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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (29 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—Gracias —hipó el animal—. En fin, que me alimentaron y jugaron conmigo... según ellos para que no creciera en exceso fofo y esmirriado y resultara un buen espécimen. Aprendí a hablar. ¡Me cuidaron y me mimaron como a una mascota familiar!

Un nuevo gemido desgarrador y angustiado resonó en la sala. El sonido hizo que Woodrow se despertara sobresaltado. Al cabo de unos segundos, su flequillo rubio platino se asomaba vacilante tras la columna.

—¿Tasslehoff...?

—Ah, Woodrow, éste es... —el kender volvió la mirada al mamut, interrogante.

—Los gnomos me llaman Winnie —indicó—. Ni siquiera soy capaz de pronunciar el nombre completo que me pusieron.

Tas, ante la imposibilidad de estrechar la mano, le dio unas palmaditas en uno de los pies redondos y aplanados, a guisa de saludo.

—Tasslehoff Burrfoot —se presentó.

—Woodrow —musitó el joven humano, mientras contemplaba titubeante al enorme mamut.

—Encantado de conoceros —fue la cortés respuesta del lanudo mastodonte.

—Amigo, discurramos una solución para que Winnie escape —instó el kender a su compañero—. ¡Bozdil y Ligg lo matarán! —agregó circunspecto.

—Sí, ésa parece ser la directriz única en que basan todos sus proyectos, incluidos nosotros dos. —El joven comenzó a pasear arriba y abajo, con las manos unidas a la espalda.

—¡Ya lo tengo! ¡Saltaremos sobre ellos cuando nos traigan la cena y entrechocaremos sus cabezas! —sugirió Tas.

Winnie reaccionó al oír las palabras del kender y abrió los ojos de par en par, atemorizado.

—Oh, no. No permitiré tal cosa. ¡Son mi única familia!

Tas apretó los labios en un gesto de fastidio.

—¡Pues ellos están dispuestos a rellenarte de algodón hasta que se te salga por las orejas!

El mamut sacudió con lentitud la inmensa cabeza con gesto apesadumbrado.

—Ahí radica el problema. ¡No se sienten capaces de hacerlo! No puedo salir; ellos no me pueden matar. ¡Pero necesitan un espécimen de mamut lanudo! En el último tiempo, apenas los veo y no vienen a hacerme compañía, por lo que deduzco que el final está próximo. ¡Es una situación espantosa, desalentadora!

Winnie apoyó la trompa en el suelo y estalló en sollozos. Tantas fueron las lágrimas derramadas que empaparon hasta el último pedazo de tela del kender.

«Esto es mucho peor que contraer matrimonio», se dijo para sus adentros Tas, muy deprimido.

—No llores, Winnie. Algo haremos, ya verás.

«Ojalá supiera qué», deseó Tas en su fuero interno.

16

—No esperará en serio que crea que esto es seda, ¿verdad? —se mofó Gisella, mientras desechaba una pieza de tela verdeazulada, con una expresión de aburrimiento impresa en su maquillado semblante.

—Pues lo es —afirmó el velludo y viejo enano, quien levantó la pieza de tejido y acarició amoroso una punta—. Observe que apenas presenta imperfecciones —insistió, al tiempo que arrancaba un pequeño nudo de la trama—. En ningún tejido de algodón encontrará un acabado tan magistral.

Gisella sabía que el enano tenía razón, que el algodón era mucho más burdo y a menudo presentaba más fallos en los hilos, lo que los profesionales conocían por «mechones». Ansiaba aquella pieza sobremanera. La textura suave y ligera de esta seda sería como una caricia en su blanca piel y el vivo matiz realzaría a la perfección su radiante cabello rojizo. Se imaginó a sí misma con un vestido verdemar, largo y ajustado; sin mencionar la circunstancia de que vendería el resto de la pieza con un substancial beneficio. Tal agrado le produjeron las imágenes recreadas en su mente, que la enana sonrió como un gato tendido al sol. Con todo, no pagaría el precio pedido por el comerciante.

Había embaucado a este viejo enano dentudo, pero temía llevarlo al límite de su paciencia e inicial ardor pasional.

Quería, anhelaba aquella pieza de tela.

—Está bien, tres monedas de acero, pero ni un céntimo más —ofreció anhelante.

—Tres y media —propuso él, con un ligero cabeceo.

—¡Vendido! —exclamó Gisella, y apretó la tela contra su pecho.

No había sido uno de los mejores tratos de su vida, pero el tejido valía el precio acordado. Ahora tan sólo restaba convencer al viejo para que le aceptara un crédito hasta que encontrara el medio de hacerse con dinero en efectivo. Se humedecía los labios para preparar el siguiente acto de su representación, cuando escuchó los chillidos.

¡Woodrow y Burrfoot! Los recordó de súbito y giró veloz sobre sus talones. No estaban en el tenderete. El clamor se reiteró y miró hacia el artefacto que el barón había llamado carrusel. Los enanos huían espantados en todas direcciones como trolls amenazados por el fuego; los que estaban en el artilugio se apeaban de un salto de la plataforma y corrían para salvar el pellejo. Entre las figuras del carrusel quedaba un hueco, como si una de ellas hubiese sido arrancada de raíz. Se sucedieron los gritos de terror y la enana se percató de que más y más gente miraba a lo alto; por lo tanto, ella también alzó la vista.

