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Authors: Martin Davidson

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El nazi perfecto (22 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Más memorable, sin embargo, fue vestir el uniforme completo y participar en el gran espectáculo que se había convertido en sinónimo del nazismo: la coreografía de vastas columnas desfilando, cientos y cientos de miles de hombres con casco y en formación perfecta, como un maremoto de rostros anónimos. Para alguien que se había pasado la vida embriagado por la parafernalia del poder militar, aquello fue extenuante, pero maravilloso. Botas, casco, cuero lustroso, un potente emblema de la fuerza movilizada de las legendarias tropas de asalto. Allí por fin encontraba Bruno el espíritu de su amado Ernst Jünger, embelesado por la carnicería del frente occidental y vuelto a la vida de un modo inmaculado y formidable.

Pero aquel año había incluso un aliciente aún mayor para que Bruno desfilase exultante, se irguiera lo más alto posible en la plaza de armas e interpretase su papel para convertir a una multitud de centenares de miles de soldados en un vasto cuadro vivo. Aquel año se filmó la concentración. Por monumental que fuera, no era suficiente para saciar el ansia de inmortalidad de Hitler, especialmente en su nueva etapa del «Reich milenario». Entre los monumentos más importantes se cuentan los de celuloide. Alemania estaba enamorada de la gran pantalla y su extraordinaria novedad técnica; la reciente introducción de sonido grabado era la última de una larga serie de innovaciones. Ya a principios de los años treinta había cines en todo el país. Las películas transmitían emociones nacionales incluso mejor que la palabra escrita, un hecho que Goebbels comprendió perfectamente. Hitler decidió filmar la concentración.

Bruno, que no era ajeno a los ambientes de la vida nocturna berlinesa, amante del cine y desde siempre interesado por las mujeres, conocía muy bien el nombre de la ex bailarina convertida en actriz y directora a la que habían confiado el trabajo de plasmar todos aquellos torrentes de oratoria y desfiles con paso de ganso en una imagen épica de un país en marcha: Leni Riefenstahl. Esta berlinesa sensacional, con su aspecto glamouroso y su ambición inflexible, había recibido el encargo de crear una obra maestra cinematográfica glorificando al régimen, de la misma forma que columnas triunfales y arcos de la victoria habían celebrado otros anteriores. Aceptó el desafío con su arrogancia imperiosa, un presupuesto ilimitado y más de una docena de los mejores cámaras alemanes, en lo que llegó a ser la retransmisión exterior más grande del mundo. La escala era la especialidad de Riefenstahl; sabía que en la pantalla estaba el escenario más espacioso posible; captaría el dinamismo, no sólo la magnitud, del despertar de masas que suponía el nazismo.

Leni Riefenstahl se había hecho un nombre protagonizando y dirigiendo una serie de las denominadas «películas de montaña», melodramas rimbombantes ambientados a miles de metros por encima del nivel del mar, y que aunaban una fotografía vertiginosa con argumentos ramplones
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. Fue su genio el que transfirió este vocabulario a las concentraciones. Hitler era ahora la cumbre a la que aspiraba su cámara suspirante, en vez del Zugsptize, el pico más alto de Alemania. Sustituyó las grietas, los cañones, las cúspides y las laderas de granito de los Alpes por las imágenes de hombres de uniforme, y las tomas aéreas transformaron la extensión visual de la plaza de armas de Núremberg en una combinación insólita del Circo Máximo de
Ben Hur
y un paisaje de Casper David Friedrich. La arquitectura de Speer, con su mármol reluciente y su granito brillante, constituía para ella una visión viva de Esparta, el lugar de encuentro ideal para cuerpos, armas, llamas y reuniones. Ningún otro cineasta podía contar con un ejército de extras tan amplio y disciplinado —los cientos de miles de hombres como Bruno, resueltos a hacer memorable aquel evento— ni con una estrella de un carisma tan trascendental como el nuevo Führer de Alemania. Las concentraciones anteriores habían escenificado el espectáculo de la adulación de las masas, pero la de 1934 desplazó los focos hacia la almenara del propio Hitler. Utilizó primeros planos de la cara severa y ceñuda del Führer para describir a un líder elevado por encima de la simple esfera política.

Pasaron meses, no obstante, hasta que pudo verse el resultado de los pasmosos esfuerzos de la directora: la película se estrenó el 29 de marzo de 1935. Como Bruno era un miembro destacado del partido y había asistido a la concentración, cabe presumir que era muy improbable que no estuviera presente en el estreno. Al apagarse las luces, supo que estaba a punto de saborear la suprema experiencia cinematográfica de la vida nazi. Con un metraje de dos horas y veinte minutos, era y sigue siendo uno de los hitos definitorios de la megalomanía fílmica.

