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Authors: Katherine Neville

El ocho (56 page)

BOOK: El ocho
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Aunque la jornada laboral en Argel es de siete de la mañana a siete de la tarde, los edificios están cerrados durante las tres horas del almuerzo y la siesta. Decidí utilizar ese lapso para iniciar mi búsqueda.

Como en todas las ciudades árabes, la casbah era el barrio más antiguo, que antaño había estado fortificado. La de Argel era un laberinto de estrechas callejas empedradas y antiguas casas de piedra que se extendían por las laderas de la colina más empinada. Sus escasos dos kilómetros cuadrados albergaban docenas de mezquitas, cementerios, baños turcos e impresionantes tramos de escalones de piedra que se ramificaban como arterias en todos los rincones. Del millón de residentes de Argel, casi el veinte por ciento vivía en ese pequeño barrio: figuras vestidas con túnicas y cubiertas con velo que salían y entraban en silencio de umbrales ocultos en las sombras. La casbah podía tragarse a cualquier persona sin que quedara el menor rastro de ella. Era el escenario perfecto para una mujer que se hacía llamar «la elegida secreta».

Por desgracia, también era el lugar perfecto para extraviarse. Aunque entre mi oficina y el Palais de la Casbah, en la puerta septentrional, había veinte minutos de camino, pasé la hora siguiente dando vueltas como una rata en un laberinto. Fuera cual fuese el tortuoso callejón que tomaba, terminaba siempre en el cementerio de las Princesas: un bucle. Por más que preguntara por los harenes locales, la gente siempre me miraba con ojos vidriosos —sin duda por efecto de las drogas—, me insultaba o me daba indicaciones falsas. Cuando pronunciaba el nombre de Mojfi Mojtar, todos se reían.

Terminó la hora de la siesta y, exhausta y con las manos vacías, pasé por la Poste Centrale para ver a Thérèse. No era probable que mi presa figurara en la guía telefónica —ni siquiera había visto cables de teléfono en la zona—, pero Thérèse conocía a todo el mundo en Argel. A todos menos a quien yo buscaba.

—¿Quién puede tener un nombre tan ridículo? —comentó, y, dejando que sonaran los timbres de la centralita me ofreció unos bombones—. ¡Niña, es estupendo que haya pasado hoy por aquí! Tengo un télex para usted… —Revisó un montón de papeles colocados en el estante de la centralita—. ¡Estos árabes!—murmuró—. Con ellos, todo es b’ad guedua… «después de mañana». Si le hubiera enviado esto a El Riadh, con suerte lo habría recibido el mes próximo. —Encontró el télex y me lo tendió con un gesto afectado. Bajando la voz agregó—: Aunque venga de un convento… ¡sospecho que está escrito en código!

Naturalmente, era de la hermana María Magdalena, del convento de San Ladislao en Nueva York. Se había tomado su tiempo en escribir. Eché una mirada al texto, exasperada por el descaro de Nim:

POR FAVOR AYUDA CON CRUCIGRAMA DE NY TIMES STOP TODO RESUELTO MENOS LO QUE SIGUE STOP CONSEJO DE HAMLET A SU NOVIA STOP QUIÉN SE PONE LOS ZAPATOS DEL PAPA STOP QUÉ HACE LA ÉLITE CUANDO TIENE HAMBRE STOP CANTANTE ALEMÁN MEDIEVAL STOP NÚCLEO DEL REACTOR EXPUESTO STOP OBRA DE CHAIKOVSKI STOP LAS LETRAS SON 3-8-6-5-8-9.

SE SOLICITA RESPUESTA

HERMANA MARÍA MAGDALENA

CONVENTO DE SAN LADISLAO NY NY

Estupendo… un crucigrama. Los detestaba, como muy bien sabía Nim. Lo había enviado solo para torturarme. Solo me faltaba eso: otra tarea absurda del rey de las trivialidades.

Agradecí a Thérèse su diligencia y la dejé ante los múltiples tentáculos de la centralita. En realidad mi coeficiente descodificador debía de haber aumentado en los últimos meses, porque ya había adivinado algunas de las respuestas antes de salir de la Poste. Por ejemplo, el consejo de Hamlet a Ofelia fue: «Vete a un convento». Y lo que hacía la élite cuando tenía hambre era «quedar para comer». Tendría que acortar las respuestas para que se ajustaran a la cantidad de letras que me proporcionaba, pero evidentemente era una tarea hecha a la medida para una mente tan simple como la mía.

Aquella noche, cuando regresé al hotel a las ocho, me esperaba otra sorpresa. En la penumbra, estacionado ante la entrada del hotel, estaba el Rolls Corniche azul de Lily… rodeado de porteros, camareros y botones que se lo comían con los ojos mientras acariciaban el cromo y la suave piel del salpicadero.

Pasé deprisa tratando de imaginar que no había visto lo que había visto. En los últimos dos meses había enviado al menos diez telegramas a Mordecai para rogarle que no mandara a Lily a Argel. Pero ese coche no había llegado solo.

