dentistas de Berlín, Bruno no sólo se benefició personalmente de estos cambios, sino que desempeñó un papel destacado y activo al implantarlos en toda la capital. Pero al hacerlo, él y las personas como él fueron también responsables de una modificación de la mentalidad aún más profunda. Los nazis habían medicalizado la política. En lo sucesivo, ambas cosas eran inseparables. Todas las cuestiones de Estado —no sólo las relativas a hospitales y consultorios— se planteaban con arreglo a este principio biológico central, y respondían al mismo. El derecho a la salud y el bienestar —en realidad, el propio derecho a la vida— ya no se consideraba un valor humano absoluto. Por el contrario, las personas cualificadas por su competencia profesional y ética tenían que evaluar, analizar y decidir quién era apto para gozar de ese derecho. Como burócrata y médico, Bruno era el ejemplar perfecto para esta función.

También en el ámbito doméstico la vida de Bruno avanzaba a un ritmo considerable. Él y Thusnelda, que llevaban más de tres años casados, tuvieron su primer hijo en la primavera de aquel año, una niña a la que entusiásticamente pusieron el nombre
völkisch
de Gudrun (como Himmler había llamado a su primera hija). El aumento de sueldo (que ahora era de más de 450 marcos al mes, no una fortuna, pero sí un salario confortable) le permitió mudarse con su familia a un piso más grande en la Berliner Strasse (hoy Otto-Suhr-Allee), en el corazón de su barrio favorito de Charlottenburg. Thusnelda, por su parte, era ya miembro de la asociación nazi de mujeres alemanas. Su hermano Ewald había seguido los pasos de Bruno y lucía con orgullo la camisa parda de las SA. Ida, la madre de Thusnelda, que seguía siendo en gran medida la matriarca de la familia, mantuvo su consulta de dentista, algo muy heterodoxo para una respetable mujer casada. Le gustaba organizar veladas mundanas de alto vuelo en las que sus amistades más influyentes tenían ocasión de comentar los temas de actualidad. Tenía una extensa red social y se sentía totalmente a gusto en la nueva Alemania, con su rigurosa preocupación por adaptarse y trabajar duro. El segundo marido de Ida, el oficial del ejército Friedrich, trabajaba entretanto en el Reichswehr, tratando con los fabricantes de armas (gracias a su título de ingeniero) y ayudando a que el ejército eludiera las condiciones que le había impuesto el Tratado de Versalles. A manera de muestra de lo encumbrados que estaban los Langbehn en 1936, la amiga íntima de Thusnelda, Gisela, ganó una plaza en una reñida competición a escala nacional para actuar en un espectáculo de danza rítmica en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Berlín. Fue el apogeo del orgullo nazi, cuando el resto del mundo acudía al país para admirar una versión brutalmente aséptica de los logros de Hitler. Bruno y su familia más próxima tenían muy a gala defenderlos.

¿Qué más podría haber deseado Bruno? Todas las facetas de su vida —la personal, familiar, profesional o política— habían asimilado y rentabilizado los primeros cuatro años del Tercer Reich, excepto una que debió de dolerle en lo más vivo. Bruno encajaba perfectamente en la nueva Alemania: y ahí estaba el problema. Lo mismo les ocurría a decenas de millones de compatriotas suyos. Durante más de un decenio, había disfrutado de su pertenencia a una minoría nazi de élite, los afiliados tempranos. Ahora todo el mundo intentaba entrar en el partido; de hecho, había tantos candidatos que hubo que suspender temporalmente las nuevas afiliaciones para que el partido no se paralizase. El culto al Führer estaba en pleno y frenético desarrollo y atraía a grandes contingentes de la población alemana. Lo que antes había sido algo selecto era ahora la corriente dominante. Esto amenazaba con despojar a Bruno de su distinción más preciada y celosamente custodiada: el prestigio del veterano. Ser un nazi ordinario era lo último que hubiera querido, pero justamente se estaba convirtiendo en eso, a menos que actuara rápida y decisivamente.

