E
l hombre conducía un Saab azul oscuro. Tenía una expresión de cara malvada, y en sus ojos se podía leer una inmensa rabia. El dinero había desaparecido. Alguien se le había adelantado. No entendía quién podía haber sido. El coche iba dando tumbos por la carretera de gravilla. Profirió unas cuantas maldiciones. A su izquierda reposaba el lago, liso como un espejo; la mayor parte de las cabañas estaban oscuras. Se sentía engañado. Habían sucedido cosas de las que él no estaba enterado; volvió la vista atrás en busca de algo que pudiera explicar esa catástrofe, el desastroso hecho de que alguien hubiera forzado la entrada de la cabaña y robado el dinero. Su dinero. Estaba clarísimo lo que había pasado. No faltaba ninguna otra cosa, allí estaba todo: los prismáticos, la cámara, el televisor y la radio. Incluso el pequeño almacén de vino en el sótano seguía intacto. Golpeó el volante con la mano y frenó un poco en la curva. Una repentina visión le hizo girar a la izquierda, había divisado un caminito lleno de baches que conducía al lago, hasta una cabaña que más bien parecía una choza. No había nadie y parecía que no había sido usada en mucho tiempo. Condujo el coche hasta el mismo borde del lago y dejó el motor en marcha; necesitaba un poco de tiempo para calmarse. Sacó el paquete de cigarrillos y se encendió uno mientras contemplaba pensativo la enorme y reluciente superficie del agua. Tenía la cara estrecha, los ojos muy juntos y el pelo y las cejas negros. Era un hombre guapo, pero su expresión lo estropeaba todo; era una expresión tensa, como si se sintiera ofendido, y cuando rara vez sonreía, no parecía convincente. En ese momento no sonreía, fumaba con impaciencia. El motor, que rugía en el silencio, empezó a irritarle y lo apagó. Abrió la puerta y dio unos pasos hacia el agua para ver mejor el grandioso paisaje. Todo quedó sumido en la más completa oscuridad cuando se apagaron los faros, pero las montañas emergían lentamente de las sombras; como inmensas bestias del pasado yacían alrededor de un enorme charco. El hombre sintió una indomable necesidad de bramar en la oscuridad y pensó que probablemente las montañas le devolverían el bramido. En ese instante vio el coche. Un viejo Opel Ascona. Estaba aparcado en la parte de atrás de la cabaña, un coche viejo, abandonado. Qué extraño. ¿Habría gente en la cabaña a pesar de todo? Se acercó a hurtadillas al coche abandonado, de repente no tan seguro de estar solo, e intentó mirar por un cristal. La puerta no estaba cerrada con llave, lo cual resultaba más extraño aún. El vehículo estaba vacío, no había nada sobre los asientos. Se volvió a enderezar y miró a su alrededor. De repente tuvo una singular ocurrencia que le hizo volver a su coche y sentarse en él, mientras meditaba y fumaba su cigarrillo. Cuando lo hubo apurado casi hasta el filtro lo aplastó en el cenicero y se encendió otro.