La codiciada pieza de tela se deslizó entre sus dedos inertes y cayó al suelo polvoriento. Gisella no daba crédito a sus ojos.

Tasslehoff Burrfoot planeaba y bajaba en picado sobre la villa a lomos de una criatura roja y alada que guardaba una vaga semejanza con los legendarios dragones, a no ser por la barra que lo atravesaba. Un joven humano
—su
joven humano, constató estupefacta—, colgaba de la restallante cola de la criatura y se zarandeaba en el aire como la serpentina de una cometa.

—¡Tasslehoff Burrfoot, regresa ahora mismo! —voceó la enana pelirroja, mientras echaba a correr hacia el carrusel. Amenazó con el crispado puño al cielo—. ¡Y tú también, Woodrow! ¡Te ordené que lo vigilaras! ¡Estás despedido!

¿De dónde diablos había salido aquella bestia roja?

—Ohvayavayavayavaya —gimió una voz cercana— ¿Dóndetendréeseanillo?

Gisella bajó la vista y vio a un gnomo calvo, vestido con pantalones amplios, una larga bata blanca, guantes de cuero negro que ocultaban sus manos y unos anteojos colgados al cuello con un cordón. Él hombrecillo rebuscaba desesperado en todos y cada uno de sus bolsillos y les daba la vuelta.

—¿Eres el propietario de este artilugio? —inquirió y, sin aguardar respuesta, prosiguió—. No sé qué demonios ocurrió, pero te hago responsable. ¿Adónde lleva esa cosa a mis amigos? —preguntó mientras lo aferraba por la pechera.

—¡Ajaa! —El gnomo se escabulló de su garra y enarboló con ademán triunfal un pequeño anillo—. Meencantaríaexplicárselotodo, enespecialconlaposibilidaddecomenzarpordondemeparezca, peronotengomásremedioquemarcharme.

El inventor alzó con gesto diestro los anteojos y se los ajustó sobre los ojos; de inmediato, sacó el dedo pulgar por un agujero practicado en el guante.

—Talvezenotraocasión —añadió.

Veloz como el relámpago, insertó el anillo en el dedo, apretó con fuerza los ojos, y ¡desapareció!

Gisella dejó caer la mano. Giró sobre sí para escudriñar la apiñada muchedumbre, pero no atisbó rastro del gnomo. Levantó la vista al cielo y contempló el ahora lejano punto oscuro que eran Tasslehoff y Woodrow.

Justo entonces divisó a un enano de cabello y barba rubicundos que vestía uniforme y estaba haciendo la ronda. En su deambular ostentoso y engreído, el soldado se acercó hasta donde se encontraba la mujer.

—Disculpe, coronel —comenzó Gisella.

Las mejillas del enano se sonrojaron bajo la barba.

—Sólo soy capitán, señora —respondió, en tanto recorría la figura de ella con una mirada apreciativa.

—Maravilloso. Me preguntaba si sabría indicarme dónde vive el gnomo dueño de este carrusel —pidió insinuante, lo que provocó de nuevo su sonrojo.

—De forma oficial, no, señora, no podría. Sé de una torre enclavada en las montañas, hacia el este, pero desconozco la identidad del propietario. Sería mejor que preguntara a las autoridades encargadas de los festejos, pero sus oficinas estarán cerradas durante las Fiestas de Octubre.

—¡Alguien conocerá su paradero! —explotó.

—Sin duda —respondió el oficial—, pero los archivos permanecerán cerrados durante tres días.

—¡Una de las criaturas del carrusel echó a volar y se llevó a mis amigos, y todo lo que se le ocurre es que espere tres días para averiguar dónde vive ese gnomo!

—Me temo que sí, señora —se disculpó el soldado—. Pero, podría enviar a una patrulla tras ellos.

Gisella sonrió de oreja a oreja y le palmeó la espalda.

—¡Esto toma otro cariz! —exclamó.

—Pero no saldrán hasta dentro de tres días. El primer escuadrón lleva diez jornadas de rastreo por el sur en una marcha que durará tres semanas. El segundo partió anoche, rumbo al este, y regresarán en tres días.

—¡Pero es una emergencia! Ordene que den media vuelta o como sea que lo llamen ustedes, los militares.

—Me temo que no tendría sentido, señora. —El capitán se mostró compungido—. Cuando alguien los alcanzara para traerlos de vuelta, la patrulla, según las instrucciones programadas, habría emprendido el regreso de igual modo. Si desea presentar una protesta...

—Olvídelo,
cabo.
¡Ya me las arreglaré sola!

El oficial saludó a la encolerizada enana y emprendió una retirada precipitada.

—¡Maldición! —barbotó Gisella, al tiempo que pateaba el suelo.

¿Y ahora, qué? No se quedaría tres días de brazos cruzados.

—Disculpe, señora, no le vendría mal un poco de ayuda ¿no? —sugirió una profunda voz masculina.

