El ojo de Eva (29 page)

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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: El ojo de Eva
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38

L
a mañana siguiente amaneció con niebla y viento, pero aclaró mientras estaban desayunando. La radio estaba puesta. Eva la oía distraída cuando de repente aguzó el oído. Daban las noticias. Un hombre había sido arrestado en relación con el asesinato. Un conductor de autobús, de cincuenta y siete años, que tenía un Renault blanco. Se pusieron los dos a escuchar, olvidándose del desayuno.

—¡Ja! —exclamó el padre—. No tiene coartada.

Eva estaba asustada. El detenido había confesado haber comprado servicios sexuales a la víctima en varias ocasiones. Naturalmente, eran muchos los que durante dos años habían frecuentado el piso de Maja. Eva se imaginó cómo se estaba derrumbando el futuro de ese tipo, un pobre inocente, que tal vez tenía familia, y pensó: «Es culpa mía».

—Ya te lo dije —exclamó su padre triunfante—. ¡Ya lo tienen!

—A mí todo esto me suena demasiado fácil. Sólo porque ese tipo tiene ese modelo de coche y carece de coartada. Y además, no está prohibido comprar sexo. Antiguamente —dijo Eva en voz alta—, no eras un hombre de verdad si no frecuentabas los prostíbulos.

—¡Vaya! —exclamó su padre levantando la vista.

Eva estaba sudando.

—Pero qué negativa eres. ¿No suelen cogerlos casi siempre enseguida? Vivimos en una ciudad pequeña.

—Algunas veces se equivocan —dijo Eva en tono cortante, masticando la dura corteza del pan integral que compraba su padre. Sabía que estaba obligada a tomar una decisión. Tenía que hacer algo—. Estoy segura de que hay montones de hombres que han visitado a esa… señora que tienen coche blanco y carecen de coartada.

Terminó de desayunar. Recogió la mesa, fregó los cacharros, dejó la cartera entre dos periódicos en el salón, cogió el abrigo y abrazó a su padre.

—Ya nos veremos —dijo moviendo la mano—. Dentro de poco.

—Espero que sea verdad.

Su padre empujó su dentadura postiza, que tenía cierta tendencia a bajarse cuando sonreía demasiado. Le dijo adiós con la mano y luego siguió con la vista al Opel mientras subía por la cuesta llena de baches. Notó que sus temblores iban en aumento, siempre le ocurría cuando había tenido compañía durante un tiempo y luego se quedaba solo. Eva ya había alcanzado una buena velocidad y bajaba hacia el túnel de Hov. «Iré a Rosenkrantzgate —se dijo—, a la casa verde. Y averiguaré quién es él.» Guardaba una bolsa de bandolera en el coche, y con la falda larga que llevaba podría pasar por vendedora o predicadora de alguna secta. Tal vez pudiera ver cómo era la mujer de ese hombre e intercambiar algunas palabras con su hijo, si realmente era su hijo. Estaba convencida de ello. ¿Los testigos de Jehová llevaban siempre falda? ¿Y no tenían el pelo largo? Al menos lo tenían cuando ella era pequeña, ¿O eran los mormones? Daba igual. Ya estaba dentro del túnel. Echó un rápido vistazo en el espejo a su rostro sin maquillar, pero sólo podía verlo durante brevísimos destellos de color naranja, procedentes de la luz del techo del túnel, que se reflejaba en sus pupilas. No se reconocía a sí misma; apretó las manos alrededor del volante y notó que algo ardía debajo del abrigo. Era un sentimiento que no había tenido desde su niñez con Maja, su pasión había desaparecido por el camino, en su complicado matrimonio, en el montón de facturas sin pagar, en la preocupación por la obesidad de Emma y en la frustración por no haber triunfado como artista. Era un sentimiento que se iniciaba en algún lugar de su pecho, pero que poco a poco iba bajando hasta el vientre. Ese sentimiento le hizo sentirse viva, tuvo la sensación de poder entrar en el taller y pintar un poderoso cuadro, más poderoso que todo lo que había hecho hasta entonces, impulsada por una justa ira. De repente se sentía eufórica, el pulso le latía cada vez más deprisa y la llameante luz naranja del techo del túnel mantuvo vivo el fuego dentro de ella hasta que llegó al centro. Se metió en la fila de la derecha y se encaminó a Rosenkrantzgate.

