Authors: Katherine Neville
En efecto, vi que Nim había escrito seis números. Me puse muy nerviosa.
—¡Es el número de teléfono de Minnie! —exclamé—. Podríamos llamarla y preguntar…
—No —me interrumpió Wahad—. No es su número de teléfono, sino el mío.
—¡Tuyo!
Lily y el florista nos miraban. Mi amiga se levantó y se encaminó hacia nosotros.
—Eso no prueba…
—Prueba que alguien sabe que yo puedo encontrar a la dama —dijo el crío—. Pero no lo haré, a menos que sepa las palabras exactas.
Cabrón testarudo. Estaba maldiciendo para mis adentros a Nim por ser tan críptico cuando de pronto se me ocurrió. Otra obra de Chaikovski con nueve letras… al menos, en francés. Lily acababa de llegar a nuestro lado cuando cogí a Wahad por el cuello de la camisa.
—¡Dame Pique! —exclamé—. ¡La reina de picas!
Wahad me dedicó una sonrisa de dientes torcidos.
—Eso, señora —dijo—. La Reina Negra.
Aplastando el cigarrillo en el suelo nos indicó por señas que cruzáramos Bab el Oued y lo siguiéramos al interior de la casbah.
Wahad nos hizo subir y bajar por calles empinadas que yo jamás hubiera descubierto sola. Lily jadeaba y resoplaba detrás de nosotros, y al fin decidí coger a Carioca y meterlo en mi bolso para que dejara de gemir. Después de media hora de dar vueltas por sinuosas callejas y doblar esquinas llegamos a un callejón sin salida con altas paredes de ladrillo que impedían entrar la luz del sol. Wahad esperó a que Lily nos alcanzara y yo sentí de pronto un escalofrío. Tenía la impresión de haber estado allí antes. Después comprendí que el lugar se parecía al sueño que tuve la noche que dormí en casa de Nim, cuando desperté bañada en sudor frío. Estaba aterrorizada. Me volví y cogí a Wahad por el hombro.
—¿Adónde nos llevas? —exclamé.
—Síganme —dijo, y abrió una pesada puerta de madera medio escondida en la gruesa pared de ladrillos.
Miré a Lily y me encogí de hombros; después entramos. Había una escalera oscura que cualquiera habría pensado que conducía a una mazmorra.
—¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo? —pregunté a Wahad, que ya había desaparecido en la oscuridad.
—¿Y cómo sabemos que no van a secuestrarnos? —me susurró Lily mientras empezábamos a bajar por las escaleras. Había apoyado una mano en mi hombro, y Carioca gemía suavemente en mi bolso—. He oído decir que las mujeres rubias se venden a precios muy altos en el mercado de esclavos…
Pensé que, si los compradores se basaban en el volumen, por ella pagarían el doble.
—Cállate y deja de empujarme.
Lo cierto es que yo estaba asustada. Sabía que sola nunca podría encontrar el camino de salida.
Wahad nos esperaba al pie de la escalera, y choqué con él en la oscuridad. Lily seguía apoyada en mí, mientras oíamos cómo el pilluelo accionaba un picaporte. La puerta se entreabrió y vimos una luz muy tenue.
Nos condujo por un sótano grande y oscuro donde una docena de hombres sentados en cojines jugaban a los dados. Mientras atravesábamos la habitación llena de humo, algunos nos miraron con ojos turbios. Pero nadie trató de detenernos.
—¿Qué es ese olor asqueroso? —murmuró Lily—. Es como carne en descomposición.
—Hachís —susurré mirando las grandes pipas de agua que había por toda la estancia, y a los hombres que chupaban los tubos y lanzaban los dados de marfil.
Dios mío, ¿adónde nos había llevado Wahad? Lo seguimos hasta la puerta del fondo y subimos por un pasaje empinado y tenebroso hasta la parte trasera de una pequeña tienda. Esta estaba repleta de pájaros… pájaros selváticos sobre perchas en forma de ramas moviéndose dentro de las jaulas.
Una sola ventana cubierta por una enredadera dejaba entrar la luz exterior. Las lágrimas de cristal de las arañas proyectaban prismas dorados, verdes y azules en las paredes y el rostro velado de media docena de mujeres que trajinaban por la habitación y que, al igual que la mayoría de los hombres que habíamos visto antes, ni siquiera nos miraron, como si formáramos parte del papel pintado de las paredes.