De repente, Eva se dio cuenta de lo cansada que estaba. Apenas podía levantar los pies y tropezaba constantemente con los matorrales. El bote pesaba una tonelada en su brazo entumecido, pero el traje de plumas no tenía bolsillos y no quería meter el dinero con la ropa sucia de la mochila. Podría impregnarse del olor, nunca se sabía. Había llegado al camino y le resultaba más fácil andar. Caminaba lo más rápido que podía, pero sus piernas apenas eran capaces de seguir su paso. Notaba el movimiento del talón pero no el dedo gordo; toda la parte superior del pie estaba entumecida. Delante de ella se extendía la altiplanicie, completamente desierta. Buscó con la mirada la cabaña en la que antes había visto luz, pero ya estaba apagada. Pensar en el largo viaje en coche que tenía por delante la desalentaba, pero si había logrado llegar hasta allí, también lograría volver a casa; tal vez encontrara por el camino una gasolinera abierta toda la noche, un lugar donde vendiesen perritos calientes y hamburguesas, Coca-Cola y chocolate, y tal vez ensaimadas, empaquetadas en plástico de dos en dos. Y café caliente. Tenía un hambre atroz. Había empezado a pensar en la comida y ya no podía parar. Aunque quizá no debería entrar en ningún sitio, probablemente apestaba más de lo que a ella le parecía, porque ya se había habituado al olor. Y no sería muy conveniente presentarse apestando a excrementos en un lugar iluminado, caliente y con gente. Ya veía el caminito que conducía al lago. Se cambió el bote a la mano izquierda y cogió la linterna con la derecha. Todo parecía tranquilo y desierto, y sin embargo no quiso encender la linterna, no hasta que se encontrara junto al coche, ya lista para marcharse. Cuanto más invisible, mejor. Nunca en su vida había echado tanto de menos su coche y un cigarrillo. Había evitado fumar durante su estancia en la cabaña, no quería dejar colillas en ninguna parte. Gimoteó un poco de pura emoción por todo lo que había sucedido y aceleró el paso. Sólo le quedaban unos metros cuando sucedió algo que le hizo detenerse en seco. Un tremendo rugido reventó el silencio y de pronto se vio bañada por un chorro de luz de halógeno. Por un instante se quedó petrificada con el bote y la linterna en las manos, incapaz de mover los pies, pero enseguida reconoció la luz y el sonido como un coche que se había parado justo delante de ella. Eva se lanzó fuera del haz de luz, corrió por los matorrales, corrió para salvar la vida, sin soltar el bote. Seguía oyendo el motor; mientras lo oyera, podría continuar corriendo, pero si se paraba, tendría que agacharse enseguida. Eso no llegó a ocurrir. De repente tropezó con algo y se cayó de bruces, se había torcido un pie y notaba las ramas y pajas que le arañaban la cara. Se quedó tumbada como muerta. El motor se paró y oyó que se abría la puerta del coche. De pronto lo entendió todo. El hombre había visto el Opel Ascona y se había quedado a esperarla. Todo ha acabado, pensó. Tal vez el tipo tenga un arma de fuego. Puede que una bala en la nuca fuera el final de la vida de Eva. En realidad el dinero no significaba casi nada. De pronto le extrañaban todas esas fatigas a las que se había sometido exclusivamente por ese dinero. En el fondo resultaba increíble, ya que lo único que significaba algo para ella eran Emma y su padre. Y tener dinero suficiente para el pan de cada día, para luz y calor. Pensaba en eso cuando oyó los pasos del hombre en el brezo, pero era incapaz de determinar si se estaban acercando o alejando. Apoyó la cabeza en un brazo. Lo único que quería era dormir. El destino no quería que ese dinero fuera suyo, por eso todo salía mal. En realidad le importaba un comino toda esa fortuna. Hizo un gran esfuerzo por no sucumbir, pensó en Emma y en que tenía que escapar de ese hombre que estaba pateando el brezo. Empezó a deslizarse, tumbada sobre el traje de plumas, que no ofrecía ninguna resistencia. Seguía oyendo los pasos del hombre; mientras él se estuviera moviendo no podría oírla. Se deslizaba un trecho y se paraba; se deslizaba otro trecho y volvía a pararse, y así sucesivamente. El hombre aún estaba lejos, la altiplanicie era grande y él ni siquiera tenía linterna. Mal equipado, pensó, mientras se esforzaba por arrastrar el bote sin hacer demasiado ruido. Por fin oyó que el coche arrancaba de nuevo y vio la luz que barría el paisaje. Agachó de nuevo la cabeza, haciéndose lo más invisible que pudo. Afortunadamente su pelo era negro y el traje azul marino, pero el bote era casi blanco. Tendría que taparlo con su cuerpo, de lo contrario, él vería la mancha blanca. Era una tontería haber arrastrado el bote, seguro que el hombre lo había visto. Pronto llegaría a toda prisa con el coche y la avistaría entre los matorrales con ayuda de los faros. Tal vez la atropellara con las cuatro ruedas y entonces nadie podría saber lo que había sucedido. Nadie entendería por qué alguien la había atropellado y matado arriba en la montaña, vestida con un traje de plumas que le estaba pequeño, y apestando a excrementos. No lo entenderían ni Emma, ni Jostein, ni su padre. Y tal vez, pensó, el asesino de Maja quedaría libre.