Cuando fui a recepción para coger mi llave y notificar que abandonaba el hotel, tuve otro sobresalto. Apoyado contra el mostrador de mármol, el atractivo y siniestro Sharrif, jefe de la policía secreta, charlaba con el recepcionista. Me vio antes de que pudiera escabullirme.

—¡Mademoiselle Velis! —exclamó con su radiante sonrisa de estrella de cine—. Llega justo a tiempo para ayudarnos en una pequeña investigación. ¿Se ha fijado al entrar en el coche de uno de sus compatriotas?

—Es extraño… me pareció británico —dije con indiferencia mientras el empleado me entregaba la llave.

—¡La matrícula es de Nueva York! —señaló Sharrif levantando una ceja.

—Es una ciudad grande… —Eché a andar en dirección a mi habitación, pero Sharrif no había terminado.

—Esta tarde, cuando pasó por aduanas, alguien lo había registrado a su nombre y con esta dirección. Tal vez pueda explicármelo

Mierda. Cuando encontrara a Lily, la mataría. Probablemente ya había sobornado a alguien para entrar en mi habitación.

—Es estupendo —dije—. Un regalo anónimo de un colega neoyorquino. Necesitaba un coche… y los de alquiler son difíciles de conseguir.

Me dirigí hacia el jardín, pero Sharrif me pisaba los talones.

—Hemos pedido a la Interpol que compruebe la matrícula —me explicó apretando el paso para ponerse a mi altura—. No puedo creer que el dueño haya pagado los derechos de aduana en efectivo (el ciento por ciento del valor del coche) para después regalárselo a alguien a quien ni siquiera conoce. Contrataron a un lacayo para que fuera a buscarlo y lo trajera aquí. Además, en este hotel no hay americanos salvo usted…

—Ni siquiera yo —dije, mientras caminaba sobre la gravilla del jardín—. Me voy dentro de media hora a Sidi Fredj, como ya le habrán dicho sus jawasis.

Los jawasis eran espías —o chivatos— de la policía secreta. Sharrif captó la indirecta. Entrecerró los ojos y cogiéndome por un brazo me obligó a detenerme. Miré con desdén la mano que me apretaba el codo y la apartó.

—Mis agentes —dijo, siempre cuidadoso con la semántica— ya han revisado sus habitaciones en busca de visitantes… además de las listas de entrada de la semana de Argel y de Orán. Estamos esperando las listas de los otros puertos de entrada. Como usted sabe, compartimos fronteras con otros siete países y la zona costera. Si usted me dijera a quién pertenece el coche, las cosas serían mucho más sencillas.

—¿A qué viene esto? —pregunté echando a andar—. Si han pagado los derechos de aduana y los papeles están en regla, ¿por qué voy a mirarle los dientes a un caballo regalado? Además, ¿a usted qué le importa de quién es el coche? En un país que no fabrica coches, no hay tope de vehículos importados, ¿no?

Sharrif no supo qué decir. No podía admitir que sus jawasis me seguían a todas partes e informaban hasta de mis estornudos. Yo estaba tratando de ponerle las cosas difíciles hasta que pudiera encontrar a Lily… pero parecía raro. Si no estaba en mi habitación y tampoco se había registrado en el hotel, ¿dónde se había metido? La respuesta llegó en ese mismo momento.

Al otro lado de la piscina se alzaba el elegante minarete de ladrillos que separaba el jardín de la playa. Oí una voz sospechosamente familiar… el ruido de unas pequeñas garras caninas arañando la madera de la puerta y un gruñido que era difícil de olvidar para quien lo había escuchado una vez.

En la luz tenue vi que al otro lado de la piscina la puerta se entreabría y una bola peluda de aspecto feroz salía a toda velocidad. Rodeando la piscina como un rayo se precipitó sobre nosotros. Aunque hubiera habido más luz habría sido difícil saber a primera vista qué clase de animal era Carioca… y vi que Sharrif miraba sorprendido a la bestia que cargaba contra su tobillo y hundía los puntiagudos dientecillos en la pierna cubierta con calcetín de seda. Profiriendo un grito de horror, empezó a saltar sobre la pierna sana mientras trataba de sacudirse a Carioca de la otra. Me apresuré a coger a la bestezuela y la apreté contra mi pecho. Se retorció y me lamió la barbilla.

—¿Qué es eso, en el nombre de Dios? —exclamó Sharrif mirando al rebelde monstruo de angora.

—Es el dueño del coche —respondí con un suspiro advirtiendo que se había descubierto el pastel—. ¿Desea conocer a su media naranja?

Sharrif me siguió cojeando y levantando la pernera del pantalón para mirar su pierna herida.

—Ese bicho podría estar rabioso —se quejó mientras nos acercábamos al minarete—. Esos animales atacan con frecuencia a la gente.

—No está rabioso… es solo un crítico exigente —dije.