A estas alturas, ni siquiera su uniforme de las SA garantizaba una posición encumbrada a los ojos de sus compatriotas. Por más ahínco que él y otros camaradas hubieran puesto en rehabilitarse después del caso Röhm, no les había servido de nada. Las SA eran una fuerza extinta, reducida a tareas ínfimas como enviar matones a reuniones y repartir octavillas
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. Por sí mismo, este hecho podría haber sido intrascendente. Pero Bruno estaba mejor informado. No había «gente del montón» en la Alemania nazi: o pertenecías al agasajado círculo íntimo, donde se distribuían los puestos principales, o eras un don nadie, una coyuntura que Bruno no estaba dispuesto a padecer. Había aprendido demasiado bien la lección más importante del Tercer Reich para cometer un error semejante.

Más allá de la unidad social ilusoria de la
Volksgemeinschaft
(comunidad popular), veía claramente que el sistema sólo recompensaba una cosa: el instinto predatorio. Prosperaban los dispuestos a explotar a toda costa a los otros. La copiosa e incesante propaganda de Goebbels predicaba de boquilla las virtudes del mérito y de una sociedad sin clases, pero lo que realmente movía al Tercer Reich era su voraz capacidad de enfrentar entre sí a los seres humanos. Los únicos vínculos que contaban eran la cercanía al poder y la dominación del prójimo; todo lo demás —la compasión, la reciprocidad, la colaboración— era superfluo. Las SA ya no tenían utilidad para Bruno, y tendría que librarse de ellas.

Pero no sólo el interés personal dictaba sus aspiraciones; también había un ferviente idealismo. El caos y hasta la anarquía administrativa que caracterizaba la política nazi
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ocultaban una verdad singular: a pesar de todas las rencillas y luchas intestinas, el Tercer Reich avanzaba en una dirección clara y aterradora, impulsado por Hitler y la creciente evidencia de sus objetivos últimos, metas para las cuales los éxitos de los cuatro años anteriores no eran sino el comienzo.
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Como nacionalsocialista comprometido a largo plazo, Bruno estaba decidido a no quedarse rezagado y participar en aquella cruzada futura.

A Hitler le atormentaban tres ambiciones aún incumplidas que nacían del «meollo de sus ideas» y de las que ni siquiera los dones del poder podían desviarle
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. Prioritario en la lista de tareas urgentes que aún no se habían realizado era el desenlace de la Primera Guerra Mundial, cuya afrenta todavía no había sido vengada. Veinte años habían transcurrido desde la ignominiosa derrota, pero la herida no había cicatrizado. Alemania sólo recobraría la grandeza que le correspondía cuando hubiera vencido a Francia y Gran Bretaña y se hubiese anulado el Tratado de Versalles.

En segundo lugar estaba la vocación de un imperio, que se intensificó a medida que se consolidaba el control de Hitler sobre Alemania. Dominada la patria, era inevitable que empezase a mirar más lejos. Hitler nunca abandonó su obsesión de un vasto
Lebensraum
en el Este que, una vez adquirido, convertiría a Alemania en la dueña de Europa durante generaciones. Toda la actuación de Bruno en la política del nacionalismo de derecha se había basado en estas dos premisas cruciales y los sueños de éxito futuro que habían generado. La
Gleichschaltung
(unificación) y la prosperidad material no compensaban un porvenir alemán donde estos imperativos categóricos siguieran sin resolverse. Era una verdad tanto para Hitler como para los fanáticos semejantes a Bruno. El Tercer Reich se realizaría sólo cuando hubiera borrado el recuerdo de la Primera Guerra Mundial y Alemania dominase todo el continente.

Lo que hacía especialmente terroríficas estas aspiraciones era que en el país sólo había un líder capaz de promoverlas: Hitler, por grande que fuera la apuesta o las consecuencias del fracaso. El maléfico genio del Führer era capaz de convencer a sus seguidores de que asegurar un destino militar e imperial era nada menos que una misión divina, y de que únicamente él poseía la fuerza de voluntad y la visión necesarias para conseguirlo.

