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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (13 page)

BOOK: El oro del rey
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Alatriste se detuvo junto a la fuente y echó un vistazo. Yo estaba tras él, fascinado por cuanto veía. Una daifa de aire bravo, con el manto terciado al hombro como para acuchillar, lo saludó de buen mozo con desenfado y desvergüenza; y al oírla, dos jaques que tiraban los dados en una de las tablas se levantaron despacio, mirándonos atravesados. Vestían de natural a lo valentón, con cuellos muy abiertos de valona, medias de color y tahalís de un palmo de ancho con descomunales herreruzas. El más joven llevaba un pistolete en lugar de daga y una rodela de corcho colgada de la pretina.

—¿En qué podemos servir a vuacé? —preguntó uno.

El capitán los encaraba muy tranquilo, los pulgares en el cinto, el sombrero arriscado sobre la cara.

—Vuestras mercedes, en nada —dijo—. Busco a un amigo.

—A lo mejor lo conocemos —dijo el otro jaque.

—Puede —repuso el capitán, y dio una ojeada en torno.

Los dos fulanos se miraron el uno al otro. Un tercero que rondaba cerca se aproximó, curioso. Observé de reojo al capitán, pero lo vi muy frío y muy sereno. Aquel era también su mundo, a fin de cuentas. Tocaba la cuerda como el que más.

—A lo mejor vuacé desea… —empezó a decir uno.

Sin hacerle más caso, Alatriste siguió adelante. Le fui detrás sin perder de vista a los rufos, que cuchicheaban en voz baja decidiendo si aquello era desaire, y si como tal convenía darle o no a mi amo unas pocas puñaladas por la espalda. No debieron ponerse de acuerdo, pues así quedó la cosa. El capitán miraba ahora hacia un grupo sentado a la sombra junto al muro, donde tres hombres y dos mujeres parecían en animada conversación echándole tientos a una bota de cuero de por lo menos dos arrobas. Entonces vi que sonreía.

Se acercó al grupo, y fui con él. Según nos veían llegar fueron cesando los otros en su conversación, el aire receloso. Uno de los bravos era muy moreno de tez y pelo, con enormes patillas que le llegaban hasta las quijadas. Tenía un par de marcas en la cara que no eran precisamente de nacimiento, y manos gordas de uñas negras y remachadas. Vestía de mucho cuero, con una espada ancha y corta a modo de las del perrillo, y adornaba sus gregüescos de lienzo basto con unos insólitos lazos verdes y amarillos. Se quedó mirando a mi amo según éste llegaba, sentado como estaba, a la mitad de unas palabras.

—Que me cuelguen en la ele de palo —dijo al fin, boquiabierto—si no es el capitán Alatriste.

—Lo que me extraña, señor Don Juan Jaqueta, es que no os hayan colgado todavía.

El bravo soltó dos blasfemias y una carcajada y se puso en pie sacudiéndose los calzones.

—¿De dónde sale vuesa merced? —preguntó, estrechando la mano que el capitán le tendía.

—De por ahí.

—¿También andáis retraído?

—De visita.

—Por la sangre de Cristo, que me huelgo de veros.

Requirió alegremente el tal Jaqueta el cuero de vino a sus compadres, corrió éste como era debido, e incluso yo caté mi parte. Tras cambiar recuerdos de amigos comunes y algún lance compartido —supe así que el bravonel había sido soldado en Nápoles, y no de los malos, y que el propio Alatriste había estado acogido en ese mismo corral tiempo atrás—, nos alejamos un poco aparte. Sin rodeos, el capitán le dijo al otro que había un asunto para él. De lo suyo y con oro por delante.

—¿Aquí?

—En Sanlúcar.

Desolado, el bravo hizo un gesto de impotencia.

—Si fuera algo fácil y de noche, no hay problema —explicó—. Pero no puedo pasearme mucho, porque hace una semana le di una hurgonada a un mercader, cuñado de un canónigo de la catedral, y tengo a la gura encima.