Llegué a conocer muy bien esta película porque en 1993 convencí a la BBC de que la proyectara, como una respuesta a la publicación reciente y muy publicitada de la autobiografía de Riefenstahl,
Memorias
. Filmé un documental introductorio de cuarenta minutos y mezclé clips de la película con entrevistas a historiadores, cineastas y comentaristas. Pasé muchas semanas, en una versión miniaturizada del propio trabajo de Riefenstahl, sentado a una mesa de edición del West End de Londres, viendo una y otra vez
El triunfo de la voluntad
para explicar qué tipo de película era, al tiempo que buscaba el nicho que merecía ocupar en la historia del cine. Caí en la cuenta de lo extraño que me resultaba ver la película entera después de haberme acostumbrado a fragmentarla en busca de imágenes y secuencias. Es evidente que la autora pretendía que proporcionase una fascinación puramente visual. De ahí que me sorprendiera tanto descubrir que al lado de cada toma cuya «repulsiva magia»
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nos asombra había muchos momentos de auténtica y singular incompetencia.
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Es también una obra muy informe: nadie que la vea ahora sería capaz de recordar ni por asomo el orden de las secuencias ni tampoco cómo termina. Claro que esto era lo que menos importaba al público del estreno, que buscaba brillo, no perspicacia.

Por entonces yo ignoraba que mi abuelo había participado de algún modo en aquello. Nunca se me había pasado por la cabeza que él podría haber sido uno de los rostros adustos de los hoplitas de las SS que desfilan en las formaciones interminables de la película. Cuando la veo ahora experimento algo muy distinto. Ahora trato de verla a través de los ojos de Bruno, tal como debieron de verla aquella noche de finales de marzo. Al hacer esto se aclara la intención de Riefenstahl de rodar lo que más tarde describía como «mi película de paz».

Al igual que el Führer, es una obra que no parece tener un «programa»
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específico. Lo que muestra, en cambio, y lo que emocionó tanto a sus primeros espectadores adeptos, era la imagen abrumadora del Estado fascista funcionando como una maquinaria bien engrasada: la unidad fusionada con la jerarquía, el gran líder que personifica y al mismo tiempo configura la voluntad nacional, las masas congregadas que sienten el poder de su fuerza colectiva en el momento preciso en que están renunciando a toda su autonomía. Ante todo, la película retaba a sus espectadores a resistir la fuerte e irresistible invitación: ¡Vamos, desfila con nosotros! Me imagino el exultante pavoneo con que Bruno debió de salir del cine.

Naturalmente, por estimulante que le pareciera la proyección, no hacía más que simbolizar lo que él ya sabía. Hasta su propósito ulterior —cerrar la brecha existente entre el partido y las traumatizadas SA— era algo en lo que él llevaba largo tiempo trabajando.

Para un soldado de asalto tan ambicioso como Bruno, hacia finales de 1935 la historia de Röhm era agua pasada. Por desgracia, también lo eran las SA. Su poder disminuía cada mes. Salir simplemente de la marginación y reconciliarse con la jefatura del partido podría haber sido una aspiración suficiente para un recluta, pero no para Bruno. Sin duda odiaba ver lo bajo que había caído la estrella de las SA. Repasando diversos papeles adjuntos a su historial individual, descubrí un documento extraordinario, una declaración que dibujaba un cuadro impresionante de la desesperación con que quería desvincularse de las SA y la resolución implacable con que se dispuso a hacerlo. Al igual que su currículum vitae de SS, estaba escrita de su puño y letra y en consecuencia ofrecía una instantánea nítida del nazi que había llegado a ser.

Este nuevo episodio en la carrera de Bruno no era una repetición de los motines y escisiones de los años de Stennes y Röhm, cuando los que estaban a la izquierda del movimiento nazi habían perseguido un grado mayor de socialismo en la política de Hitler. De hecho ocurría lo contrario. A lo largo del Tercer Reich, la corrupción, el amiguismo y la especulación crónica se habían vuelto endémicos. Era el lado oscuro de la opulencia del nuevo orden político en un régimen que creía que la fuerza era legítima y que el objetivo del poder era disfrutar de todos sus privilegios. Hubo nazis, por supuesto, que se propasaron. Un fanático como Bruno, sin embargo, se quedó consternado. Parece que estableció una distinción entre la legítima recompensa por años de lealtad y sacrificio y el hecho de ponerse las botas. Adoptó como emblema de un verdadero fanático negarse a pasar por alto la inmoralidad, incluso dentro de las filas de su propio batallón, una actitud heredada de los meses de servicio en el tribunal de honor de las SA. Éstas debían desvivirse por volver a ser las huestes incorruptibles del imperio hitleriano. De no ser así, todo habría terminado para las tropas de asalto. En 1936, Bruno tuvo la oportunidad de ser fiel a esta idea y se convirtió en un soplón de las SA.

La víctima de esta vigilancia que ejerció como un ave rapaz fue un tal Heinrich Rohmeyer, un compañero oficial del Sturm 31 al que conocía desde hacía años. Era un bocazas exultante, pero en el batallón se le consideraba un personaje «útil». Lo que llamó la atención de Bruno fue su estentórea conducta en la taberna Zur Altstadt, también llamada la Robert Reissig por el nombre del dueño. Heinrich afirmaba que estaba en el paro pero gastaba grandes cantidades de dinero, invitando a muchas rondas de bebidas y cigarrillos. Convencido de que había algo raro en aquel hombre, de que era claramente un vivales, decidió someterle a vigilancia. «Desconfié enseguida de su generosidad y no me creía sus aventuras en el extranjero. Por eso empecé a observarle.»
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Transmitió estas sospechas a su superior, el Sturmbannführer Feldmann, nuevo jefe del Sturm 31, quien le animó a seguir con sus pesquisas.

