—Cagüenlostia, capitán Alatriste… Qué pequeño es el mundo.
Se volvió, desconcertado, mirando al que acababa de pronunciar su nombre. Resultaba extraño ver a Sebastián Copons tan lejos de una trinchera flamenca y en el acto de pronunciar ocho palabras seguidas. Tardó unos instantes en situarlo en el presente: el viaje por mar, la reciente despedida del aragonés en Cádiz, su licencia e intención de viajar a Sevilla, camino del norte.
—Me alegro de verte, Sebastián.
Era cierto y no lo era del todo. En realidad no se alegraba de verlo allí en ese momento; y mientras ambos se agarraban por los brazos, con sobrio afecto de viejos camaradas, miró sobre el hombro del recién llegado hacia el extremo de la calle. Por suerte Copons era de confianza. Podía quitárselo de encima sin desairarlo, seguro de que entendería. A fin de cuentas, lo bueno de un verdadero amigo era que siempre te dejaba dar las cartas sin preocuparse de la baraja.
—¿Paras en Sevilla? —preguntó.
—Algo.
Copons, pequeño, enjuto y duro como de costumbre, vestía de su natural a lo soldado, con coleto, tahalí, espada y botas. Bajo el sombrero, en la sien izquierda, asomaba la cicatriz de la brecha que el propio Alatriste le había vendado un año atrás, durante la batalla del molino Ruyter.
—Habrá que remojarlo, Diego.
—Después.
Copons lo observó con sorpresa y mucha atención, antes de volverse a medias para seguir la dirección de su mirada.
—Estás ocupado.
—Algo así.
Copons inspeccionó de nuevo la calle, buscando indicios de lo que entretenía a su camarada. Luego tocó maquinalmente el puño de la espada.
—¿Me necesitas? —preguntó con mucha flema.
—No, por ahora —la sonrisa afectuosa de Alatriste agolpaba arrugas curtidas en su cara—… Pero tal vez haya algo para ti, antes de que dejes Sevilla. ¿Te acomoda?
El aragonés encogió los hombros, estoico: el mismo gesto que cuando el capitán Bragado ordenaba entrar daga en mano en las caponeras o asaltar un baluarte holandés.
—¿Tú estás dentro?
—Sí. Y además hay sonante.
—Aunque no lo haya.
En ese momento Alatriste vio aparecer al contador Olmedilla por el extremo de la calle. Vestía de negro, como siempre, abotonado hasta la gola, con su sombrero de ala corta y su aire de funcionario anónimo que parecía directamente salido de un despacho de la Real Audiencia.
—Tengo que dejarte… Nos vemos en la hostería de Becerra.
Puso la mano en el hombro de su camarada, y despidiéndose sin más palabras abandonó el apostadero. Cruzó la calle con aire casual, para converger con el contador ante la casa de la esquina: un edificio de ladrillo, dos plantas y un zaguán discreto con reja que daba acceso al patio interior. Entraron juntos sin llamar y sin dirigirse la palabra; sólo una breve mirada de inteligencia. Alatriste, con una mano en el puño de la espada; Olmedilla, tan avinagrado el semblante como solía. Apareció un criado de edad que se limpiaba las manos en un delantal, el semblante inquisitivo y preocupado.
—Ténganse al Santo Oficio —dijo Olmedilla con toda la frialdad del mundo.