—Eso puede arreglarse.

Jaqueta miró a mi amo con mucha atención.

—Rediós. Ni que tuvieseis bula del arzobispo.

—Tengo algo mejor —el capitán se palpó el jubón—. Un documento que me autoriza a reclutar amigos poniéndolos en salvo de la Justicia.

—¿Así, por las buenas?

—Como os lo cuento.

—No os va mal, por lo que veo —la atención del jaque se había trocado en respeto—… El negocio es de mover las manos, imagino.

—Imagináis bien.

—¿Vuesa merced y yo?

—Y algunos más.

El bravo se rascaba las patillas. Dirigió una ojeada hacia el corro de sus compadres y bajó la voz.

—¿Hay pecunia?

—Mucha.

—¿Con señal?

—Cinco piezas de a dos caras.

Silbó el otro entre dientes, admirado.

—Vive Dios que me acomoda; porque los precios de nuestro oficio, señor capitán, están por los suelos… Ayer mismo vino a verme alguien que pretendía una mojada al querido de su legítima por sólo treinta ducados… ¿Qué os parece?

—Una vergüenza.

—Y que lo digáis —el valentón se contoneaba, el puño en la cadera, muy puesto en bravo—. Así que le respondí que por esa tarifa lo más que cuadraba era un tajo de diez puntos en la cara, o como mucho de doce… Discutimos, no hubo arreglo, y a pique estuve de darle el hurgón al cliente, pero gratis.

Alatriste miraba alrededor.

—Para lo nuestro necesito gente de fiar… No matachines de pastel, sino espadas de las buenas. Poco amigos de cantarle coplas a un escribano.

Jaqueta movió afirmativo la cabeza, el aire entendido.

—¿Cuántos?

—Me cuadra la docena larga.

—Negocio grande, parece.

—No pretenderá vuestra merced que busque semejante jábega de marrajos para acuchillar a una vieja.

—Me hago cargo… ¿Hay mucho riesgo?

—Razonable.

El bravo arrugaba la frente, pensativo.

—Aquí casi todo es carroña —dijo—. La mayor parte sólo vale para desorejar mancos o darle cintarazos a sus hembras cuanto traen cuatro reales menos de jornal —señaló con disimulo a uno de su grupo—… Ése de ahí nos puede valer. Se llama Sangonera y también fue soldado. Crudo, con buena mano y mejores pies… También conozco a un mulato que está acogido en San Salvador: un tal Campuzano, fuerte y muy discreto, al que hace seis meses quisieron colocarle una muerte, que por cierto era suya y de algún otro, y aguantó cuatro tratos de cuerda como un hidalgo, porque es de los que saben que cualquier desliz de la lengua lo paga la gorja.

—Sabia prudencia —apuntó Alatriste.

—Además —prosiguió Jaqueta, filosófico—, las mismas letras tiene un no que un sí.

—Las mismas.

Alatriste miró al del corrillo sentado junto al muro. Reflexionaba.

—Valga por el tal Sangonera —dijo al cabo— si vuestra merced lo avala y a mí me convence su conversación… También le echaré un ojo al mulato, pero necesito más gente.

Jaqueta puso cara de hacer memoria.

—Hay algunos buenos camaradas más por Sevilla, como Ginesillo el Lindo o Guzmán Ramírez, que son gente de mucho cuajo… De Ginesillo os acordaréis seguro, porque despachó a un corchete que lo llamó puto en público hará cosa de diez o quince años, estando aquí vuesa merced.

—Me acuerdo del Lindo —confirmó Alatriste.

—Pues recordaréis también que se comió tres ansias sin pestañear ni dar el bramo.

—Es raro que aún no lo hayan asado, como suelen.

Jaqueta se echó a reír.

—Amén de mudo se ha vuelto muy peligroso, y no hay zarza con hígados para ponerle la mano encima… No sé dónde vive, pero seguro que estará velando esta noche a Nicasio Ganzúa en la cárcel real.