E
l hombre sacudió la cabeza y aceleró. Le pareció haber visto algo en la oscuridad, algo blanco que se movía en el aire. Miraba hacia los dos lados mientras subía la cuesta muy despacio, pero las luces de los faros dejaban todo el paisaje a su alrededor sumido en la más completa oscuridad. Habrían sido imaginaciones suyas, o tal vez fuera una oveja. Aunque, pensándolo bien, no había ovejas en el exterior en esa época del año. Bueno, pero pájaros sí habría, o tal vez un zorro o una liebre. Cabían muchas posibilidades. Pero lo curioso era lo del coche aparcado. ¿Podría haber alguien durmiendo en la pequeña cabaña a pesar de todo? No podía perder más tiempo en esas meditaciones. Había que aclarar y resolver muchas cosas. Recuperaría ese dinero. El dinero era suyo, y que nadie pensara otra cosa. Aceleró y volvió a la carretera. Metió la tercera y al poco rato pasó por delante del hotel de montaña. Al doblar una curva, las luces desaparecieron.
L
os montículos de espuma se parecían a las montañas nevadas de la altiplanicie de Hardanger, y el agua estaba hirviendo. Eva metió un pie dentro y estuvo a punto de escaldarse, pero necesitaba un baño lo más caliente posible. Lo que más le hubiera gustado sería haberse metido el agua dentro del cuerpo, dentro de las venas. Sobre el borde de la bañera había una copa de vino tinto. Había tirado la mochila a la basura y desconectado el teléfono. Se sumergió en el agua, que era de color turquesa por las bolitas de sales de baño que le había puesto. En el paraíso no se estaría mejor. Movía los dedos de las manos y de los pies conforme iban entrando en calor. Bebió un trago de vino y notó que el dolor del pie iba atenuándose. Había sido una pesadilla conducir con el pie así, se le había hinchado mucho. Se tapó un instante la nariz y se sumergió entera en el agua. Cuando volvió a la superficie, tenía un gran montículo de espuma sobre la cabeza. «Éste es el aspecto de una millonaria», pensó extrañada, mirándose en el espejo que había sobre la bañera. La suave montaña de espuma se fue hacia un lado y se quedó colgando de su oreja. Eva se tumbó de nuevo y se puso a calcular mentalmente cuánto tiempo le duraría el dinero, gastando doscientas mil coronas al año. Unos diez años. Si es que realmente había tanto dinero; aún no lo había contado, pero lo haría en cuanto se hubiera bañado, arreglado y comido un poco. Lo único que había encontrado en el camino de vuelta había sido una máquina de dulces casi vacía, cuya única oferta era caramelos de frambuesa y pastillas fuertes para la garganta. Cerró los ojos oyendo cómo la espuma le crujía dentro de la oreja conforme iba perdiendo aire. Su piel se estaba habituando a la temperatura; después tendría un aspecto arrugado y rosado, como un bebé, producido por el agua jabonosa tan caliente. Hacía mucho tiempo que no tomaba un baño. Solía conformarse con una ducha rápida, y había olvidado lo delicioso que era. En cambio Emma prefería siempre bañarse.
Alargó un brazo para coger la copa de vino y dio dos largos sorbos. Luego, cuando se hubiera bañado y contado el dinero, dormiría, quizá hasta por la tarde. El cansancio y el sueño se posaban en su frente como una pesa de plomo. La pesa le empujó la cabeza hacia delante, y su barbilla quedó reposando sobre el pecho. Lo último que notó fue el sabor a jabón en la boca.
