El ocho (66 page)

Read El ocho Online

Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
2.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras el gran Corniche de Lily descendía los Erg hacia el oasis de Ghardaïa, vi los interminables kilómetros de oscura arena roja que se extendía en todas direcciones.

Sobre el mapa la geografía de Argelia es bastante simple: tiene la forma de una jarra inclinada. El pico, al final de la frontera con Marruecos, parece verter agua en los países vecinos del Sahara Occidental y Mauritania. El asa está formada por dos franjas: una extensión de ochenta kilómetros de ancho de tierra fértil a lo largo de la costa septentrional, y al sur de esta, otra cinta de cuatrocientos ochenta kilómetros de montañas. El resto del país —poco más de un millón de kilómetros cuadrados— es desierto.

Conducía Lily. Llevábamos cinco horas en la carretera y habíamos cubierto quinientos sesenta kilómetros de peligrosos caminos de montaña en dirección al desierto, una hazaña que había llevado al gimiente Carioca a esconderse bajo el asiento. Yo no me había percatado. Había estado demasiado absorta traduciendo en voz alta el diario que nos había entregado Minnie: el relato de un oscuro misterio, la aparición del Terror en Francia y, por debajo de todo eso, la más que centenaria búsqueda de Mireille, la monja francesa, del secreto del ajedrez de Montglane. La misma búsqueda en la que nos habíamos embarcado nosotras ahora.

Me enteré así de cómo había descubierto Minnie la historia del ajedrez de Montglane: su misterioso poder, la fórmula contenida en él y el mortífero juego que se había desatado por la consecución de las piezas. Un juego que se había prolongado generación tras generación arrastrando a los jugadores tras de sí, de la misma manera que estaba apoderándose de Lily y de mí, de Solarin y Nim, y tal vez de la propia Minnie. Un juego que se desarrollaba en las tierras que estábamos cruzando.

—El Sahara —dije levantando la mirada del libro cuando empezamos a bajar hacia Ghardaïa—. ¿Sabes que no ha sido siempre el mayor desierto del mundo? Hace millones de años el Sahara era el mayor mar interior del planeta. Así se formó todo el crudo y el gas natural líquido, por la descomposición gaseosa de plantas y pequeños animales marinos. La alquimia de la naturaleza.

—¡No me digas! —respuso Lily—. Bueno, el indicador de gasolina dice que deberíamos detenernos para repostar de esas pequeñas formas marinas. Supongo que lo mejor es hacerlo en Ghardaïa. El mapa de Minnie no mostraba muchas otras poblaciones en esta carretera.

—Yo no lo vi —dije refiriéndome al mapa dibujado y luego destruido por Minnie—. Espero que tengas buena memoria.

—Soy jugadora de ajedrez —afirmó Lily como si eso lo explicara todo.

—Esta ciudad, Ghardaïa, se llamaba antiguamente Kardaia —expliqué volviendo al diario—. Al parecer nuestra amiga Mireille se detuvo aquí en 1793.

Leí:

Y llegamos a Kardaia, que recibe su nombre de la diosa bereber Kar (la Luna), a quien los árabes llamaban Libia, que significa «goteante de lluvia». Ella gobernaba el mar interior desde el Nilo hasta el océano Atlántico; su hijo Fénix fundó el Imperio fenicio; se dice que su padre era el mismísimo Poseidón. Tiene muchos nombres en muchas tierras: Ishtar, Astarté, Kali, Cibeles. De ella surge toda vida, como del mar. En esta tierra la llaman la Reina Blanca.

—Dios mío —dijo Lily, lanzándome una mirada, mientras disminuía la velocidad para girar hacia Ghardaïa—. ¿De modo que esta ciudad lleva el nombre de nuestra archienemiga? Entonces, ¡tal vez estemos a punto de llegar a un cuadrado blanco!

Estábamos tan absortas en la lectura del diario, en busca de más información, que no vi el Renault gris oscuro que teníamos detrás, hasta que apretó el freno y nos siguió por el desvío hacia Ghardaïa.

—¿No hemos visto antes ese coche? —pregunté.

Lily asintió sin apartar la vista de la carretera.

—En Argel —respondió tranquilamente—. Estaba estacionado a tres coches de distancia del nuestro, en el aparcamiento del ministerio. Y dentro estaban los mismos dos tipos. Hace alrededor de una hora nos adelantaron, así que los vi bien. Desde entonces no nos han abandonado. ¿Crees que nuestro colega Sharrif tiene algo que ver con esto?

—No —contesté, mirándolos por el espejo retrovisor—. Es un coche del ministerio.