Wahad me condujo a través del laberinto de árboles y perchas hasta un corto pasaje abovedado que se abría en el otro extremo. Daba a un patio cerrado, cuya única entrada era la que habíamos utilizado. Altas paredes de ladrillo cubiertas de musgo rodeaban el pequeño trozo de pavimento cuadrado, y frente a nosotros había una pesada puerta.
Wahad cruzó el patio y tiró de la cuerda que colgaba junto a la puerta. Pasó mucho rato antes de que sucediera algo. Miré a Lily, que seguía apoyada en mi hombro. Había recuperado el aliento, pero estaba muy pálida, seguramente como yo. Mi inquietud comenzaba a transformarse en terror.
En la rejilla de la puerta apareció una cara masculina. Miró a Wahad sin decir nada. Después nos echó un vistazo a Lily y a mí. Hasta Carioca estaba callado. Wahad murmuró algo y, aunque estábamos a bastante distancia, oí lo que decía.
—Mojfi Mojtar —susurró—. Le he traído a la mujer.
Entramos en un pequeño jardín rodeado de muros de ladrillo. Las baldosas esmaltadas del suelo estaban dispuestas para formar multitud de dibujos. No parecía repetirse ninguno. En el follaje borboteaban fuentecillas. Los pájaros gorjeaban y jugaban en la penumbra moteada de luz. Al fondo había amplias puertaventanas cubiertas de enredaderas, a través de las cuales vi una habitación lujosamente decorada con alfombras marroquíes, urnas chinas, cuero repujado y maderas talladas.
Wahad se deslizó por la puerta que había a nuestra espalda. Lily se volvió y exclamó:
—¡No permitas que ese pequeño monstruo escape… jamás saldremos de aquí!
Pero ya había desaparecido, al igual que el hombre que nos había hecho entrar, de modo que nos quedamos solas en la penumbra del patio, donde el aire era fresco y balsámico, impregnado del aroma de las plantas y de diversas colonias. Me sentí como embriagada mientras escuchaba el borboteo musical de las fuentes.
Advertí que una sombra se movía detrás de las puertaventanas. Enseguida desapareció tras la densa masa de jazmín y buganvilla. Lily me apretó la mano. Nos quedamos junto a las fuentes y contemplamos la forma plateada que atravesaba un pasaje abovedado y entraba en el jardín, flotando en la luz verdosa: una mujer esbelta, hermosa, cuyos vaporosos ropajes parecían susurrar mientras caminaba. Su cabello ondeaba en torno a su cara medio velada como las alas plateadas de los pájaros. Cuando nos habló, su voz era dulce y baja, como agua fría que se deslizara sobre piedras pulidas.
—Soy Minnie Renselaas. —Se detuvo ante nosotras como un espectro.
Antes de que se quitara el opaco velo plateado que le cubría la cara, supe quién era. La pitonisa.
París, 10 de julio de 1793
Bajo los frondosos castaños de la entrada del patio de Jacques-Louis David, Mireille miraba entre las rejas de la puerta de hierro. Con su largo haik negro y el rostro cubierto por el velo de muselina, parecía la típica modelo de los cuadros exóticos del famoso pintor. Más importante aún: con ese atuendo nadie podría reconocerla. Sucia y agotada después del duro viaje, tiró de la cuerda y oyó la campanilla que sonaba en el interior.
Hacía menos de seis semanas que había recibido la carta de la abadesa, quien le daba consejos y apremiaba. Había tardado mucho en recibirla porque la abadesa la había enviado a Córcega, desde donde se la mandó el único miembro de la familia de Napoleone y Elisa que no había huido de la isla: su abuela, Angela-Maria di Pietrasanta.
En la misiva la abadesa ordenaba a Mireille que regresase de inmediato a Francia:
Al saber que no estabas en París, temí no solo por ti sino también por el destino de aquello que Dios ha puesto a tu cuidado… responsabilidad que, según veo, has desdeñado. Estoy desesperada por aquellas de tus hermanas que pueden haber huido a esa ciudad en busca de tu ayuda cuando no estabas allí para prestársela. Ya me comprendes.