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ran las nueve de la mañana del 4 de octubre. Eva dormía en el agua fría de la bañera. Se encontraba en medio de un sueño muy ruidoso e irritante. Al moverse en el agua con el fin de librarse de él se deslizó hacia delante y su cara se sumergió. Dio un respingo y tragó gran cantidad de agua jabonosa; carraspeó y tosió intentando levantarse, pero el fondo de la bañera de porcelana era muy resbaladizo y volvió a caerse. Escupía, babeaba y lloraba, hasta que por fin logró sentarse. Volvía a tener frío. En ese momento sonó el timbre de la puerta.
Se levantó de un salto, asustada, y pisó el suelo, olvidándose del pie herido. Gritó, tambaleándose un poco por haberse levantado tan bruscamente, y cogió el albornoz. Había dejado el reloj en la repisa, debajo del espejo, y lo miró rápidamente preguntándose quién sería tan temprano. Era demasiado pronto para vendedores y mendigos, su padre no iba nunca a ningún sitio y Emma no había anunciado su vuelta. ¡La policía!, pensó atándose el albornoz por la cintura. No estaba preparada, no había tenido tiempo para pensar en qué decirle si volvía a aparecer. Estaba segura de que era el policía. Ese inspector jefe de mirada intensa. Claro que tampoco estaba obligada a abrirle, pues era la dueña y señora de su propia casa, ¿no? Además, se encontraba en la bañera y era una hora completamente intempestiva para ir a hacer preguntas. Podría quedarse en el cuarto de baño hasta que ese tipo se marchara. Pensaría que no se había levantado aún, o que estaba de viaje. Si no hubiera sido por el coche, claro, que estaba aparcado delante de la casa, pero podría haber cogido el autobús, de hecho lo hacía a veces cuando no tenía dinero para gasolina. ¿Qué quería ese hombre? Del dinero de Maja no podía saber nada, a no ser que ella hubiera dejado un testamento y la policía lo hubiera encontrado. ¡Tal vez fue eso lo que hizo, legar todos sus bienes al centro de acogida! La idea le hizo tambalearse. Claro que Maja pudo haberlo hecho. No tenía el dinero en la caja de seguridad, pero sí su testamento, un cuadernito rojo que contenía la verdad sobre su vida. El timbre volvió a sonar. Eva tomó una rápida decisión. No serviría de mucho esconderse en el baño, el policía no se daría por vencido. Se enrolló la toalla en la cabeza a modo de turbante y salió descalza a la entrada, cojeando y gimiendo a cada paso que daba.
—Señora Magnus —dijo—, disculpe por haber interrumpido su baño, es imperdonable. Puedo volver más tarde.
—De todas formas ya estaba acabando —contestó Eva secamente, sin moverse de la puerta. El inspector llevaba una chaqueta de cuero y pantalones vaqueros. Parecía un hombre normal y corriente, en absoluto un enemigo, pensó Eva. El enemigo era el hombre de la montaña, fuera quien fuera. ¿Habría anotado su número de matrícula? Eva estuvo a punto de desmayarse sólo de pensarlo. En ese caso no tardaría mucho en presentarse. No había reparado en ese aspecto hasta entonces. Frunció el entrecejo.
—¿Puedo entrar un momento?
Eva no contestó, se limitó a apretarse contra la pared, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza. Dentro, en el salón, señaló el sofá, pero ella seguía de pie en medio de la habitación, como un frente frío, pensó él mientras se sentaba lentamente en el sillón negro de Eva Magnus. La experta mirada barrió casi imperceptiblemente la habitación blanca y negra, incluso registró la bolsa de caramelos de frambuesa en la mesa, las llaves del coche, el bolso abierto y un paquete de tabaco.