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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (19 page)

BOOK: El oro del rey
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—Esos nueve hombres formarán el grupo de proa. Subirán sólo cuando los de popa ya estén riñendo en el alcázar, para coger a la tripulación desprevenida y por la espalda. La idea es que aborden muy a la sorda por el ancla, empujen cubierta adelante y nos encontremos todos a popa.

—¿Hay cabos para cada grupo? —preguntó Pencho Bullas.

—Los hay; Sebastián Copons a proa, y yo mismo a popa con vuestra merced y los señores Cagafuego, Campuzano, Guzmán Ramírez, máscarúa, el Caballero de Illescas y el Bravo de los Galeones.

Miré a unos y a otros, desconcertado al principio. En cuanto a calidad de hombres, la desproporción era poco sutil. Al cabo comprendí que Alatriste ponía a los mejores bajo el mando de Copons, reservándose para sí los más indisciplinados o menos de fiar, salvo alguna excepción como el mulato Campuzano, y tal vez Bartolo Cagafuego, que pese a ser más valentón que valiente, por vergüenza pelearía bien a la vista del capitán. Eso significaba que el grupo de proa era el que iba a decidir la partida; mientras los de popa, carne de matadero, soportarían lo peor del combate. Y si algo salía mal o los de proa se retrasaban mucho, a popa tendrían también el mayor número de bajas.

—El plan —prosiguió Alatriste— es cortar el cable del ancla para que el barco derive hacia la costa y embarranque en una de las lenguas de arena que están frente a la punta de San Jacinto. El grupo de proa llevará dos hachas para eso… Todos permaneceremos a bordo hasta que el barco toque fondo en la barra… Entonces iremos a tierra, que desde allí puede alcanzarse con el agua por el pecho, dejando el asunto en manos de otra gente que está prevenida.

Los hombres se miraron. Del bosquecillo de pinos llegaba el chirrido monótono de las cigarras. Con el zumbido de las moscas que nos acosaban en enjambres, ese fue el único sonido que se oyó mientras cada cual meditaba para sí.

—¿Habrá resistencia fuerte? —preguntó Juan Jaqueta, que se mordía pensativo las patillas.

—No lo sé. Por lo menos, esperémosla razonable.

—¿Cuántos herejes hay a bordo?

—No son herejes sino flamencos católicos, pero da lo mismo. Calculamos entre veinte y treinta, aunque muchos saltarán por la borda… Y hay algo importante: mientras queden tripulantes vivos, ninguno de nosotros pronunciará una palabra en español —Alatriste miró a Saramago el Portugués, que escuchaba atento con su grave aspecto de hidalgo flaco, el libro de costumbre asomándole por un bolsillo del jubón—. Vendría bien que este caballero grite algo en su lengua, y que quienes conozcan palabras inglesas o flamencas dejen también caer alguna —el capitán se permitió una ligera sonrisa bajo el mostacho—… La idea es que somos piratas.

Aquello distendió el ambiente. Hubo risas y los hombres se miraron entre sí, divertidos. Entre semejante parroquia, eso tampoco estaba demasiado lejos de la realidad.

—¿Y qué pasa con los que no se tiren al agua? —quiso saber Mascarúa.

—Ningún tripulante llegará vivo al banco de arena… Cuantos más asustemos al principio, menos habrá que matar.

—¿Y los heridos, o los que pidan cuartel?

—Esta noche no hay cuartel.

Algunos silbaron entre dientes. Hubo palmadas guasonas y risas en voz baja.

—¿Y qué hay de nuestros heridos? —preguntó Ginesillo el Lindo.

—Bajarán con nosotros y serán atendidos en tierra. Allí cobraremos todos, y cada mochuelo a su olivo.

—¿Y si hay muertos? —el Bravo de los Galeones sonreía con su cara acuchillada—… ¿Se cobra suma fija, o repartimos al final?

—Ya veremos.

El jaque observó a sus camaradas y después acentuó la sonrisa.

—Sería bueno verlo ahora —dijo con mala fe.

