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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (44 page)

BOOK: El origen del mal
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»Había dos en aquella llanura cubierta de piedras, bajo la luna y las estrellas. Su tamaño me pareció increíble. Que eran luchadores era evidente. Si ves un dibujo del
Tiranosaurus Rex
en un libro de animales prehistóricos no necesitas que te explique nadie que se trata de un animal depredador. Pues estas criaturas eran así: iban armadas hasta los dientes, iban acorazadas y su manifiesta fealdad hacía que no pudieran ser otra cosa. Sólo cuando vi que eran seres tranquilos y que se dominaban, me atreví a apartar de ellos los ojos. Después de observar a las cucarachas, para llamarlas de algún modo, me decidí a observar a las hormigas. Comparadas con ellas, es decir, con los guerreros y las bestias voladoras, esto era exactamente lo que parecían: hormigas. Sin embargo, eran los amos, mientras que aquellos monstruosos gigantes eran sus obedientes esclavos.

»Intenta imaginártelo: en la llanura cubierta de piedras, aquellas dos montañas de carne acorazada. Mas cerca, media docena de pajarracos, con sus cuellos alargados balanceando las cabezas de un lado a otro. Y más cerca aún, a unos cuantos pasos de distancia de la resplandeciente cúpula de la Puerta, los wamphyri que acuden a castigar a uno de los suyos, un transgresor de las leyes de lady Karen. Los observo, los contemplo con una mezcla de terror y morbosa fascinación, y ellos me miran a su vez. Porque estaban allí para empujar a alguien a través de la Puerta y lo que no esperaban era ver entrar a nadie por ella.

»Estaba la propia Karen y cuatro subordinados, cuatro "lugartenientes" si prefieres llamarlos así, y otro que era más feo que un demonio cargado de cadenas de oro. Ahora bien, sabes muy bien, Jazz, que el oro es un metal blando y que se rompe con facilidad, aunque no ocurre lo mismo cuando los eslabones tienen el grosor de un dedo. Había más oro en aquellas cadenas que todo el que he visto junto en mi vida y, a pesar de todo, las llevaba como si fueran de hojalata. Se llamaba Corlis y era enorme, bruto y fuerte, iba absolutamente desnudo, sólo vestido con todo aquel oro. No llevaba guantelete en la mano, estaba humillado. Sin embargo, pese a que se encontraba desnudo y sin armas, se veía en sus ojos enrojecidos el brillo de la furia y el orgullo.

»Los cuatro hombres que lo rodeaban eran muy altos, pero el prisionero los sobrepasaba la cabeza; llevaban largas vainas de cuero fijadas a la espalda y en las manos unas espadas muy finas. La espada, como he sabido después, es una arma humillante y se considera que sólo aquellos maléficos guanteletes que ellos llevan son honorables y adecuados para el combate cuerpo a cuerpo. Estas espadas, además, tenían la punta de plata. Y las cuatro apuntaban a Corlis, que estaba allí jadeante, con la cabeza levantada, lleno de rabia contenida.

»Detrás del prisionero y rodeada por los cuatro que la custodiaban, estaba lady Karen, inmóvil. Al verme, abrió la boca como admirada. Ahora, Jazz, voy a decirte una cosa que ninguna mujer se atrevería a admitir, que ni yo misma me he atrevido casi a admitir hasta ese momento: las mujeres son seres envidiosos. Y las guapas más que las que no lo son. Si lo admito ahora es porque sé que es verdad, si bien debo decir que hasta que vi a Karen no lo supe en realidad.