Se demudó el sirviente; que en casa de un genovés y en Sevilla, aquellas eran palabras de mucha trastienda. Así que no dijo esta boca es mía mientras Alatriste, sin apartar la mano del puño de su toledana, indicaba una habitación donde el otro entró como un lechal, dejándose maniatar, amordazar y cerrar con llave. Cuando Alatriste salió de nuevo al patio, Olmedilla aguardaba disimulado tras una enorme maceta con un helecho, las manos juntas y moviendo los pulgares con aire impaciente. Hubo otro silencioso intercambio de miradas, y los dos hombres cruzaron el patio hasta una puerta cerrada. Entonces Alatriste sacó la espada, abrió de golpe y entró en un gabinete espacioso, amueblado con una mesa, un armario, un brasero de cobre y algunas sillas de cuero. La luz de una ventana alta y enrejada, medio cubierta con postigos de celosía, dibujaba innumerables cuadritos de luz sobre la cabeza y los hombros de un individuo de mediana edad, más grueso que corpulento, vestido con bata de seda y pantuflas, que se había puesto de pie, sobresaltado. Esta vez el contador Olmedilla no apeló al Santo Oficio ni a ninguna otra cosa, limitándose a entrar en pos de Alatriste y echar un vistazo alrededor hasta detenerse, con satisfacción profesional, en el armario abierto y atestado de papeles. Un gato, pensó el capitán, se habría relamido del mismo modo a la vista de una sardina a media pulgada de sus bigotes. En cuanto al dueño de la casa, la sangre parecía habérsele retirado del rostro: el tal Jerónimo Garaffa estaba muy callado, la boca abierta con estupor, ambas manos todavía en la mesa donde ardía una palmatoria con vela para fundir lacre. Al levantarse había derramado medio tintero sobre el papel en el que escribía cuando aparecieron los intrusos. Tenía el pelo —lo usaba teñido— en una redecilla, y una bigotera sobre el mostacho engomado. Sostenía la pluma entre los dedos como si la hubiese olvidado allí, y miraba espantado la espada que el capitán Alatriste le apoyaba en la garganta.
—Así que no sabéis de qué os estamos hablando.
El contador Olmedilla, sentado tras la mesa como si estuviera en su propio despacho, alzó la vista de los papeles para ver cómo Jerónimo Garaffa movía angustiado la cabeza, aún con su redecilla puesta. El genovés estaba en una silla, maniatado al respaldo. Pese a que la temperatura era razonable, gruesas gotas de sudor le corrían desde el pelo, por las patillas y la cara que olía a gomas, colirios y ungüento de barbero.
—Le juro a vuestra merced…
Olmedilla interrumpió la protesta con un gesto seco de la mano, y volvió a sumirse en el estudio de los documentos que tenía delante. Sobre la bigotera que les daba un aire grotesco de máscara en Carnaval, los ojos de Garaffa fueron a posarse en Diego Alatriste, que escuchaba en silencio, la toledana de nuevo en la vaina, cruzados los brazos y la espalda en la pared. La expresión helada de sus ojos debió de inquietarlo todavía más que la adustez de Olmedilla, pues se volvió al contador como quien escoge el menor entre dos males sin remedio. Al cabo de un largo y opresivo silencio, el contador dejó los documentos que estudiaba, se echó hacia atrás en la silla y miró al genovés con las manos juntas ante sí, haciendo girar los pulgares. Seguía pareciendo un ratón gris de covachuela, apreció Alatriste. Pero ahora su expresión era la de un ratón que acabase de hacer una mala digestión y paladeara bilis.
—Vamos a poner las cosas claras —dijo Olmedilla, muy deliberado y muy frío—… Vuestra merced sabe de qué le estoy hablando, y nosotros sabemos que lo sabe. Todo lo demás es perder el tiempo.
El genovés tenía la boca tan seca que no pudo articular palabra hasta el tercer intento.
—Juro por Cristo Nuestro Señor —aseguró con voz ronca, cuyo acento extranjero resultaba más intenso a causa del miedo— que no sé nada de ese barco flamenco.
—Cristo no tiene nada que ver con este negocio.
—Esto es un desafuero… Exijo que la Justicia…
El último intento de Garaffa por dar firmeza a su protesta se quebró en un sollozo. Bastaba verle la cara a Diego Alatriste para comprender que la Justicia a la que se refería el genovés, la que estaba sin duda acostumbrado a comprar con lindos reales de a ocho, residía demasiado lejos de aquella habitación, y no había quien le echara un galgo.
—¿Dónde fondeará el
Virgen de Regla
? —volvió a preguntar Olmedilla con mucha calma.
—No sé… Virgen Santa… No sé de qué me habláis.