La actividad individual de Bruno pronto se extendió más allá de las SA, y al irse aficionando a su tarea se puso en contacto con viejos «camaradas del partido» que ahora trabajaban en la Gestapo y el Servicio de Seguridad. El expediente de Rohmeyer fue engordando a medida que se recopilaban e investigaban las acusaciones contra él. Al final Bruno no tuvo más remedio que abordar el asunto con el superior inmediato de Rohmeyer, el Standartenführer Hahn, a quien conocía desde los tiempos del Frontbann. Pero aquí Bruno se estrelló contra un muro. Hahn ni siquiera intentó negar que Rohmeyer fuese un personaje turbio. Pero «olvídalo», le dijo a Bruno. «Rohmeyer nos es muy útil, no quiero que nadie le toque.» Resultó que su «talento especial» consistía en su capacidad para «adquirir materiales útiles», y Hahn no quería que le hiciesen demasiadas preguntas, y menos que se las hiciera un compañero ultrafanático que pretendía demostrar algo. La conclusión fue obvia para Bruno: Rohmeyer era una especie de malversador y su viejo amigo Hahn hacía la vista gorda o, lo que era más probable, estaba conchabado con él.

Otros expedientes de los archivos cuentan la historia completa. Rohmeyer se había encargado de reformar el nuevo cuartel general del regimiento en la Kastanienallee 1, una villa suntuosa pero en ruinas en un barrio elegante del centro de Berlín. El coste de las obras había sobrepasado el presupuesto original. Entretanto Rohmeyer, aunque oficialmente en el paro, era transportado a su casa en su propia limusina y nunca andaba escaso de dinero. Lo que empezó siendo una mera «compra» de materiales de construcción había desembocado rápidamente en la apropiación de «donaciones» económicas, y no tardó en embolsarse miles de Reichsmarks. Todo esto era parte de un chanchullo mucho más amplio que incluía a un cómplice en el Ministerio del Aire, y esta conducta era justamente la que tantos miembros de las SA consideraban una prerrogativa del poder y que Bruno estaba decidido a denunciar. Claro está que le tenía sin cuidado que la villa de la Kastanienallee hubiera sido el lugar donde se cometieron numerosas atrocidades durante los meses de terror, en 1933. Aquello era rutina cotidiana. El delito real, el que exigió un año de investigación activa, meses de tribunales y cortes marciales SA y, por último, un juicio penal, consistía en la apropiación indebida de 15.000 Reichsmarks y algunos materiales de construcción.

Desgraciadamente para Rohmeyer y para su jefe Hahn, la jerarquía de las SA, en su afán de proteger su reputación ante el partido, compartió el criterio de Bruno sobre sus actividades y cuando el caso llegó finalmente al tribunal de honor les declararon culpables. Las SA concluyeron que Rohmeyer había, en efecto, «infringido la disciplina» del cuerpo y le expulsaron de sus filas. Fue un desenlace triunfal para la tenacidad de Bruno. Su rectitud había prevalecido sobre la solidaridad creada en el Sturmlokal y consolidada por la bebida, las bravatas y una atmósfera en la que se sentían por encima de la ley. Se impuso el fanatismo nazi. Bruno fue doblemente reivindicado, no sólo porque sus sospechas habían sido certeras, sino porque se había opuesto a la corrupción, consideraba que las propiedades nazis primaban sobre el comportamiento de sus compañeros del batallón y demostró a los servicios de seguridad que era un investigador sereno, tanto en sus palabras como en sus hechos. A Rohmeyer le aguardaba algo peor. En cuanto las SA juzgaron su caso, lo pasaron a los tribunales penales, donde pronto fue sentenciado por malversación y condenado a más de dos años de cárcel.

Con todo, hay una pizca de remordimiento en los documentos de Bruno. Debió de haber sido consciente de que sus acciones proyectarían una luz aún más nociva sobre las SA; también se daría cuenta de que había contribuido a la caída de Fritz Hahn, su antiguo colega y mentor. Intentó, por tanto, limitar el impacto añadiendo una apostilla a su declaración en la que expresaba su admiración de mucho tiempo por la conducta castrense e irreprochable de su antiguo camarada. Bruno siempre había pensado que Hahn era «íntegro y sincero», que «causaba la mejor impresión como persona», tal como escribió en el párrafo final de su declaración bastante comedida. Pero no sirvió de nada. También Hahn fue expulsado de las SA y evitó por poco la cárcel. Por suerte para él, el tribunal le concedió el beneficio de la duda; llegaron a la conclusión de que, como «veterano», no había participado activamente en el grave delito de Rohmeyer, sino que había sido engañado por éste. Bruno lamentaba ver salpicada la reputación de su jefe, pero era inevitable. Se había visto impelido a actuar. Había hecho lo correcto y al hacerlo había servido a la causa nazi.

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