El ocho (69 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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De modo que yo tenía razón: se acercaba una tormenta.

—¿Adónde vas? —pregunté a Lily.

—A averiguar cuánto nos costará transportar el coche —respondió por encima del hombro.

Cuando nuestro coche bajó la rampa del avión en Tamanrasset, eran las cuatro de la tarde. Las palmeras datileras se mecían con la brisa tibia y las montañas, casi negras de tan azules, se levantaban hacia el cielo ante nosotros.

—Es sorprendente lo que se puede conseguir con dinero —dije a Lily mientras ella pagaba su comisión al alegre piloto. Luego subimos al Corniche.

—No lo olvides nunca —repuso saliendo por las puertas de alambre de acero—. ¡El tipo me ha dado incluso un mapa! Allá, en el desierto, hubiera estado dispuesta a soltar otro de los grandes por un mapa. Ahora por lo menos sabremos dónde estamos cuando volvamos a perdernos.

Yo no sabía quién tenía peor aspecto, si Lily o el Corniche. Mi amiga tenía la piel agrietada por el sol, y la abrasión de la arena y el sol había arrancado la pintura azul de la mitad frontal del coche para dejar a la vista el metal. No obstante, el motor seguía ronroneando como un gato. Estaba sorprendida.

—Aquí es donde vamos —dijo Lily señalando un punto del mapa que había desplegado sobre el salpicadero—. Suma los kilómetros. Buscaremos el camino más rápido.

Solo había una ruta —setecientos veinte kilómetros—, que discurría por terreno montañoso. En la bifurcación hacia Djanet nos detuvimos en un molino junto a la carretera para tomar nuestra primera comida en casi veinticuatro horas. Yo estaba famélica y me tragué dos platos de cremosa sopa de pollo con verduras, mojando trozos de pan seco. Una jarra de vino y una enorme ración de pescado con patatas ayudaron a calmar la agonía del estómago. Compré un cuarto de litro de café muy dulce para el camino.

—Tendríamos que haber leído antes este diario —comenté cuando no reincorporamos a la serpenteante carretera de doble sentido que iba hacia el este, a Djanet—. Al parecer esta monja, Mireille, acampó en todos los rincones de este territorio… lo conoce de pe a pa. ¿Sabes que los griegos llamaron «Atlas» a estas montañas mucho antes de que las del norte recibieran el mismo nombre? ¿Y que, según Heródoto, la gente que vivía aquí recibía el nombre de «atlantes»? ¡Estamos atravesando el reino perdido de la Atlántida!

—Creía que estaba debajo del océano —dijo Lily—. ¿Explica la monja dónde están escondidas las piezas?

—No. Creo que sabe qué fue de ellas, pero buscaba su secreto… la fórmula.

—Bueno, lee, querida, lee. Pero esta vez, dime dónde tengo que girar.

Viajamos toda la tarde y parte de la noche. Eran más de las doce cuando llegamos a Djanet y las pilas de la linterna se acabaron mientras yo leía, pero ahora sabíamos adónde íbamos. Y por qué.

—Dios mío —dijo Lily cuando dejé el libro. Había estacionado el coche en el arcén y apagado el motor.

Contemplamos el cielo estrellado, mientras la luz de la luna se derramaba como leche sobre las altas mesetas del Tassili, a nuestra izquierda.

—No puedo creer esta historia. ¿La monja cruzó el desierto en camello en medio de una tormenta de arena, trepó por esas mesetas y dio a luz un niño en las montañas, a los pies de la Diosa Blanca? ¿Qué clase de tía es esa?

—Bueno, nosotras no hemos estado danzando entre tulipanes —dije con una risita—. Tal vez deberíamos dormir unas horas antes de que amanezca.

—Mira, hay luna llena. Tengo más pilas para la linterna en el maletero. Subamos por la carretera hasta la quebrada. Luego continuaremos a pie. El café me ha desvelado. Llevaremos las mantas por si acaso. Vamos ahora, mientras no hay nadie.

A una veintena de kilómetros de Djanet encontramos una intersección de la que partía un largo camino de tierra que se internaba entre los cañones. En la flecha indicadora se leía «Tamrit» y debajo había impresas cinco huellas de camellos y la frase «Piste Chamelière». Ruta de camellos. De todos modos nos internamos por ella.

—¿A qué distancia está ese lugar? —pregunté a Lily—. Fuiste tú quien se aprendió el camino de memoria.