No había nadie fuera de las casas multicolores. Era temprano. Pasó por la casa verde y aparcó en las afueras de la urbanización, detrás de un cobertizo para bicicletas. Se puso la bolsa de bandolera al hombro y se acercó a buen paso a las casas. Intentó adoptar una expresión enérgica y alegre, como si llevara un maravilloso mensaje en la voluminosa bolsa, a la vez que se iba fijando en los detalles, tales como los soportes para las bicicletas, el pequeño espacio con columpios y arena para jugar los niños, los tendederos y el seto con restos de flores amarillas. Se veía algún que otro juguete de plástico descolorido tirado sobre los minúsculos céspedes. Giró hacia la casa verde y se acercó a la primera puerta. Reconocería a la mujer rubia si la viera, un frágil ser con un lenguaje corporal muy cursi. Eva miró fijamente los timbres y eligió el botón de arriba, sobre el que ponía Helland, pero esperó un rato para armarse de valor. Intentó mirar a través de la puerta, pero era de cristal opaco y no permitía ver nada. Tampoco oía nada, y se dio un buen susto cuando la puerta se abrió de repente y un hombre la miró fijamente a la cara. No era Elmer. Sólo vivían dos familias en cada portal, de modo que lo saludó con la cabeza y se echó a un lado para dejarle pasar. El hombre la miró suspicazmente. Eva leyó rápidamente los nombres de los timbres.

—¿Helland? —se apresuró a preguntar.

—Sí, soy yo.

—Ah, bueno, entonces es a Einarsson a quien estoy buscando.

El hombre se volvió para mirarla una vez más antes de desaparecer en dirección a los garajes. Eva se metió en el portal a hurtadillas, como un ladrón.

La placa de la puerta con el nombre era de porcelana, pintada por algún aficionado, y el dibujo representaba una madre, un padre y un niño, con los nombres puestos debajo de cada figura: Jorun, Egil y Jan Henry. Eva movió la cabeza y volvió a salir a hurtadillas. «Egil Einarsson, Rosenkrantzgate 16 —pensó—. Sé quién eres y lo que has hecho. Y pronto te lo diré.»

39

E
va estaba de vuelta en casa, muy concentrada.

Todos los demás quehaceres los dejó de lado, todos sus escrúpulos reventaron como burbujas al alcanzar la superficie de la conciencia, todo ese miedo que albergaba en su interior se había transformado en energía. Se imaginaba a ese pobre conductor de autobús, un poco gordo, quizá, con poco pelo, sentado en algún cuarto de interrogatorios bebiendo café instantáneo y fumando tantos cigarrillos como quisiera, que serían muchos. Seguramente ya ni le sabían bien, pero al menos era algo a qué agarrarse; si no, qué iba a hacer con sus manos, rodeado como estaría de policías uniformados por todas partes, estudiando precisamente sus manos, para descubrir si podía haber matado a Maja con ellas. Por supuesto que harían una prueba de ADN, pero tardarían bastante, tal vez semanas, y mientras tanto ese hombre tendría que esperar, y aunque no hubiese mantenido relaciones sexuales con Maja precisamente esa noche, podría haberla matado de todos modos, pensarían ellos. Claro que lo tratarían humanamente, aun tratándose de un asesinato, el delito más feo y más brutal de todos. Y sin embargo, a Eva no le resultaba difícil imaginarse a algún bruto, de mirada penetrante, que despojaba al pobre hombre de la poca dignidad que le quedaba. Tal vez Sejer, con toda su callada paciencia, podría transformarse en una auténtica pesadilla. No era imposible. Y en algún lugar puede que hubiera una esposa lloriqueando, fuera de sí de miedo. Al fin y al cabo, pensó, nadie puede estar seguro de los demás.