Y sabía quién lo había enviado.

Antes de salir de Argel yo estaba nerviosa. Cuando nos despedimos de Minnie en la casbah, llamé a Kamel desde una cabina para comunicarle que me ausentaría unos días. Se puso furioso.

—¿Está loca? —exclamó por la ruidosa línea—. ¡Sabe que ese modelo de balanza comercial es urgente! ¡Necesito esas cifras antes del fin de semana! El proyecto que tiene entre manos es sumamente urgente.

—Mire, pronto estaré de vuelta —dije—. Además, ya está todo hecho. He recogido datos de todos los países indicados y he introducido la mayor parte en los ordenadores de Sonatrach. Si lo desea, le dejaré una lista de instrucciones sobre el manejo de los programas… están todos preparados.

—¿Dónde se encuentra en este momento? —me interrumpió Kamel, prácticamente saltando sobre mí a través de la línea—. Es más de la una… Hace horas que debería estar trabajando. Encontré ese coche ridículo en mi plaza de estacionamiento con una nota. Y ahora Sharrif está al otro lado de mi puerta, buscándola. Dice que ha introducido usted automóviles de contrabando en el país y refugiado a inmigrantes ilegales… ¡y cuenta no sé qué sobre un perro feroz! ¿Quiere hacer el favor de explicarme qué pasa?

Estupendo. Sharrif daría al traste con mis planes si me topaba con él antes de terminar esta misión. Tendría que negociar con Kamel… al menos en parte. Me estaba quedando sin aliados.

—De acuerdo —dije—. Una amiga mía tiene problemas. Vino a visitarme, pero su visado no está sellado…

—Tengo su pasaporte sobre mi escritorio —rugió Kamel—. Lo trajo Sharrif. Ni siquiera tiene visado…

—Un mero detalle procedimental —dije rápidamente—. Tiene doble nacionalidad… otro pasaporte. Usted podría arreglarlo para que parezca que ha entrado legalmente. Haría quedar como un tonto a Sharrif…

La voz de Kamel denotaba irritación.

—¡Mademoiselle, no ambiciono hacer quedar como un tonto al jefe de la policía secreta! —Después pareció ablandarse un poco—. Trataré de ayudarla, aun a mi pesar. A propósito, le diré que sé quién es la joven. Conocí a su abuelo. Era íntimo amigo de mi padre… jugaban al ajedrez en Inglaterra…

Genial. ¡La trama se complicaba! Hice un gesto a Lily, que trató de meterse en la cabina y pegar la oreja al auricular.

—¿Su padre jugaba al ajedrez con Mordecai? —repetí—. ¿Era un buen jugador?

—¿No lo somos todos? —preguntó a su vez Kamel. Hizo una pausa. Parecía estar reflexionando. Al oír las palabras que pronunció a continuación Lily se puso rígida y a mí se me encogió el corazón—. Sé qué planean. La ha visto, ¿no?

—¿A quién? —inquirí con toda la ingenuidad que pude fingir.

—No sea idiota. Soy su amigo. Sé qué le dijo El-Marad… sé lo que está buscando. Querida niña, está jugando un juego peligroso. Esas personas son asesinos. No es difícil adivinar adónde va… Sé lo que se rumorea que está escondido allí. ¿No se le ha ocurrido pensar que, cuando Sharrif se entere de que usted ha desaparecido, la buscará allí?

Lily y yo nos miramos. ¿Así pues, Kamel también era un jugador?

—Trataré de cubrirlas —añadió el ministro—, pero la espero de regreso a final de semana. Haga lo que haga, no pase por su despacho ni por el mío antes… y ni se le ocurra pisar los aeropuertos. Si tiene algo que decirme sobre su… proyecto… lo mejor es comunicarse a través de la Poste Centrale.

Por su tono comprendí lo que eso significaba: debía hacer pasar toda correspondencia a través de Thérèse. Antes de partir, podía dejarle el pasaporte de Lily y mis instrucciones sobre el proyecto de la OPEP.

Antes de colgar Kamel me deseó suerte y agregó:

—Trataré de cuidar de usted lo mejor que pueda pero, si se mete en un verdadero lío, tal vez se encuentre sola.

—¿No lo estamos todos? —dije con una risita. Y cité a El-Marad—: El-safar Zafar! El viaje es la victoria. —Esperaba que el antiguo proverbio árabe resultara verdadero, pero tenía mis reservas. Cuando colgué, me sentí como si hubiera cortado mi último lazo con la realidad.