El contador se rascó la nariz como quien oye llover. Miraba a Alatriste de modo significativo, y éste se dijo que era en verdad la viva estampa del funcionario de aquella España austríaca, siempre minuciosa e implacable con los desdichados. Podía haber sido perfectamente un juez, un escribano, un alguacil, un abogado; cualquiera de las sabandijas que vivían y medraban al amparo de la monarquía. Guadalmedina y Quevedo habían dicho que Olmedilla era honrado, y Alatriste lo creía. Pero en cuanto al resto de su talante y actitudes, nada había de diferente, decidió, con aquella escoria de negras urracas despiadadas y avarientas que poblaban las audiencias y las procuradurías y los juzgados de las Españas, de manera que ni en sueños halláranse Luzbeles tan soberbios, ni Cacos tan ladrones, ni Tántalos tan sedientos de honores, ni hubo nunca blasfemia de infiel que se igualara a sus textos, siempre a gusto del poderoso y nefastos para el humilde. Sanguijuelas infames en quienes faltaban la caridad y el decoro, y sobraban la intemperancia, la rapiña y el fanático celo de la hipocresía; de manera que quienes debían amparar a los pobres y a los míseros, esos precisamente los despedazaban entre sus ávidas garras. Aunque el que tenían hoy entre manos no fuera precisamente el caso. Ni pobre ni mísero, se dijo. Aunque sin duda miserable.
—En fin —concluyó Olmedilla.
Ordenaba los papeles sobre la mesa sin apartar sus ojos de Alatriste, con gesto de estar ya todo dicho, al menos por su parte. Transcurrieron así unos instantes, en los que Olmedilla y el capitán siguieron observándose en silencio. Luego éste descruzó los brazos y se apartó de la pared, acercándose a Garaffa. Cuando llegó a su lado, la expresión aterrorizada del genovés era indescriptible. Alatriste se puso frente a él, inclinándose un poco hasta mirarle los ojos con mucha intensidad y mucha fijeza. Aquel individuo y lo que representaba no movían en lo más mínimo sus reservas de piedad. Bajo la redecilla, el pelo teñido del mercader dejaba regueros de sudor oscuro en su frente y a lo largo del cuello. Ahora, pese a los afeites y pomadas, olía agrio. A transpiración y a miedo.
—Jerónimo… —susurró Alatriste.
Al oír su nombre, pronunciado a tres pulgadas escasas de la cara, Garaffa se sobresaltó como si acabase de recibir una bofetada. El capitán, sin apartar el rostro, se mantuvo unos instantes inmóvil y callado, mirándolo desde esa distancia. Su mostacho casi rozaba la nariz del prisionero.
—He visto torturar a muchos hombres —dijo al fin, lentamente—. Los he visto con los brazos y las piernas descoyuntados por la mancuerda, delatando a sus propios hijos. He visto a renegados desollados vivos, suplicando entre alaridos que los mataran… En Valencia vi quemar los pies a infelices moriscos para que descubrieran el oro escondido, mientras oían los gritos de sus hijas de doce años forzadas por los soldados…
Se calló de pronto, como si hubiera podido seguir contando casos como aquellos indefinidamente, y fuera absurdo continuar. En cuanto al rostro de Garaffa, parecía que acabara de pasarle por encima la mano de la muerte. De pronto había dejado de sudar; como si bajo su piel, amarilla de terror, no quedase gota de líquido.
—Te aseguro que todos hablan tarde o temprano —concluyó el capitán—. O casi todos. A veces, si el verdugo es torpe, alguno muere antes… Pero tú no eres de ésos.
Todavía lo estuvo contemplando un poco más de ese modo, muy cerca, y luego se dirigió a la mesa. De pie frente a ella y vuelto de espaldas al prisionero, se remangó el puño y la manga de la camisa sobre el brazo izquierdo. Mientras lo hacía, su mirada se cruzó con la de Olmedilla, que lo observaba con atención, un poco desconcertado. Después cogió la palmatoria con la vela para fundir lacre y volvió junto al genovés. Al mostrársela, alzándola un poco, la luz de la llama arrancó reflejos verdigrises a sus ojos, de nuevo fijos en Garaffa. Parecían dos inmóviles placas de escarcha.