De un armario sacó ropa que no solía ponerse: un viejo pantalón del almacén de sobrantes del Ejército, con bolsillos en los muslos. Era grueso, tieso e incómodo, en absoluto de su estilo, precisamente por eso le venía muy bien. Tenía que salirse de sí misma, así todo resultaría más fácil. Encontró también un jersey negro de cuello alto y unas botas bajas de goma blanca, muy apropiadas para la ocasión. Se sentó a la mesa del comedor con papel y lápiz. Masticaba sin cesar; le gustaba el sabor a madera porosa y a grafito blando, de la misma manera que le gustaba chupar suavemente los pinceles despues de haberlos limpiado en trementina. Nunca se lo había dicho a nadie, era un vicio secreto. Después de tres intentos, tenía listo el texto. Era breve y sencillo, sin rodeos, podría haber sido escrito por un hombre. Eva se deleitaba con su capacidad de decisión y acción. Era algo nuevo, una nueva fuerza que la impulsaba hacia delante, una fuerza que hacía mucho que no sentía. En los últimos tiempos se había ido arrastrando sin ninguna motivación, sin nada que tirara de ella. En ese momento estaba lanzada. A Maja le habría gustado.

«P
AGARÉ UN BUEN PRECIO POR TU COCHE SI QUIERES VENDERLO

Nada más que eso. Y una firma. Vaciló un poco sobre ese punto, no debería mencionar su nombre, pero era incapaz de inventar otro. Cualquier nombre que intentara poner le parecía estúpido. Al final todo salió de un modo natural. Un nombre auténtico que él no conocía, y un número de teléfono que no era el suyo. A partir de las 19 horas. Ya estaba todo listo. Dejaría en casa el bolso y el abrigo. Se puso un viejo plumas y metió la hoja de papel en el bolsillo. De repente se le ocurrió buscar una goma y recogerse el pelo en la nuca en una coleta. Cuando se detuvo delante del espejo de la entrada para comprobar su aspecto, descubrió a una persona desconocida, con orejas prominentes. Parecía una muchacha demasiado crecida para su edad. No le importaba mucho, no era muy presumida. Lo más importante era que no se pareciera a Eva. Finalmente bajó al sótano, buscó en el banco de carpintero y encontró una vieja bolsa de pescador, que era de Jostein. En el fondo había un cuchillo. Encajaba perfectamente en el bolsillo del muslo del pantalón, que era largo y estrecho. Un poco de seguridad para una mujer sola, de ejemplo y escarmiento en caso de que Egil Einarsson se pusiera difícil.

Aparcó a buena distancia, en la esquina de los baños municipales. El guarda jurado no se veía por ninguna parte, tendría más lugares que vigilar. Tal vez se deslizaba furtivamente por los vestuarios y los servicios del personal, tal vez vigilaba las existencias de cerveza y refrescos. Allí se robaría como en otros tipos de trabajo. Cruzó la calle y se coló rápidamente por debajo de la barrera del aparcamiento. De nuevo le asombró la cantidad de coches blancos que había, pero se dirigió automáticamente al mismo sitio de la vez anterior y comprobó que no estaba allí. Su equilibrio mental se vio amenazado por la posibilidad de que el hombre no estuviera en el trabajo, de que por fin se hubiera derrumbado y hubiera huido. O tal vez tuviera el turno de noche. A pesar de todo, continuó recorriendo las filas de coches. Tal vez el tipo se hubiera enterado ya del arresto del conductor de autobús y se sintiera más seguro que nunca. ¡Un Renault blanco! ¡Qué tontos! De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro, pero no veía a nadie. Por fin encontró el Opel al final del aparcamiento. Estaba estacionado descuidadamente, sobrepasando las líneas, como si el dueño hubiera tenido prisa. Sacó la nota del bolsillo, la desdobló y la puso debajo del limpiaparabrisas. Luego permaneció un instante admirando el vehículo por si alguien la estaba observando desde alguna ventana. A continuación volvió a su coche, arrancó y atravesó la calle principal de la ciudad. Era como encontrarse al principio de un maratón sin haberse entrenado previamente; la tarea que tenía por delante la abrumaba, pero se sentía en buena forma, descansada y firmemente decidida a terminarla. Se acordaría siempre de ese día: lunes, 5 de octubre. Estaba ligeramente nublado y hacía bastante viento.