Había, sin embargo, una tercera directriz que le obsesionaba aún más que la guerra o el imperio, y que resultaría la más catastrófica de todas: qué hacer con los judíos alemanes. Él no tenía un plan específico para solucionar este problema, pero ello no le impedía creer que Alemania vería frenada su búsqueda de grandeza mientras quedara un solo judío vivo dentro de sus fronteras.

Para los nazis a ultranza, el antisemitismo era mucho más que odio racial: era el artículo de fe que definía el nacionalsocialismo e impregnaba —y corrompía— todos los aspectos del Tercer Reich. En 1935 Bruno desfiló en la concentración anual de Núremberg, como había hecho el año anterior. En 1934 había contribuido a homenajear al nuevo Führer, pero en 1935 el propósito del mitin era muy distinto. El plato fuerte no fueron las cámaras de Leni Riefenstahl, sino algo mucho más pernicioso: el orgulloso anuncio de las llamadas «leyes de Núremberg», una legislación antisemita encaminada a aislar a los judíos, despojándoles no sólo de la nacionalidad alemana, sino de todas las demás protecciones jurídicas. El 17 de septiembre, Klemperer anotó en su diario: «El Reichstag ha aprobado en Núremberg las leyes sobre la sangre y el honor alemanes: prisión para el matrimonio y las relaciones extraconyugales entre judíos y “alemanes”.» Unos meses después, sardónicamente escribió la justificación que daba Hitler de su demagogia: «No soy un dictador, me he limitado a simplificar la democracia.»
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Esto era la médula de lo que significaba ser un nazi, mucho más que la parafernalia de uniformes, saludos a Hitler e instituciones «coordinadas». La invectiva antisemita había sido la base de toda la carrera política de Bruno, inflexiblemente sostenida por los nazis como si fuera algo más que un mero prejuicio. Los antisemitas apelaban a la autoridad de la ciencia moderna para «justificar» su odio racial
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, así como a una serie de expertos en arte, cultura y política que miraban a los judíos con hostilidad y recelo.
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Según el tópico nazi, los judíos eran infrahumanos y a la vez superhumanos:
Untermenschen
(infrahombres) subdesarrollados y degenerados pero también superevolucionados, cosmopolitas sofisticados que controlaban sin esfuerzo la infraestructura del mundo moderno.
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Las huellas de la nefasta influencia judía eran omnipresentes en la mente de los nazis como Bruno. Cada vez que escribían a sus bancos, pagaban el alquiler, compraban en los nuevos grandes almacenes, escuchaban —a desgana— música norteamericana, encontraban referencias a la teoría de la relatividad de Einstein o discutían las contradicciones del capitalismo, estaban convencidos de que habían topado con el espectro del judaísmo internacional. Veían su marca por todas partes; aseguraban que detectaban la huella dactilar judía cuando examinaban con el microscopio el comportamiento de las bacterias o cuando contemplaban el primitivismo irregular del arte moderno; los judíos financiaban a los militantes izquierdistas que pegaban carteles, y también peligrosos disparates como el pacifismo o el feminismo.

Si tal era el diagnóstico, la «cura» no podía ser más previsible. La hostilidad hacia los judíos pronto lo abarcó todo, desde los actos cotidianos de desprecio hasta el hostigamiento, la intimidación física y una implacable demonización en letra impresa y películas. El «sano sentido de la justicia de todos los alemanes» se invocaba repetida y santurronamente, mientras que Victor Klemperer, con su finísimo oído para los matices de la jerigonza nazi, en 1938 anotó sarcásticamente, a raíz de que le hubieran rescindido, por judío, su permiso de conducir: «Los judíos no son fiables y, por consiguiente, dejarles que conduzcan también ofende a la comunidad viaria alemana, sobre todo cuando tienen la presunción de utilizar las autopistas del Reich construidas por las manos de obreros alemanes.»
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