»Tenía el cabello cobrizo, brillante, casi llameante. Reflejaba la luz blanca de la cúpula como un halo sobre su cabeza y sus cabellos se derramaban sobre sus hombros como oro finamente entretejido que quisiese competir con las fulgurantes ajorcas que llevaba en los brazos. Eslabones de oro de una fina cadena que le rodeaba el cuello sostenían la túnica de cuero blanco y flexible que le ceñía el cuerpo como un guante y las sandalias de cuero pálido que llevaba en los pies estaban pespunteadas con hilos de oro. Llevaba sobre los hombros una capa de pieles negras que le llegaba hasta los pies, confeccionada con los pelos de las alas de los grandes murciélagos, que resplandecía con finos pespuntes de oro, y se ceñía la cintura con un amplio cinturón de cuero negro, cerrado con una hebilla que representaba la cabeza de un lobo aullando y, colgado de su redondeada cadera, pendía el guantelete.

»Era una mujer increíblemente hermosa; mejor dicho, lo habría sido a no ser por sus ojos escarlata. Quienquiera que fuese la gente que convivía con ella, no se diferenciaba de ella; es más, ella era la señora del grupo. Yo no tardaría mucho tiempo en saber qué nombre se daban a sí mismos: wamphyri.

»Se adelantó hacia mí, destacándose del grupo formado a mi alrededor, mientras yo estaba agachada junto a la pared del cráter, con aquella media esfera que era la Puerta a mis espaldas. Vista de cerca todavía era más hermosa; su cuerpo tenía aquel movimiento sinuoso propio de las bailarinas gitanas, aunque tenía un aire tan sencillo que le daba un aspecto totalmente inocente. Su rostro, en forma de corazón, con un orgulloso mechón de pelos sobre la frente, habría podido ser angelical si sus ojos rojos no lo hubieran convertido en el de un demonio. Tenía una boca llena, de arco perfecto; sus labios, rojos como la sangre, todavía más marcados por la palidez de sus mejillas, ligeramente hundidas. Tan sólo su nariz tenía un aspecto un tanto desfavorecedor, porque era un poco inclinada, regordeta, con los orificios excesivamente redondos y oscuros. Y quizá también sus orejas, medio escondidas entre los cabellos y un poco retorcidas, igual que conchas exóticas. Sin embargo, de sus lóbulos pendían unos aros de oro y aunque había en ella un aire salvaje y estaba envuelta en colores contrastados, continuaba teniendo todo el aspecto de una gitana. Hasta sus movimientos emitían un sonido, aun cuando nadie pudiese oírlo…

»Fue entonces cuando ella me dijo: "Habitante de la Tierra del Infierno…"

»Y me lo dijo en una lengua que yo no habría entendido de no haber tenido el talento suficiente para comprenderla. Las lenguas son fáciles de entender cuando uno tiene dotes telepáticas. Sin embargo, lo que yo no podía comprender en las palabras que decía lo leía en su mente, cosa que ella advirtió al momento, porque su mano pálida, de uñas de color carmesí, se movió hacia mí y, acusadora, me dijo: "¡Ladrona del pensamiento!"

»Después entornó los ojos inyectados en sangre y, al volver a hablar, lo hizo con voz reflexiva: "Una mujer de la Tierra de los Infiernos… Había oído hablar de hombres, de brujos que llegaban a través de la Puerta, pero nunca hasta ahora de una mujer. Tal vez es un presagio, porque a lo mejor una ladrona de pensamientos podría serme de gran utilidad".

»Súbitamente pareció tomar una decisión repentina: "Entrégate a mí y transmíteme todos tus secretos y yo te protegeré. Si te niegas y sigues tu camino, no tendrás mi protección", me dijo.

»Pero mientras hablaba, pude ver detrás de ella las miradas socarronas y la lascivia reflejadas en las caras de sus secuaces. Pensé inmediatamente que en aquello me iba la vida. Si no me iba con ella, ¿adonde podía ir? ¿Podía ir a algún otro sitio? Si no me iba con ella, ¿adonde iría a parar?

»"Soy Zekintha", le dije, "y acepto tu protección", le dije. "Entonces llámame lady Karen'', dijo ella moviendo la cabeza, mientras su cabello despedía resplandores de fuego. "Y ahora apártate un poco, porque aquí tenemos qué hacer."