40

M
iraba el reloj aproximadamente cada cuarto de hora.

Cuando ya eran casi las seis de la tarde se volvió a meter en el coche y recorrió los veinticinco kilómetros que había hasta casa de su padre. Él había visto el coche desde lejos y estaba en la escalera, con el entrecejo fruncido, cuando llegó Eva. La chica iba vestida de una manera extraña, como si fuera a ir de excursión al bosque, o algo peor. Sacudió la cabeza.

—¿Vas a cometer un robo?

—Exactamente. ¿Podrías llevar tú el coche?

—Te dejaste la cartera —dijo su padre.

—Ya lo sé, por eso vengo.

Eva le acarició la mejilla y entró, echando un rápido vistazo a la puerta del despacho, donde estaba el teléfono. Estaba entreabierta. El teléfono no sonaba casi nunca en esa casa. Eva volvió a mirar el reloj. Tal vez no llamara, o quizá esperara hasta más tarde. Ella sabía mucho de la relación que solían tener los hombres con los coches. El poder presumir de coche, discutir detalles técnicos y de fabricación, caballos, frenos y la solidez alemana, mientras babeaban como niños, era la mayor vanidad de los hombres. La impresión que tenía de ese hombre, aunque muy superficial, era sin duda correcta. Ese coche era muy importante para él; la mujer y el hijo ocuparían el segundo lugar. No era seguro que estuviera dispuesto a venderlo, y entonces ella tampoco a comprar. Al darse cuenta de que se trataba de una mujer le entraría más curiosidad aún: él, cliente asiduo de putas e impostor, que gastaba su sueldo en comprar satisfacciones con otras mujeres, teniendo mujer e hijo. Un ser abyecto. Tal vez un borracho y mentalmente desequilibrado. Un cabrón, un…

—¿Por qué estás tan colorada?

Eva se estremeció y recapacitó.

—Tengo cosas en qué pensar.

—No me digas. ¿Sabes algo de Emma?

—Ya vendrá. ¿Te parezco una mala madre?

Su padre carraspeó.

—No demasiado. Haces lo que puedes. En el fondo nadie es lo suficientemente bueno, al menos no para Emma.

La siguió cojeando hasta la cocina.

—Dios mío, papá, estás más obsesionado con esa niña de lo que estabas conmigo.

—Claro que sí. Espera y verás cuando seas abuela. Es como una especie de segunda oportunidad, ¿sabes?, para hacer las cosas mejor que la primera vez.

—Conmigo lo hiciste muy bien.

—¿A pesar del traslado?

Eva se volvió con el paquete de café en la mano.

—Claro que sí.

—Creía que no me lo habías perdonado.

—Es posible, pero tienes derecho a equivocarte, como todo el mundo.

—Supongo que fue lo de tu amiga… que perdiste a tu mejor amiga… Eso tuvo que ser muy duro. ¿Cómo se llamaba?

La voz de su padre sonaba inocente.

—Eh… May Britt.

—¿May Britt? No, así no se llamaba, ¿no?

Eva echó el café sobre el filtro, conteniendo el aliento. Afortunadamente su padre era ya viejo y la memoria le fallaba. Pero ella se sintió mal. Las mentiras despegaron y volaron desde su boca, ligeras como insectos.

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