—¿Tú también echas de menos a Emma, verdad? Por eso vienes tanto por aquí. Si se queda mucho tiempo con Jostein tendrás que pasarle una pensión, ¿sabes?
—A Jostein jamás se le ocurriría hacer una cosa así. No seas injusto.
—Sólo digo que tengas cuidado. ¿Conoces a su nueva mujer?
—No, ni tengo ningún interés en conocerla. Sé que es rubia y tiene tetas grandes.
—Debes tener cuidado, tal vez haga algo.
—¡Papá!
Eva se detuvo en seco y suspiró profundamente.
—¡No me preocupes más de lo que estoy!
Su padre miró el suelo avergonzado.
—Perdóname. Es que estoy intentando averiguar lo que te pasa.
—Gracias, pero soy yo quien lleva las riendas, ¿sabes? Siéntate. Deberías poner las piernas en alto, no haces lo que te mandan. ¿Usas la manta eléctrica que te regalé?
—Se me olvida enchufarla. Soy viejo y ya no me acuerdo de las cosas. Además, siempre tengo miedo de que se produzca un cortocircuito.
—Habrá que ponerle un termostato entonces.
—¿Has heredado?
Hubo un silencio inmenso. Las primeras gotas de agua hirviendo gotearon por el filtro, y el olor a café se extendió por la cocina.
—No —dijo Eva en voz baja—. Pero no tengo la intención de permitir que la escasez de dinero me amargue la vida.
—Así que te has conseguido una prensa propia. Ya me lo figuraba. —Su padre se sentó, contento—. Quiero un Tía María con el café.
—Ya lo sé.
—¿Así que lo sabes, eh? ¿Que hoy es cinco de octubre?
—Sí. No me olvido de esta fecha, no me olvidaré nunca. Tómate una copa de Tía María por mamá, como ella te pidió.
—No importa que la sirvas generosamente.
—Siempre lo hago. Te conozco.
Le sirvió el licor, bebieron café y se pusieron a mirar por la ventana. No les resultaba difícil estar callados, lo habían estado muchas veces. Miraban el granero del vecino, el arce, que estaba de color rojo sangre y amarillo. Descubrieron que la corteza estaba a punto de soltarse por un lado.
—Pronto talarán ese árbol —dijo el padre en voz baja—. Mira, apenas tiene ramas por el otro lado.
—Pero sigue siendo hermoso. Sin ese árbol todo quedará muy desnudo.
—Tiene una enfermedad, ¿sabes? Se morirá de todos modos.
—¿Y hay que talar árboles grandes sólo porque ya no son perfectos?
—No. Porque está enfermo. El vecino ya ha plantado uno nuevo, allí a la izquierda, ¿lo ves?
—¿Esa ramita tan pequeña?
—Así son al principio. Irá creciendo, pero tardará unos cuarenta o cincuenta años.
Eva sorbía el café y miraba a escondidas el reloj. Ese hombre ya estaría en casa. Habría leído su nota, tal vez hablara con su mujer sobre si deberían vender el coche o no. No, pensándolo bien no, decidiría él por su cuenta. Pero podría llamar a algún compañero para preguntar lo que podía pedir por un Manta en buen estado. Eva esperaba que no se lo preguntara a ella, pues no tenía ni idea. Podría contestar que necesitaba preguntar por ahí. Quizá lo estuviera lavando en ese momento, y luego le pasaría el aspirador. O quizá había leído la nota y hecho un gesto desdeñoso antes de tirarla. También podría ser que el papel se hubiera caído del limpiaparabrisas y el viento se lo hubiera llevado. En ese caso no lo habría podido leer. Estaría viendo la televisión, tomando una cerveza, con las piernas sobre la mesa del salón. Su mujer andaría por la casa diciendo al niño que estuviera callado mientras su padre veía el telediario. O quizá se hubiera ido al centro con la pandilla a jugar a los bolos. Eva pensaba en todo eso mientras tomaba el café. Había mil posibilidades de que no llamara. Pero también podría llamar por el dinero. Averiguaría si el hombre era tan codicioso como ella; Eva pensaba que sí. Además sería una posibilidad de librarse de algo que podría relacionarlo con el asesinato. La taza estaba acercándose a sus labios y tenía los ojos clavados en el árbol enfermo del vecino cuando sonó el teléfono. Se manchó de café la barbilla cuando se levantó de un salto.
—¿Qué pasa?
Su padre la miró asombrado.
—Suena el teléfono, yo lo cogeré.
Eva cruzó la habitación corriendo y entró en el despacho. Entornó con cuidado la puerta y tuvo que serenarse un poco antes de descolgar. Le temblaban las manos. No era seguro que fuera él. Tal vez fuera la asistenta municipal que se había puesto enferma. O quizá Emma, o alguien que se había equivocado de número.
—Liland —dijo Eva en voz baja.
Hubo un segundo de silencio. La voz del hombre sonaba insegura, como si tuviera miedo de que le tomaran el pelo. O tal vez olfateara el peligro.
—Es sobre un Opel Manta. Quería hablar con Liland.
—Soy yo.