Te recuerdo que nos enfrentamos a adversarios poderosos que no se detendrán ante nada para lograr sus fines, que han organizado su oposición mientras los vientos del destino nos dispersaban. Ha llegado la hora de recuperar las riendas, de volver los acontecimientos a nuestro favor y de reunir lo que el destino ha separado.
Te conmino a regresar inmediatamente a París. Alguien fue a buscarte a instancias mías, con instrucciones relacionadas con vuestra misión, que es fundamental.
Mi corazón se duele contigo por la pérdida de tu adorada prima. Que Dios te acompañe en tu tarea…
La carta no tenía fecha ni firma, pero Mireille reconoció la letra de la abadesa. Ignoraba cuánto tiempo hacía que había sido escrita. Aunque dolida por la acusación de haber abandonado su deber, había comprendido el verdadero sentido del mensaje. Había otras piezas en peligro, otras monjas estaban amenazadas por las mismas fuerzas del mal que habían acabado con Valentine. Debía regresar a Francia.
Shahin aceptó acompañarla hasta el mar. Sin embargo, Charlot, su hijo, de un mes de edad, era demasiado pequeño para emprender el arduo viaje. En Yanet, el pueblo de Shahin prometió cuidar de él hasta el regreso de Mireille, porque ya veían a la criatura pelirroja como el profeta cuya llegada les había sido anunciada. Después de una dolorosa despedida la joven lo dejó en brazos del ama de cría y partió. Durante veinticinco días atravesaron el Deban Ubari, el borde occidental del desierto de Libia, evitando las montañas y las traicioneras dunas, y tomaron un atajo hacia Trípoli y el mar. Una vez allí, Shahin la dejó en una goleta de dos mástiles con destino a Francia. Estos barcos, los más veloces del mundo, navegaban con el viento en mar abierto a catorce nudos, haciendo el viaje desde Trípoli hasta Saint-Nazaire, en la desembocadura del Loira, en apenas diez días. Mireille había regresado.
Ahora, desaliñada y exhausta, miraba a través de la verja de David el patio del que había huido hacía menos de un año. Sin embargo, parecía que hubiera pasado un siglo desde aquella tarde en que ella y Valentine escalaron los muros del jardín, riendo nerviosas ante su atrevimiento, y fueron a Cordeliers en busca de la hermana Claude. Apartó esos recuerdos de su mente y volvió a tirar de la campanilla. Por fin Pierre, el anciano sirviente, salió de la caseta y arrastrando los pies fue hacia la verja, donde ella esperaba en silencio a la sombra de los altos castaños.
—Madame —dijo Pierre sin reconocerla—, el maestro no recibe a nadie antes de almorzar… y nunca sin cita previa.
—Sin duda aceptará verme a mí —repuso Mireille bajándose el velo.
Pierre abrió los ojos de par en par y la barbilla le tembló levemente. Buscó con torpeza entre las pesadas llaves para abrir la puerta.
—Mademoiselle —susurró—, hemos rezado por vos todos los días.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas de júbilo mientras abría las puertas. Mireille lo abrazó y ambos cruzaron deprisa el patio.
Solo en su estudio, David tallaba un gran trozo de madera, una escultura del ateísmo que se quemaría el mes siguiente en el Festival del Ser Supremo. El aire estaba impregnado del aroma de la madera recién cortada. El suelo estaba cubierto de virutas y el polvillo de madera cubría el elegante terciopelo de la chaqueta del artista. Cuando la puerta se abrió a sus espaldas, se volvió, dejó caer el cincel y se puso en pie con tal precipitación que volcó el banquillo.
—¿Sueño o me he vuelto loco? —exclamó. Atravesó a toda prisa la habitación levantando una nube de polvo y estrechó a Mireille en un abrazo—. ¡Gracias a Dios que estás a salvo! —La apartó para verla mejor—. ¡Cuando te fuiste, llegó Marat con una delegación, cavaron en mi jardín con sus rastreros ministros y delegados, como cerdos buscando trufas! Yo no creía que esas piezas existieran de verdad. Si hubieras confiado en mí… habría podido ayudarte…