—Hay un campamento. Creo que es Tamrit… la aldea de las tiendas. Desde allí los turistas suben a pie para ver las pinturas prehistóricas… Minnie dijo que estaba a unos veinte kilómetros.

—Una caminata de cuatro horas —calculé—, pero no con estos zapatos.

No podía decirse que estuviéramos preparadas para los rigores de una excursión de esas características, pensé con tristeza, pero era demasiado tarde para buscar la tienda Saks Fifth Avenue más cercana.

Al llegar al desvío de Tamrit nos detuvimos y dejamos el Corniche junto al camino, detrás de unos arbustos. Lily cambió las pilas de la linterna y cogió las mantas, yo volví a meter a Carioca en mi bolso, y echamos a andar por la vereda. Cada cuarenta y cinco metros aproximadamente había pequeños carteles con adornadas palabras árabes y la traducción francesa debajo.

—Este lugar está mejor señalizado que la autopista —susurró Lily.

Aunque en kilómetros a la redonda solo se oía el chirriar de los grillos y el crujido de la grava bajo nuestros pies, caminábamos de puntillas y hablábamos en voz baja, como si estuviéramos a punto de asaltar un banco. Naturalmente, se parecía bastante a lo que nos proponíamos hacer. El cielo era tan claro y la luz de la luna tan intensa que ni siquiera necesitábamos la linterna para leer los rótulos. A medida que avanzábamos hacia el sudeste, el camino plano iba inclinándose. Marchábamos por un estrecho cañón junto a un arroyo cantarín, cuando observé un montón de rótulos, cada uno de los cuales señalaba una dirección diferente: Sefar, Aouanrhet, In Itinen…

—¿Y ahora? —pregunté a Lily.

Soltó a Carioca para que retozara un poco. Corrió hasta el árbol más cercano y lo bautizó.

—¡Es eso! —exclamó Lily dando saltos—. ¡Allá están!

Los árboles que señalaba, y que Carioca seguía olfateando, surgían del cauce del río: un grupo de cipreses gigantescos, muy gruesos, tan altos que impedían ver el cielo nocturno.

—Primero los árboles gigantes —añadió Lily—. ¡Cerca de aquí tendría que haber unos lagos de agua clara!

Y así era. Unos cuatrocientos cincuenta metros más allá vimos las lagunas, en cuya límpida superficie se reflejaba la luna. Carioca había corrido hacia una para beber. Los lametazos de su lengua quebraban la superficie del agua en miles de ondas luminosas.

—Indican la dirección —dijo Lily—. Hemos de seguir por este cañón hasta llegar a algo que se llama Bosque de Piedra…

Caminábamos a buen paso hacia el cauce del río cuando vi otro rótulo que apuntaba hacia lo alto de un estrecho desfiladero: «La Forêt de Pierre».

—Por aquí —dije cogiendo a Lily del brazo, y empezamos a subir.

El camino que ascendía por el desfiladero estaba cubierto de escoria que se desmenuzaba bajo nuestros pies. Oía quejarse a Lily cada vez que una piedra se clavaba en sus delgados zapatos, y cada vez que se soltaba un trozo de pizarra Carioca caía de bruces, hasta que finalmente lo cogí y lo llevé en brazos.

Era un camino largo y empinado, que tardamos más de media hora en recorrer. En la cumbre, el cañón se ensanchaba para formar una amplia meseta, como un valle sobre la montaña. En la vasta extensión, bañada por la luna, veíamos las espiraladas agujas rocosas que se elevaban del suelo como el largo esqueleto de un dinosaurio tendido sobre el valle.

—¡El Bosque de Piedra! —murmuró Lily—. Y justo donde debía estar.

Respiraba pesadamente, y yo también jadeaba a causa de la ascensión. Sin embargo, todo parecía demasiado fácil.

Pero tal vez me apresuraba.

Atravesamos el Bosque de Piedra, cuyas hermosas rocas retorcidas tenían colores psicodélicos a la luz de la luna. Al otro lado de la meseta había otro grupo de rótulos que señalaban direcciones diferentes.

—¿Y ahora? —pregunté a Lily.

—Se supone que tenemos que buscar una señal —respondió.

—Allí están… por lo menos media docena. —Indiqué las pequeñas flechas con nombres.

—No esa clase de señal —dijo ella—. Una señal que nos diga dónde están las piezas.

—¿Y cómo es?