Pasamos por la puerta entreabierta del minarete y subimos por las escaleras en penumbra hasta la segunda planta, donde había una amplia habitación rodeada de cojines. Lily estaba en medio como un pachá, con los pies levantados y trozos de algodón entre los dedos de los pies… aplicando con cuidado esmalte color sangre a sus uñas. Llevaba un vestido microscópico estampado con rosados caniches saltarines. Me lanzó una mirada gélida entre los rizos rubios que le caían sobre los ojos. Carioca ladró para que lo soltara. Lo apreté hasta que guardó silencio.

—Ya era hora —dijo indignada—. ¡No sabes los problemas que he tenido para llegar aquí! —Miró a Sharrif por encima de mi hombro.

—¿Tú has tenido problemas? —dije—. Permíteme que te presente a mi acompañante: Sharrif, jefe de la policía secreta.

Lily lanzó un sonoro suspiro.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no necesitamos a la policía? —dijo—. Podemos arreglárnoslas solas…

—No es la policía —interrumpí—. He dicho policía secreta.

—¿Y qué demonios significa eso…?, ¿que nadie tiene que saber que es policía? Mierda, se me ha corrido el esmalte —añadió Lily inclinándose sobre su pie.

Dejé caer a Carioca sobre su regazo y ella volvió a mirarme enfadada.

—Entiendo que conoce a esta mujer —dijo Sharrif. Tendió la mano hacia Lily—. ¿Puedo ver sus papeles, por favor? No hay constancia de su entrada en este país, ha registrado usted un coche caro con un nombre falso y es evidente que su perro es un peligro…

—¡Bah, tómese un laxante! —espetó Lily apartando a Carioca. Apoyó los pies en el suelo para levantarse y miró a Sharrif a la cara—. He pagado mucho para poder traer el coche a este país, ¿y cómo sabe usted que he entrado ilegalmente? ¡Ni siquiera sabe quién soy!

Mientras hablaba, caminaba por la habitación sobre los talones para que el algodón que tenía entre los dedos no estropeara el esmalte. Se acercó a un montón de lujosas maletas de piel y sacó unos papeles que agitó ante la cara de Sharrif. Él se los quitó de la mano y Carioca ladró.

—Me he detenido en este despreciable país de camino a Túnez —informó—. Resulta que soy una importante maestra de ajedrez y voy allí para participar en un torneo…

—No hay ningún torneo de ajedrez en Túnez hasta septiembre —repuso Sharrif examinando su pasaporte. La miró con recelo—. Su apellido es Rad… ¿no será por casualidad pariente de…?

—Sí —espetó ella.

Recordé que Sharrif era un fanático del ajedrez. Sin duda había oído hablar de Mordecai; tal vez incluso hubiera leído sus libros.

—No tiene en regla el visado de entrada en Argelia —observó él—. Me quedo con su pasaporte hasta que pueda llegar al fondo del asunto. Mademoiselle, no puede salir de este establecimiento.

Esperé hasta que la puerta de abajo se cerró con un golpe.

—Desde luego, haces amigos muy rápidamente cuando llegas a un país nuevo —comenté mientras Lily volvía a sentarse junto a la ventana—. Y ahora que se ha llevado tu pasaporte, ¿qué vas a hacer?

—Tengo otro —respondió, mientras retiraba los algodones de entre los dedos—. Nací en Londres de madre inglesa. Ya sabes que los ciudadanos británicos pueden tener dos nacionalidades.

No lo sabía, pero tenía preguntas más importantes que hacerle.

—¿Por qué has registrado a mi nombre tu maldito coche? ¿Y cómo has entrado sin pasar por inmigración?

—Alquilé un hidroavión en Palma —contestó—. Me dejaron aquí cerca, en la playa. Tenía que registrar el coche a nombre de un residente, porque lo había enviado antes por barco. Mordecai me aconsejó que llegara lo más discretamente posible.

—Pues lo has conseguido —dije con ironía—. Dudo que nadie en el país sospeche que estás aquí, salvo los funcionarios de inmigración de todas las fronteras, la policía secreta y tal vez incluso el presidente. ¿Qué demonios has venido a hacer? ¿O es que a Mordecai se le olvidó explicártelo?

—Me dijo que viniera a rescatarte… ¡y el muy mentiroso me dijo también que Solarin jugaría en Túnez este mes! Estoy muerta de hambre. Tal vez puedas conseguirme una hamburguesa con queso o algo sustancioso para comer. Aquí no hay servicio de habitaciones… ni siquiera tengo teléfono.

—Veré lo que puedo hacer —repuse—. Pero me voy del hotel. Me mudo a un apartamento en Sidi Fredj, a una media hora de camino playa abajo. Cogeré el coche para trasladar mis cosas y dentro de una hora te tendré preparado algo de comer. Puedes salir cuando oscurezca y escabullirte por la playa. El paseo te vendrá bien.

Lily aceptó a regañadientes y me fui a recoger mis pertenencias con las llaves del Rolls en el bolsillo. Estaba segura de que Kamel podría arreglar lo de su entrada ilegal. Además, al menos ahora dispondría de coche. Por otro lado, no tenía noticias de Mordecai desde aquel críptico mensaje sobre la adivina y el juego.

Tendría que sondear a Lily para saber qué había averiguado durante mi ausencia.

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