Por un instante, Eva se sintió completamente abrumada al oír su voz.
—¿Entonces estás interesado?
—Más bien eres tú la interesada, ¿no? Pensaba que eras un hombre.
—¿Importa algo?
—No, por Dios. Si entiendes de coches…
—¡Vaya!
Eva se rió.
—¿Es una cuestión de dinero, no? Casi todo se vende, ¿sabes?, si el precio es lo suficientemente alto.
Eva adoptó un tono ligero, descarado.
—Sí, sí, pero para que lo venda tendrá que ser muy alto.
—Lo será, si el coche es tan bueno como parece.
Su corazón latía violentamente bajo el jersey. El hombre parecía malhumorado. Ella sabía que era un hombre al que no podría soportar.
—El coche está en un estado óptimo. Sólo pierde un poco de aceite.
—Bueno, eso tiene arreglo, ¿no? ¿Puedo verlo?
—Claro. Esta misma noche, si te interesa. Le he pasado la manguera y lo he recogido un poco por dentro. Pero tendrás que probarlo, claro.
—No pensaba comprarlo sin probarlo.
—Tampoco es seguro que quiera venderlo.
Callaron los dos. Eva oía cómo la hostilidad entre ambos vibraba a través de la línea. Era como si se odiaran desde hacía mucho tiempo.
—Son las siete y diez. Tengo que hacer un par de cosas, pero si quieres, podemos quedar en el centro sobre… las nueve y media, por ejemplo… ¿Vives en el centro?
—Sí —contestó Eva.
—¿Puede ser junto a la estación de autobuses?
—De acuerdo. A las nueve y media. Te veré cuando llegues, estaré junto al quiosco.
El hombre colgó, y Eva se quedó un instante con el auricular en la mano, escuchando la señal de marcar. Su padre la llamó desde la cocina. Eva miró el auricular pensando en lo indiferente que parecía el hombre, como si nada hubiera pasado. Así era. Para él se trataba de algo ya acabado. Lo había enterrado todo. En ese momento lo que le interesaba era el dinero. Pero a ella también le había interesado. Eva se estremeció y volvió con su padre junto a la mesa. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa, debería procurar controlarse. Pero su corazón latía a toda marcha y tenía las mejillas más coloradas que de costumbre.
—¿Y bien? —dijo su padre con mucha curiosidad—. ¿Cómo no me has dejado hablar a mí?
—Se habían equivocado.
—¡Pues sí que han tardado en darse cuenta!
—Era muy hablador. Y muy majo; me ha preguntado si quería comprarle su coche.
—Creo que deberías dejar esas cosas en manos de otros. Cuando vayas a cambiar de coche, pregunta a Jostein.
—Lo tendré en cuenta.
Eva volvió a llenar de café la taza y miró el arce de nuevo. Estaba verdaderamente feo, con esa hendidura en la corteza. En realidad, parecía una enorme herida, infectada de pus.
E
va esperaba en la oscuridad. El viento había arreciado y llegaba en fuertes ráfagas. La coleta le golpeaba las orejas, que las tenía heladas porque el pelo no las cubría y calentaba como de costumbre. Sus pensamientos vagaban de un lado a otro, y se detuvieron en la época de su niñez. De repente vislumbró a Maja con toda nitidez; era una imagen de un verano, tal vez de cuando tenían once años. Maja llevaba un bañador americano del que estaba muy orgullosa. Se lo había regalado su tío, un tío que cazaba ballenas y que siempre le llevaba algo emocionante. A veces hasta había regalos para Eva: cajas de bombones y chicles americanos. El bañador era rojo carmín y estaba curiosamente arrugado. Tenía gomas cosidas de arriba abajo que hacían que la tela formara minúsculas burbujas. Era la única que tenía un bañador así. Cuando Maja salía del agua, las burbujas se hinchaban y parecían enormes frambuesas. Ésa era la imagen que Eva veía en su interior: Maja saliendo del agua, chorreando, con el pelo más negro que nunca porque está mojado. Su bañador es el más bonito de toda la playa. Una y otra vez Maja sale del agua. Sonríe abiertamente, porque no sabe lo que le aguarda el futuro ni cómo va a acabar todo.
El dinero ya estaba a salvo en el sótano de su padre. Había dejado el bote en un rincón; había recuperado el mismo aspecto de trasto sin valor que tenía en el cuarto de la cabaña. Su padre no bajaba nunca al sótano, ya no podía con la empinada escalera. Ninguna otra persona bajaba tampoco, a no ser que lo hiciera la asistenta municipal, pero no lo creía. Las asistentas municipales no tocaban ni sótanos ni áticos, lo ponía en las instrucciones de su trabajo.