Alatriste se quitó con mucha pausa el sombrero, pasándose una mano por el pelo. Luego se lo puso de nuevo. La forma en que miraba al otro no daba lugar al menor equívoco.

—¿Bueno, para quién?

Había hablado arrastrando las palabras y en voz muy baja; con una consideración en la que ni un niño de teta habría confiado lo más mínimo. Tampoco el Bravo de los Galeones, pues captó el mensaje, apartó la vista, y no dijo más. El contador Olmedilla se había acercado un poco al capitán, y deslizó unas frases en su oído. Mi amo asintió.

—Queda algo importante que acaba de recordarme el caballero… Nadie, bajo ningún concepto —Alatriste paseaba sus ojos de escarcha por la concurrencia—, absolutamente nadie, bajará a las bodegas del barco, ni habrá botines personales, ni nada de nada.

Sangonera alzó una mano, curioso.

—¿Y si algún tripulante se embanasta dentro?

—Si eso pasa, yo diré quién baja a buscarlo.

El Bravo de los Galeones se acariciaba reflexivo el pelo grasiento, recogido en una coleta. Al cabo terminó diciendo lo que todos pensaban.

—¿Y qué es lo que hay en ese tabernáculo, que no puede verse?

—No es asunto vuestro. En realidad ni siquiera es asunto mío. Espero no tener que recordárselo a nadie.

El otro soltó una risa grosera.

—Ni que fuera la vida en ello.

Alatriste lo miró con mucha fijeza.

—Es que va.

—Pardiez, que es tallar demasiado —el jaque se apoyaba en una pierna, bravucón, y luego en la otra—… A fe de quien soy, recuerde vuacé que no trata con hombres mansos que sufran tanta amenaza. Entre yo y los camaradas, el que más y el que menos…

—Lo que sufra o no sufra vuestra merced, se me da un ardite —lo interrumpió muy seco Alatriste—. Es lo que hay, se previno a todos, y nadie puede volverse atrás.

—¿Y si ahora no nos place?

—Muy bellacos suenan esos plurales —el capitán se pasó despacio dos dedos por el mostacho, y luego hizo un gesto indicando el pinar —… En cuanto al singular de vuestra merced, con mucho gusto podemos discutirlo los dos en aquel bosquecillo.

El bravonel apeló en silencio a sus camaradas. Unos lo observaban con remota solidaridad, y otros no. Por su parte, con el espeso ceño fruncido, Bartolo Cagafuego se había incorporado, acercándose amenazador para respaldar al capitán; y yo mismo llevé la mano a la espalda tanteando mi daga. La mayor parte de los hombres desviaba los ojos, sonreía a medias o miraba cómo Alatriste rozaba fríamente la cazoleta de su espada. A nadie parecía incomodarle asistir a una buena riña, con el capitán a cargo de las lecciones de esgrima. Cuantos estaban al tanto de su currículo ya habían tenido ocasión de ilustrar a los demás; y el Bravo de los Galeones, con su bajuna arrogancia y sus aires exagerados de matasiete —que ya era exagerar, entre aquella jábega— no gozaba de simpatías.

—Ya hablaremos otro día —dijo por fin el jaque.

Se lo había pensado mucho, pero no deseaba perder la faz. Algunos de los germanes hicieron muecas decepcionadas, o se dieron con el codo. Lástima. No habría bosquecillo aquella tarde.

—Lo hablaremos —respondió suavemente Alatriste— cuando queráis.

Nadie discutió más, ni sostuvo el envite, ni hizo semblante de pretenderlo. Todo quedó sereno, Cagafuego desarrugó el ceño, y cada cual fue a sus ocupaciones. Entonces observé que Sebastián Copons retiraba la mano de la empuñadura de su pistola.