De modo que estaba segura de que era Kamel quien había enviado el coche del ministerio que nos seguía a Ghardaïa. Probablemente fueran guardias con la misión de protegernos. No podíamos permitir que nos siguieran al desierto. Tendría que pensar algo.

No conocía esa parte de Argelia, pero sabía que la ciudad de Ghardaïa era una de las famosas Pentápolis o «cinco ciudades del M’Zab». Mientras Lily buscaba una gasolinera, vi las poblaciones enclavadas en las peñas purpúreas, rosadas y rojas que nos rodeaban, como formaciones rocosas cristalinas que se levantaban de la arena. Dichas localidades se mencionaban en todos los libros que se habían escrito sobre el desierto. Le Corbusier afirmaba que fluían con «el ritmo natural de la vida». Frank Lloyd Wright consideraba que eran las ciudades más hermosas del mundo, estructuras de arena roja «del color de la sangre: el color de la creación». Sin embargo, el diario de Mireille, la monja francesa, tenía algo más interesante que decir sobre ellas:

Estas ciudades fueron fundadas hace mil años por los ibaditas, «los poseídos por Dios», quienes creían que estaban poseídas por el espíritu de la extraña diosa Luna, y las llamaron como ella: La Luminosa, Melika… la Reina…

—Mierda sagrada —dijo Lily deteniéndose en la gasolinera. El coche que nos seguía pasó de largo, dio media vuelta y se acercó a repostar—. Estamos en medio de ninguna parte, con dos sujetos pisándonos los talones, ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de arena delante y sin idea de lo que buscamos, ni siquiera cuando lo encontremos.

Tuve que estar de acuerdo con su desalentadora afirmación. Pero pronto las cosas empeorarían.

—Será mejor que compre gasolina —dijo Lily saltando del coche.

Sacó un fajo de billetes y compró dos latas de veinte litros de gasolina y otras dos de agua, mientras un dependiente llenaba el sediento Rolls.

—No era necesario —le dije cuando hubo guardado las reservas en el maletero—. El camino hacia el Tassili atraviesa el campo petrolero de Hassi Messaud. Tuberías y pozos todo el camino…

—No por donde iremos nosotras —me informó. A continuación puso en marcha el motor—. Debiste mirar el mapa.

Experimenté una sensación desagradable en la boca del estómago.

Desde allí había solo dos rutas posibles para internarse en el Tassili. La primera iba hacia el este a través de los campos petroleros de Ourgla y luego giraba al sur para entrar en la zona por arriba. Para recorrer la mayor parte del trayecto convenía tener un vehículo con tracción en las cuatro ruedas. Esta ruta exigía una conducción experta. La segunda, el doble de larga, atravesaba la árida y estéril planicie de Tidikelt, una de las zonas más secas y peligrosas del desierto, donde la carretera estaba señalada con postes de diez metros de alto para poder desenterrarla cuando desapareciera, lo que sucedía a menudo. Tal vez el Corniche pareciera un tanque, pero no tenía la oruga necesaria para cruzar esas dunas.

—¿No lo dirás en serio? —pregunté a Lily mientras nos alejábamos de la gasolinera, con nuestros perseguidores detrás—. Para en el primer restaurante que veas. Tenemos que hablar.

—Y trazar una estrategia —añadió, mirando por el espejo retrovisor—. Esos tipos me están poniendo nerviosa.

Encontramos un pequeño restaurante en las afueras de Ghardaïa. Entramos en el fresco bar y nos dirigimos hacia el patio interior, donde los parasoles que protegían las mesas y las palmeras datileras proyectaban sombras bajo el rojo resplandor del crepúsculo. Las mesas estaban vacías (eran solo las seis de la tarde). Encontré un camarero y pedí ensalada, tadjine (carne de cordero especiada) y cuscús.

Cuando llegaron nuestros compañeros y se sentaron discretamente unas mesas más allá, Lily estaba picando de la aceitosa ensalada.

—¿Cómo propones que nos libremos de esos imbéciles? —preguntó dejando caer un trozo de tadjine en la boca de Carioca, que estaba sentado en su regazo.

—Primero hablemos de la ruta —dije—. Supongo que de aquí a Tassili hay seiscientos cuarenta kilómetros. Si tomamos el camino del sur, serán mil trescientos por una carretera donde la comida, la gasolina y las ciudades son escasas y dispersas… solo arena entre medias.

Other books

Rough Riders by Jordan Silver
Murder in House by Veronica Heley
Blame It on the Bachelor by Karen Kendall
The Sweet by and By by Todd Johnson
Stephanie's Castle by Susanna Hughes
End Game by Dale Brown
Resort to Murder by Carolyn Hart