La estación de autobuses era el edificio más feo que Eva había visto nunca, una caja gris y alargada de hormigón con las ventanas vacías. Había aparcado el coche en la parte de atrás, cerca de las vías del tren. Estaba apoyada en el quiosco mirando hacia el puente, por donde tenía que llegar el hombre. Giraría a la derecha, desaparecería un instante detrás del banco y aparecería luego justo delante del quiosco. No saldría del coche para saludarla, no era de esa clase de personas; se quedaría sentado dentro, pegaría la nariz al parabrisas, la miraría con los ojos entreabiertos y le haría una especie de seña con la cabeza para darle a entender que podía entrar. Eva tendría que sentarse a su lado, con la caja de cambios como única separación entre ellos. En un coche se está muy cerca de la otra persona, pensó Eva; estaría tan cerca de él que hasta podría olerlo, y la voz del hombre, esa voz cortante y poco melodiosa, estaría justo al lado de su oreja izquierda. Eva carraspeó nerviosa mientras pensaba en lo primero que le diría, algo que lo dejara pálido de miedo. Rechazó la idea y miró los coches que pasaban en incesantes ráfagas por el puente. Todos estaban deseando salir de esa borrascosa ciudad. Todos tenían una meta, nadie vagaba por ahí sin ton ni son, al menos en una noche como ésa. Los autobuses rugían cálidamente en los garajes, y la gente se metía dentro de la luz y el calor. Los autobuses rojos tenían aspecto de bondadosos. El conductor inspiraba confianza, inclinado sobre el volante y moviendo perezosamente la cabeza cada vez que sonaban las monedas en su mano. Tras los cristales, las caras pálidas de otoño miraban sin ver. En un autobús te encuentras en tierra de nadie, entregado a tus propios pensamientos, al calor y a los baches. De repente le entraron ganas de subirse a uno de ellos, de sentarse junto a una ventana, e ir por la ciudad viendo cómo cada uno encontraba su propia puerta, su propio refugio seguro. Pero en lugar de subir a uno de esos cálidos autobuses, allí estaba, pasando frío en medio de la calle, frotándose las manos heladas, cubiertas por unos guantes demasiado finos, esperando a un asesino. Cuando el tipo dobló por fin la esquina, Eva soltó todo el aire que tenía en los pulmones. A partir de ese momento se llenarían y se vaciarían a un ritmo muy especial. Lo más importante sería mantener la concentración con el fin de no decir nada que no debiera. Tendría que ir tanteando, abriéndose paso. El tipo redujo la velocidad. Eva vio que ponía punto muerto y miraba por la ventana lateral con cara de bobo y de desconfianza. Ella abrió la puerta y se sentó dentro. El hombre agarraba la palanca de cambios con obstinación, como advirtiendo de que se trataba de un juguete que no quería compartir con nadie. Saludó con la cabeza.
Eva se puso el cinturón de seguridad.
—Da una vuelta primero, luego lo cogeré yo.
El hombre no contestó, puso el coche en marcha y pasó por encima de los lugares marcados para los autobuses. Eva sabía que estaba esperando a que ella dijera algo, ya que había sido la que había tomado la iniciativa y la que quería un coche nuevo.
No soy una cobarde, pensó Eva.
—Por lo que veo, no te da miedo recoger a desconocidos por la calle —dijo Eva dulcemente.
Eran las 21.40 horas del 5 de octubre, y Eva no tenía antecedentes penales.
L
a mano izquierda del hombre descansaba perezosamente sobre el volante, y la derecha no soltaba ni un momento la corta y deportiva palanca de cambios. Eva miraba fijamente esas manos; eran cortas y anchas, con dedos gordos, lisas, sin vello. La que reposaba sobre el volante era floja, la otra, la que empuñaba la palanca de cambios era una pálida garra. Esas manos le recordaban a algo que había visto en los libros de Emma: animales subacuáticos ciegos e incoloros. Sus muslos, cortos y rechonchos, amenazaban con reventar las costuras de los vaqueros. Llevaba una cazadora de cuero abierta y la tripa, muy abultada, sobresalía por la cremallera, como si estuviera de cinco meses.
—¿Y a estas alturas quieres comprarte un Manta? —dijo el hombre moviéndose en el asiento.
—Soy un poco sentimental —contestó Eva en tono cortante—. Tuve una vez un Manta, pero me vi obligada a venderlo. Es algo que nunca he superado.
«Estoy sentada a su lado —pensó asombrada—, hablando como si nada hubiera ocurrido.»
—¿Y qué coche tienes ahora?
—Un viejo Ascona —dijo sonriendo—. No es exactamente lo mismo.
—Desde luego que no.
Estaban en medio del puente; el hombre puso el intermitente a la izquierda en la calle principal.
—Ve hacia la cascada —dijo Eva—. Por allí hay rectas donde se puede acelerar un poco.
—¿Así que te gusta la velocidad?
El hombre se reía entre dientes y volvió a balancearse, era un hábito infantil que le hacía parecer muy tonto, primitivo, exactamente como Eva lo recordaba. Ella se sentía muy vieja a su lado, pero seguramente eran más o menos de la misma edad, tal vez él algunos años más joven. La grasa de su tripa no se movía con él, parecía dura como una piedra. Cada vez que pasaban por un poste de luz, su pálido rostro se iluminaba un instante. Era una cara anodina, inexpresiva, sin carácter.
—Iré hasta el aeropuerto, y a la vuelta puedes cogerlo tú. Será suficiente, ¿no?
—Sí, sí.