—No conozco al dicho Ganzúa.

En pocas palabras, Jaqueta puso al capitán al corriente. Ganzúa era uno de los más famosos bravos de Sevilla, terror de porquerones y lustre de tabernas, garitos y mancebías. Yendo por una calle estrecha, el coche del conde de Niebla lo había salpicado de barro. El conde iba con sus criados y con unos amigos jóvenes como él, hubo trabazón de palabras, metióse mano a las temerarias, Ganzúa despachó por la posta a un criado y a un amigo, y el de Niebla se había librado de milagro con una cuchillada en el muslo. Hubo tercio de alguaciles y corchetes, y en la instrucción, aunque Ganzúa no dijo esta boca es mía, alguien choteó un par de asuntillos más que tenía pendientes, incluido otro par de muertes y un sonado robo de alhajas en la calle Platería. Resumiendo: a Ganzúa le daban garrote al día siguiente en la plaza de San Francisco.

—Habría ido de perlas para nuestro negocio —se lamentó Jaqueta—, pero lo de mañana es cosa hecha. Ganzúa está en capilla, y esta noche lo acompañarán los camaradas para echar tajada y aliviarle el trance, como se acostumbra en tales casos. El Lindo y Ramírez le son muy afectos, así que podréis encontrarlos allí, sin duda.

—Iré a la cárcel —dijo Alatriste.

—Entonces saludad a Ganzúa de mi parte. Los deudos están para las ocasiones, y yo iría a velarlo con mucho gusto de no verme en tales trabajos —Jaqueta me examinó con mucho detenimiento—… ¿Quién es el mozo?

—Un amigo.

—Algo tierno parece —el bravo seguía estudiándome curioso, sin que le pasara inadvertida la vizcaína que yo llevaba atravesada al cinto—. ¿También anda en esto?

—A ratos.

—Bonita vaciadora, la que carga.

—Pues ahí donde lo veis, sabe usarla.

—Pronto empieza el perillán.

Prosiguió sin más novedad la conversación, de modo que todo quedó ajustado para el día siguiente, con la promesa de Alatriste de que la Justicia sería avisada y Jaqueta podría salir del corral muy a salvo. Nos despedimos así, empleando el resto de la jornada en proseguir la recluta, que nos llevó a La Heria y a Triana, y después a San Salvador, donde el mulato Campuzano —un negrazo enorme con una espada que parecía un alfanje— resultó del agrado del capitán. De ese modo, al atardecer, mi amo contaba ya con media docena de buenas firmas en su bandera: Jaqueta, Sangonera, el mulato, un murciano muy peludo y muy recomendado por la jacaranda al que decían Pencho Bullas, y dos antiguos soldados de galeras conocidos por Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta: este último llamado así porque una vez le habían tejido un jubón de azotes que encajó con mucho cuajo; y a la semana el sargento que recetó el rebenque fue visto muy lindamente degollado en la puerta de la Carne, sin que nadie pudiera nunca probar —suponerlo era otra cosa— quién le había tajado la gorja.

Faltaban otros tantos pares de manos; y para completar nuestra singular y bien herrada compañía, Diego Alatriste decidió acudir aquella misma noche a la vela del bravo Ganzúa, en la cárcel real. Pero eso lo contaré por lo menudo, pues aseguro a vuestras mercedes que la cárcel de Sevilla merece capítulo aparte.