—No estoy segura —contestó mirando alrededor—. Tiene que estar una vez pasado el Bosque de Piedra…

—¿No estás segura? —pregunté reprimiendo el deseo de ahorcarla. Había sido un día duro—. Dijiste que tenías todo grabado en tu cerebro como una partida de ajedrez a la ciega… un «paisaje de la imaginación», creo que lo llamaste. Creía que podías visualizar cada rincón y grieta de este terreno…

—Y puedo —replicó Lily enojada—. Hemos llegado hasta aquí, ¿no? ¿Por qué no te callas y me ayudas a resolver el problema?

—De modo que admites que estás perdida —dije.

—¡No estoy perdida! —exclamó Lily, cuya voz resonó en el resplandeciente bosque de piedras monolíticas que nos rodeaban—. Estoy buscando algo, algo en concreto. Una señal. Minnie dijo que habría una señal que significaría algo.

—¿Para quién? —pregunté. Lily me miró aturdida. Me fijé en su nariz pelada—. ¿Algo como un arco iris o un rayo? ¿Como lo que la mano invisible escribió en la pared…? Mene, mene, tekel…

Nos miramos. Se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo. Lily encendió la linterna y apuntó el haz de luz hacia la pared rocosa que se alzaba delante, al final de la larga meseta, y allí estaba.

Una pintura gigantesca ocupaba toda la superficie. Antílopes salvajes que corrían por la llanura, de colores que parecían brillantes incluso a la luz artificial, y, en el centro, un carro volando, con una cazadora, una mujer vestida de blanco, en su interior.

Miramos la pintura durante mucho tiempo, paseando la luz de la linterna para apreciar las formas delicadamente labradas. La pared era alta y ancha, y se curvaba hacia dentro como un arco. Allí, en el centro de la estampida por las antiguas planicies, estaba el carro del cielo —con el armazón en forma de luna creciente y las dos ruedas de ocho radios—, tirado por un par de caballos saltarines con los flancos inundados de color: rojo, blanco y negro. Arrodillado en la parte delantera, un hombre negro con cabeza de ibis sujetaba firmemente las riendas, mientras los caballos avanzaban por encima de la tundra. Detrás, dos largos lazos serpentinos se entrelazaban al viento para formar un número ocho. En el centro, dominando las figuras del hombre y las bestias como una gran venganza blanca, estaba la diosa. Aunque alrededor de ella todo era actividad, estaba quieta, de espaldas a nosotras; su cabello ondeaba al viento y su cuerpo estaba inmóvil como el de una estatua. Tenía los brazos alzados como si se dispusiera a golpear algo. Su larga lanza, que mantenía apartada, no apuntaba a los antílopes, que huían frenéticamente, sino hacia arriba, al cielo estrellado. Su cuerpo tenía la forma de un rudimentario y triangulado número ocho que parecía tallado en la roca.

—Eso es —dijo Lily sin aliento, mirando la pintura—. Sabes lo que significa esa forma, ¿no? Ese doble triángulo en forma de reloj de arena.

Iluminó la figura con la linterna.

—Desde que vi aquel paño en casa de Minnie he tratado de saber a qué me recordaba —continuó—. Ahora lo sé. Es una antigua hacha de doble hoja llamada labrys, que tiene forma de número ocho. Los antiguos minoicos la usaban en Creta…

—¿Y qué tiene eso que ver con nuestra presencia aquí?

—Lo vi en el libro de ajedrez que me mostró Mordecai. El juego de ajedrez más antiguo que se conoce se encontró en el palacio del rey Minos, en Creta, el lugar donde se construyó el famoso laberinto, llamado así por esta antigua hacha. El juego data del año 2000 antes de Cristo. Estaba fabricado con oro, plata y gemas, como el ajedrez de Montglane, y en el centro había un labrys tallado.

—¡Como el paño de Minnie! —exclamé. Lily asentía y movía la linterna de un lado al otro, agitada—. Yo creía que el ajedrez no se había inventado hasta el 600 o 700 de nuestra era —agregué—. Se dice que llegó de Persia o de la India. ¿Cómo puede ser tan antiguo ese juego minoico?

—Mordecai ha escrito mucho sobre la historia del ajedrez —me explicó Lily, que volvió a iluminar a la dama de blanco, de pie en su carruaje en forma de media luna y con la lanza levantada hacia el cielo—. Mordecai cree que ese ajedrez de Creta fue concebido por el mismo hombre que construyó el Laberinto: el escultor Dédalo.

Las piezas empezaban a encajar. Le quité la linterna y paseé el haz de luz por la pared.

—La diosa de la luna… —susurré—. El ritual del laberinto… «En medio del mar oscuro como el vino hay una tierra llamada Creta, una tierra hermosa y fértil nacida del agua…»

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