—Mira —dijo.
Le mostraba el antebrazo, donde una cicatriz delgada y larga subía entre el vello por la piel curtida, hasta el codo. Y luego, ante la nariz del espantado genovés, el capitán Alatriste acercó la llama de la vela a su propia carne desnuda. La llama crepitó entre olor a piel quemada, mientras apretaba las mandíbulas y el puño, y los tendones y músculos del antebrazo se endurecían como sarmientos de vid tallados en piedra. Frente a sus ojos, que seguían mirando glaucos e impasibles, los del genovés estaban desorbitados por el horror. Aquello duró un momento que pareció interminable. Después, con mucha flema, Alatriste dejó la palmatoria sobre la mesa, volvió a ponerse ante el prisionero y le mostró el brazo. Una atroz quemadura, del tamaño de un real de a ocho, enrojecía la piel abrasada en los bordes de la llaga.
—Jerónimo… —repitió.
Había acercado otra vez su cara a la del otro, y de nuevo le hablaba en voz baja, casi confidencial:
—Si esto me lo hago yo, imagina lo que soy capaz de hacerte a ti.
Un charco amarillento se extendía bajo las patas de la silla, piernas abajo del prisionero. Garaffa empezó a gemir y a estremecerse, y continuó así por un espacio muy largo. Al fin recobró el uso de la palabra, y entonces comenzó a hablar de un modo atropellado y prodigioso, torrencial, mientras el contador Olmedilla, diligente, mojaba la pluma en el tintero, tomando las notas oportunas. Alatriste fue a la cocina en busca de manteca, sebo o aceite para ponerse en la quemadura. Cuando regresó, vendándose el antebrazo con un lienzo limpio, Olmedilla le dirigió una mirada que en individuos de otros humores equivaldría a grande y manifiesto respeto. En cuanto a Garaffa, ajeno a todo salvo a su propio terror, continuaba hablando por los codos: nombres, lugares, fechas, bancos portugueses, oro en barras. Y siguió haciéndolo durante un buen rato.
A esa misma hora yo caminaba bajo el prolongado arco que se abre al fondo del patio de banderas, en el callejón de la antigua Aljama. Y tampoco, aunque por motivos distintos a los de Jerónimo Garaffa, a mí me quedaba gota de sangre en el cuerpo. Me detuve en el sitio indicado y puse una mano en la pared porque temí que me flaqueasen las piernas. Pero al fin y al cabo mi instinto de conservación se había desarrollado en los últimos años, de modo que, pese a todo, tuve lucidez para estudiar por lo menudo el sitio, sus dos salidas y las inquietantes puertecillas que se abrían en los muros. Rocé el mango de la daga que llevaba, como siempre, atravesada al cinto en los riñones, y luego, maquinalmente, palpé la faltriquera donde llevaba el billete que me había conducido hasta allí. Lo cierto es que era digno de cualquier lance de comedia de Tirso o de Lope:
Si aún me tenéis afecto, es momento de averiguarlo. Me holgaré de veros a las once de la mañana, en el arco de la judería.
El billete me había llegado a las nueve, con un mozo que pasó por la posada de la calle Tintores, donde yo aguardaba el regreso del capitán sentado en un poyete de la puerta, viendo pasar gente. Venía sin firma, pero el nombre de su remitente estaba tan claro como las heridas profundas que se mantenían en mi corazón y en mi memoria. Juzguen vuestras mercedes los sentimientos encontrados que me venían turbando desde que recibí ese papel, y la deliciosa angustia que guiaba mis pasos. Ahorraré entrar en detalles sobre zozobras de enamorado, que me avergonzarían a mí y causarían tedio al lector. Diré tan sólo que yo entonces tenía dieciséis años y nunca había amado a una niña, o a una mujer —tampoco después amé nunca de tal modo— como en ese tiempo amaba a Angélica de Alquézar.