VI. LA CÁRCEL REAL

Esa noche acudimos al velatorio de Nicasio Ganzúa. Pero antes dediqué un rato a cierto asunto personal que me traía alterados los pulsos. En realidad apenas saqué nada en limpio de ello; pero sirvió, al menos, para entretener mi desazón por el papel que Angélica de Alquézar había jugado en el episodio de la Alameda. Lleváronme así mis pasos a rondar de nuevo los Alcázares, cuyos muros recorrí de parte a parte sin olvidar el arco de la judería y la puerta del palacio, donde estuve un rato entre los curiosos, de centinela. Esa vez no se encargaba de la vigilancia la guardia amarilla, sino la de arqueros borgoñones, con sus vistosos uniformes ajedrezados en rojo y sus picas cortas; de modo que me tranquilizó comprobar que el sargento gordo no andaba por allí, y que íbamos a tener la fiesta en paz. La plaza frente a palacio bullía de gente, pues sus majestades los reyes iban a asistir a un rosario solemne en la Iglesia Mayor, y luego recibirían a una representación de la ciudad de Jerez. Lo de Jerez tiene su miga, y no estará de más acotar a vuestras mercedes que por esos días, igual que lo había hecho Galicia, los notables jerezanos pretendían comprar con dinero una representación en las Cortes de la Corona, a fin de no seguir sujetos a la influencia de Sevilla. En aquella España austríaca convertida en patio de mercaderes, lo de comprar plaza en las Cortes era trato muy al uso —también la ciudad de Palencia, entre otras, andaba en esos afanes—, y la cantidad ofrecida por los de Jerez ascendía a la respetable suma de 85.000 ducados, que irían a parar a las arcas del Rey. El trato no siguió adelante porque Sevilla contraatacó sobornando al Consejo de Hacienda, y el dictamen final fue que se aceptaba la solicitud si el dinero no salía de las contribuciones de los ciudadanos, sino del peculio particular de los veinticuatro magistrados municipales que pretendían el escaño. Pero lo de rascarse el propio bolsillo era ya harina de otro costal, así que la corporación jerezana terminó por retirar la solicitud. Todo ello explica bien el papel que las Cortes tuvieron en esa época, la sumisión de las de Castilla y la actitud de las otras; que, fueros y privilegios locales aparte, sólo eran tomadas en cuenta a la hora de pedirles que votaran nuevos impuestos o subsidios para la hacienda real, la guerra o los gastos generales de una monarquía que el conde duque de Olivares soñaba unitaria y poderosa. A diferencia de Francia o Inglaterra, donde los reyes habían triturado el poder de los señores feudales y pactado con los intereses de mercaderes y comerciantes —ni la zorra bermeja de Isabel I ni el gabacho Richelieu anduvieron allí con paños calientes—, en España los nobles y los poderosos se dividían en dos grupos: los que acataban de modo manso, y casi abyecto, la autoridad real, mayormente castellanos arruinados que no gozaban de otro valimiento que el del Rey, y los de la periferia, escudados en fueros locales y antiguos privilegios, que ponían el grito en el cielo cuando les pedían que sufragasen gastos o armasen ejércitos. Eso sin contar que la Iglesia iba a su aire. De modo que la mayor parte de la actividad política consistía en un tira y afloja con el dinero como fondo; y todas las crisis que más tarde habíamos de vivir bajo el cuarto Felipe, las conjuraciones de Medina Sidonia en Andalucía y la del duque de Híjar en Aragón, la secesión de Portugal y la guerra de Cataluña, estuvieron motivadas, de una parte, por la rapacidad de la hacienda real; y de la otra, por la resistencia de los nobles, los eclesiásticos y los grandes comerciantes locales a aflojar la mosca. Precisamente la visita realizada por el Rey a Sevilla el año veinticuatro, y la que ahora llevaba a cabo, no tenían otro objeto que anular la oposición local a votar nuevos impuestos. En aquella desventurada España no existía más obsesión que la del dinero, y de ahí la importancia de la carrera de Indias. En cuanto a lo que la justicia y la decencia tenían que ver en todo esto, baste señalar que dos o tres años antes las Cortes habían rechazado un impuesto de lujo que gravaba especialmente los cargos, mercedes, juros y censos. Es decir, a los ricos. De manera que se hacía triste verdad aquello que el embajador Contarini, veneciano, escribía en la época:
«La mayor guerra que se les puede hacer a los españoles es dejarlos consumir y acabarse con su mal gobierno»
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