Zumbaban las moscas posándose en nuestras caras cuando asomamos con precaución la cabeza por la cresta de la duna grande. Ante nosotros, la barra de Sanlúcar estaba muy bien iluminada por la luz del atardecer. Entre la ensenada de Bonanza y la punta de Chipiona, donde el Guadalquivir abríase en el mar cosa de una legua, la boca del río era un bosque de mástiles empavesados y velas de barcos, urcas, galeazas, carabelas, naves pequeñas y grandes, embarcaciones oceánicas y costeras fondeadas entre los bancos de arena o en movimiento por todas partes, y prolongándose todavía el panorama por la costa hacia levante, en dirección a Rota y a la bahía de Cádiz. Algunos aguardaban la marea ascendente para subir hasta Sevilla, otros descargaban las mercancías en embarcaciones auxiliares, o aparejaban para rendir viaje en Cádiz después que los funcionarios reales subieran para comprobar su carga. En la otra orilla podíamos ver a lo lejos la próspera Sanlúcar extendida sobre la margen izquierda, con sus casas nuevas bajando hasta el borde mismo del agua y el enclave antiguo y amurallado sobre la colina, donde destacaban las torres del castillo, el palacio de los duques, la Iglesia Mayor y el edificio de la aduana vieja, que a tanta gente enriquecía en jornadas como aquélla. Dorada por la luz del sol, con la arena de su marina salpicada de barquitas de pescadores varadas, la ciudad baja hervía de gente y de pequeños botes con velas yendo y viniendo hacia los barcos.

—Ahí está el
Virgen de Regla
—dijo el contador Olmedilla.

Hablaba bajando la voz, como si pudieran oírnos al otro lado del río, y se enjugaba el sudor del rostro con un pañizuelo empapado. Estaba más pálido que nunca. No era hombre de caminatas ni de arrastrarse tras dunas ni arbustos, y el esfuerzo y el calor empezaban a hacerle mella. Su índice manchado de tinta indicaba un galeón grande, fondeado entre Bonanza y Sanlúcar, al resguardo de una lengua de arena que la bajamar empezaba a descubrir. Tenía la proa en dirección al vientecillo del sur que rizaba la superficie del agua.

—Y aquél —añadió señalando otro más próximo— es el
Niklaasbergen
.

Seguí la mirada de Alatriste. Con el ala del sombrero sobre los ojos para protegérselos del sol, el capitán observó cuidadosamente el galeón holandés. Estaba fondeado aparte, cerca de nuestra orilla, hacia la punta de San Jacinto y la torre vigía que allí se levantaba para prevenir incursiones de los piratas berberiscos, holandeses e ingleses. El
Niklaasbergen
era una urca negra de brea, con tres palos en cuyas gavias estaban aferradas las velas. Era corto y feo, de apariencia torpe, con la popa muy alta pintada bajo el fanal en colores blancos, rojos y amarillos: un barco de lo más común, dedicado al transporte, que no llamaba la atención. También apuntaba su proa al sur, y tenía las portas de los cañones abiertas para ventilar las cubiertas bajas. Veíamos poco movimiento a bordo.

—Estuvo fondeado junto al
Virgen de Regla
hasta que se hizo de día —explicó Olmedilla—. Luego vino a echar el ancla ahí.

El capitán estudiaba cada detalle del paisaje, como un ave rapaz que debiera lanzarse luego a oscuras sobre su presa.

—¿Tienen todo el oro a bordo? —preguntó.

—Falta una parte. No han querido quedarse junto al otro barco para no despertar sospechas… El resto lo traen al anochecer, en botes.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—No zarpa hasta mañana, con la pleamar.

Olmedilla indicó las piedras de un viejo cobertizo de almadraba en ruinas que había en la orilla. Más allá podía verse un banco arenoso que la bajamar dejaba al descubierto.

—Aquél es el sitio —dijo—. Incluso con marea alta, puede llegarse a pie hasta la orilla.

Alatriste entornó más los ojos. Observaba con prevención unas rocas negras que velaban en el agua, algo más adentro.

—Ahí está el bajo que llaman del Cabo —dijo—. Lo recuerdo bien… Las galeras procuraban evitarlo siempre.

—No creo que deba preocuparnos —respondió Olmedilla—. A esa hora nos favorecerán la marea, la brisa y la corriente del río.

—Más vale. Porque si en vez de dar con la quilla en la arena damos en esas piedras, nos iremos al fondo… Y el oro también.