»Y dirigiéndose a sus ayudantes dijo: "¡Traed al perro Corlis!"

»Los hombres de Karen empujaron al prisionero; incluso encadenado, se habría revuelto contra ellos, pero las armas que empuñaban, rematadas con puntas de plata, lo tenían a raya. Le quitaron las cadenas y cuando le retiraron la última…

»…¡aquél era el momento que había estado aguardando!

»Arrollando aquel último trozo de cadena alrededor del puño, Corlis se revolvió, se agitó e hizo retroceder a sus guardianes. Antes de tener tiempo de reaccionar, se libró de la pesada cadena y la proyectó con gran fuerza contra ellos. Después se echó a reír, con una risa loca y desaforada, y se abalanzó sobre lady Karen, como si quisiera apoderarse de ella. "Si tengo que ser una víctima de la Puerta, Karen, ¡también vas a serlo tú!", le gritó. De la misma manera que tú metiste aquí a Karl Vyotsky, Corlis también había decidido sacar de aquí a lady Karen.

»Agarrándola fuertemente, Corlis casi alcanza la baja pared del cráter, pero los hombres que la protegían echaron a correr tras él como perros perdigueros; él, sin embargo, tenía ventaja. Parecía que mi única esperanza en un mundo tan extraño era que me eliminaran. Pero Corlis no había contado conmigo. Mientras eludía a los seguidores de Karen y las bocas de los agujeros del magma, se acercó al lugar donde yo me encontraba. Karen le daba puntapiés y mordiscos, pero esto tenía poca importancia. Era una wamphyri, pero también era una mujer. Con lady Karen transportada bajo el brazo, Corlis se dio cuenta de su oportunidad, por lo que saltó en dirección a unos peldaños naturales de piedra, por los que treparon siguiendo la pared del cráter. Ahora se encontraba a tres o cuatro pasos de la Puerta. Sin embargo, cuando pasaba delante de mí, levanté la pierna y le propiné un buen golpe… Fue así de sencillo.

»Corlis dio un traspié y Karen salió despedida por los aires. A punto estuvo de colarse por uno de los agujeros del magma que abrían sus enormes fauces. Corlis se levantó, quedó apoyado en una rodilla y me lanzó una mirada con la que me escupía todo su odio y su contrariedad. Yo me encontraba casi a su alcance. Avanzó sus brazos hacia mí y yo me hice atrás… Pero ¡oh, santo cielo!, sus brazos infernales seguían acercándose a mí. Se alargaban como si fueran elásticos, cada vez más cerca de mí, y yo podía oír el desgarramiento de sus músculos y de sus ligamentos. Su rostro… ¡oh, Dios mío, qué espantoso era su rostro!… Se abría a través de una boca que parecía una trampa de acero, con hileras de dientes que eran igual que agujas, que crecían visiblemente y que se curvaban por fuera de sus encías. No sé en qué estaba convirtiéndose, pero era evidente que estaba transformándose en algo manifiestamente invencible. Pero yo no estaba dispuesta a ceder ante él. Y menos en una cosa así.

»Yo tenía la metralleta en las manos, pues no la había soltado ni un momento, pero yo no soy un soldado, Jazz, y nunca he matado a nadie. En aquel momento, sin embargo, no me quedaba otro remedio. Así es que apunté con el arma (no me preguntes de dónde saqué las fuerzas, porque tenía unos músculos que parecían de gelatina) y apreté el gatillo.

»Bueno, como bien sabes, las balas no los matan, pero les causan extraordinarias perturbaciones. La cortina de fuego que precipité sobre Corlis era como una potente pared de plomo. Hizo que todo su tronco se volviera de color escarlata, abrió agujeros en su pecho y en su odioso rostro, lo barrió de mi lado y lo dejó repantigado en el suelo, más blando que un trapo húmedo. Y en medio del estrépito enloquecedor provocado por el arma, dio la impresión de que todo había quedado como congelado. En la relativa quietud de la Tierra de las Estrellas, aquel arma de fuego sonó como una carcajada que hubiera retumbado en el infierno. Hasta que el cargador quedó vacío no mermó el ruido, mientras sus estampidos retumbaban a través de las colinas.