La enana levantó la vista irritada. De súbito sus ojos se abrieron en una mirada apreciativa y dejó escapar un suave suspiro.

El que había hablado era un humano alto y bien musculado. Los rasgos del rostro eran firmes: mandíbula cuadrada, barbilla prominente, como si los huesos hubiesen sido cincelados en frío mármol, los ojos —que también la observaban de forma taxativa—, profundos y oscuros, con una expresión algo hosca y desafiante que la enardecía, el bello castaño oscuro, fuerte, casi crespo. Sus ropajes —túnica de color verde oliva, polainas de un tono pardo claro, botas de cuero de media caña y armadura brigantina— eran de buena calidad e impolutos.

El único rasgo que merecía algún reparo —y eso que su examen había sido crítico—, era la nariz. No es que estuviera mal, se dijo la enana, sino que no era perfecta. Ancha y algo grande, y un poco respingona, le confería una cierta apariencia porcina.

—¿Señora? Me llamo Denzil, a su servicio —dijo y alargó la mano.

Las pupilas de Gisella se alzaron aturdidas de los bíceps al severo rostro.

—¿Eh? —balbuceó, en presencia de tal magnificencia física—. ¡Ah, hola! Soy Gisella Hornslager.

Alargó la mano y contuvo el aliento cuando los labios del hombre rozaron sus blancos dedos. Soltó una risita nerviosa, de colegiala, y apartó la mano con reticencia. Luego, parpadeó con gran coquetería.

—¿Sólo Denzil?

—¿Es preciso más?

—¡N...no! —tartamudeó, cogida por sorpresa—. Simple curiosidad.

—Entonces, ¿aceptará mis servicios? Escuché el problema que la aqueja.

La pelirroja enana se sonrojó complacida.

—¿Eran amigos suyos los que montaban en aquella monstruosidad?

—Sí y no. Woodrow es mi asistente. El kender una mercancía. Iba a entregárselo a un cliente.

—¿Así que el vuelo no era algo planeado?

Ella resopló de un modo muy poco elegante.

—No por mí, al menos.

Reflexionó un momento sobre aquel detalle. Su joven ayudante era demasiado simple, ingenuo y leal para concebir semejante plan; y el kender, en exceso frívolo.

»
Lo más desconcertante en todo este asunto es que nadie se ha tomado la molestia de investigar la desaparición. ¡No he logrado que salga una patrulla en su busca antes de tres días! ¿Acaso para esta gente no es inusual que un animal de madera eche a volar? —concluyó, al tiempo que dirigía una mirada desafiante a la despreocupada muchedumbre.

—A nadie le sorprende que el funcionamiento de un invento gnomo sea una pifia. —La voz de Denzil rezumaba sarcasmo.

Gisella enarcó las cejas en un mudo gesto de asentimiento.

—He de encontrarlos. Sin duda habría sonsacado alguna información del gnomo del carrusel de no haber desaparecido en mis narices.

—Tal vez se fue en busca de sus... eh... amigos, para traerlos de vuelta —sugirió el hombre.

La enana negó con un enérgico cabeceo.

—No correré el riesgo. Tengo que entregar a Burrfoot en Kendermore dentro de una semana y, si para lograrlo he de buscarlo y traerlo yo misma, ¡lo haré!

—Debe de significar mucho ese kender para usted cuando arriesgaría su vida para rescatarlo.

Gisella estalló en jocosas carcajadas.

—No es que
él
me importe. Representa una buena suma de dinero, eso es todo. Y, por supuesto, no tengo intención de jugarme la vida en el empeño.

—En tal caso, permítame que la ayude —insistió Denzil—. Las montañas no son un lugar seguro para una dama sola. Nunca se sabe lo que se encontrará en ellas.

La enana abrió los ojos de modo desmesurado, primero sorprendida y enseguida con complacencia. No sería ella quien dijera a su nuevo y atractivo amigo que se había pasado media vida viajando sola.

—No dispongo de dinero para retribuirte por el tiempo que pierdas en acompañarme —dijo con una actitud coqueta—. Quizá lleguemos a otra clase de acuerdo conveniente para ambos —agregó y esbozó una sugestiva sonrisa que despejó cualquier duda sobre la índole de su oferta.

—Jamás necesité traficar esa clase de relaciones —replicó él sin ninguna jactancia—. De cualquier modo, no espero pago alguno por este favor. Seguía la pista de alguien que tiene en su poder un mapa que necesito y las huellas me trajeron a Rosloviggen. Ahora, apreciaría un poco de compañía... y un nuevo misterio.

Gisella le dedicó su sonrisa más seductora, y el hombre se la retribuyó. La enana percibió, no sin cierto pesar, que el gesto del humano no tenía eco en sus pupilas imperturbables, algo que ella siempre buscaba en los varones con quienes trataba. No obstante, el hecho de que estuviera dispuesto a ayudarla sin esperar algo a cambio compensaba la frialdad de sus ojos.

—No nos demoremos —instó Denzil—. Mi caballo está a la entrada dé la plaza. Cabalgaremos hasta su alojamiento, recogeremos sus cosas, y llegaremos a las montañas antes del mediodía.

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