A rastras, procurando no alzar las cabezas, retrocedimos hasta reunirnos con el resto de los hombres. Estaban tumbados sobre capas y gabanes, aguardando con la estolidez propia de su oficio; y sin que nadie hubiese dicho nada al respecto, por instinto se habían juntado unos a otros hasta agruparse en la misma compaña que tendrían durante el abordaje.

El sol desaparecía tras el bosquecillo de pinos. Alatriste fue a sentarse en su capa, cogió la bota de vino y bebió un trago. Yo extendí mi manta en el suelo, al lado de Sebastián Copons; el aragonés dormitaba boca arriba, un pañuelo sobre la cara para protegerse de las moscas, las manos cruzadas sobre el mango de su daga. Olmedilla vino junto al capitán. Tenía los dedos entrelazados y giraba los pulgares.

—Yo también voy —dijo en voz baja.

Observé cómo Alatriste, con la bota a medio camino, lo miraba atento.

—No es buena idea —dijo tras un instante.

Al contador, la piel pálida, el bigotillo, la barbita descuidada por el viaje, le daban un aspecto frágil; pero apretaba los labios, obstinado.

—Es mi obligación —insistió—. Soy funcionario del rey.

El capitán estuvo un rato pensativo, secándose el vino del mostacho con el dorso de la mano. Al fin dejó la bota y se recostó en la arena.

—Como gustéis —dijo de pronto—. Yo en cuestiones de obligación nunca me meto.

Aún se quedó un poco callado, caviloso. Luego encogió los hombros.

—Iréis con el grupo de proa —dijo al cabo.

—¿Por qué no con vuestra merced?

—No pongamos todos los huevos en el mismo cesto.

Olmedilla me dirigió un vistazo, que sostuve sin pestañear.

—¿Y el mozo?

Alatriste me miró como al descuido, y luego soltó la hebilla del cinto con la espada y la daga, enrollando la pretina en torno a las armas. Después lo puso todo bajo la manta doblada que le servía de almohada, y se desabrochó el jubón.

—Íñigo viene conmigo.

Se tumbó con el sombrero echado sobre la cara, dispuesto a descansar. Olmedilla cruzaba los dedos, observaba al capitán y volvía a juguetear con las manos. Su impasibilidad parecía menos firme que otras veces; como si una idea que no se atreviese a expresar le rondara la cabeza.

—¿Y qué pasará —se decidió por fin— si el grupo de proa se retrasa, o no consigue limpiar a tiempo la cubierta?… Quiero decir si… Bueno… Si a vuestra merced, capitán, le pasa algo.

Alatriste no se movió bajo el chapeo que le ocultaba las facciones.

—En tal caso —dijo— el
Niklaasbergen
ya no será asunto mío.

Me dormí. Como muchas veces había ocurrido en Flandes antes de una marcha o de un combate, cerré los párpados y aproveché el espacio que tenía por delante para reponer fuerzas. Al principio fue una duermevela indecisa, abriendo de vez en cuando los ojos para percibir las últimas luces del día, los cuerpos tumbados a mi alrededor, sus respiraciones y ronquidos, las charlas en voz baja y la figura inmóvil del capitán con el sombrero encima. Luego el sopor se hizo más profundo, y me dejé flotar en las aguas negras y mansas, a la deriva por un mar inmenso surcado por velas innumerables que lo llenaban hasta el horizonte. Angélica de Alquézar apareció al fin, como tantas otras veces. Y esta vez me ahogué en sus ojos y sentí de nuevo en mis labios la dulce presión de los suyos. Busqué a mi alrededor, en demanda de alguien a quien gritar mi felicidad; y allí estaban, inmóviles entre la bruma de un canal flamenco, las sombras de mi padre y del capitán Alatriste. Me uní a ellos chapoteando en el barro, a punto para desenvainar la espada frente a un ejército inmenso de espectros que salían de sus tumbas, soldados muertos, con petos y morriones oxidados, que empuñaban armas en sus manos huesudas, mirándonos desde los abismos de sus calaveras. Y abrí la boca para gritar en silencio palabras viejas que ya carecían de sentido, porque el tiempo me las iba arrancando una por una.

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