»El efecto fue sorprendente, pero súbitamente el cuadro se puso en movimiento. Instados por Karen, que se había puesto de pie, sus hombres se abalanzaron sobre Corlis. ¡Éste se había sentado! Yo no podía creer lo que veían mis ojos, pero así era en efecto. Las perforaciones que las balas habían hecho en su cuerpo ya se estaban cerrando y su cara ensangrentada iba sanando por sí sola. Sin embargo, vio que aquellos hombres se lanzaban contra él con sus espadas de punta de plata y miró enloquecido a su alrededor. ¡Allí! Acababa de descubrir uno de los agujeros del magma; se levantó, ladeado y con el cuerpo encorvado, y, dando un salto, se precipitó hacia su boca oscura. Ya en el aire, uno de los seguidores de Karen lo atrapó, la plata de la espada lanzó un destello y la cabeza de Corlis salió volando por los aires. El tronco se desplomó hacia adelante salpicándolo todo con la sangre que manaba de su cuello cercenado. El salto de Corlis había impulsado su cuerpo retorcido a través del agujero del magma haciéndolo desaparecer de la vista. Pero su cabeza había quedado allí en el suelo y sus labios dibujaban una mueca al tiempo que sus dientes rechinaban espantosamente.

»Karen profirió un grito de asco, dio un paso adelante y de un puntapié lanzó la bola asquerosa a través de otro agujero. Dejando aparte lo que pudiera haber hecho Corlis, aquello había sido horrible y ahora de él no quedaba otra cosa que unas manchas de color escarlata…

»Karen me contempló, al tiempo que observaba el arma humeante que yo todavía tenía en las manos. Sus ojos sanguinolentos estaban muy abiertos y hacían que su cara todavía pareciera más pálida. No sólo observaba el arma que yo tenía en las manos, sino también el resto de mi equipo; parecía que no podía apartar los ojos de los macutos, después de lo cual trasladaba inmediatamente la mirada a la boca del lanzallamas que yo llevaba colgado del cinturón o a la insignia del bolsillo izquierdo de la pechera de mi traje de combate. Al parecer, eso fue lo que más la impresionó, por lo que se acercó más y clavó sus ojos en la cimera del escudo. Por supuesto, se trataba de la hoz y el martillo, atravesados por una bayoneta de una unidad de infantería. Un soldado de escasa talla me había pasado su mono de uniforme.

»Pero para lady Karen significaba mucho más. Irguiéndose todo lo alta que era, como si se sintiera profundamente ultrajada, me señaló con el dedo y me escupió al rostro sus palabras. Las pronunciaba con tal rapidez que parecían graznidos. Yo las leía en su mente: "¿Ésta es tu enseña? ¿El cuchillo curvo, el martillo y la estaca? ¿Quieres burlarte de mí?"

»"Yo no quiero burlarme de nadie", le respondí. "Esta enseña no es más que…"

»"¡Mucho cuidado! Y procura que el arma no se te dispare, porque de lo contrario te entregaré a mis guerreros y te engullirán como una golosina", me replicó.

»Y al decir estas palabras indicó con el dedo las anómalas monstruosidades que aguardaban en la llanura salpicada de rocas.

»Mi arma ahora estaba descargada y no osaba volverla a cargar. Obedeciendo a un momento de inspiración, la tendí a Karen como ofreciéndosela, pero ella retrocedió con un gesto que dejaba traslucir un cierto respeto. Después frunció el entrecejo, apartó de un golpe el arma, se acercó y clavó sus uñas escarlata en el pespunte de mi bolsillo. Arrancó de un gesto el ofensivo blasón y lo arrojó lejos de sí. "¡Así! ¿Repruebas estos signos?", me dijo. "Sí, los repruebo", respondí. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y pareció calmarse.

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