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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (35 page)

BOOK: El país de uno
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Por eso se ha vuelto cada vez más difícil distinguir entre aquellos que combaten al narcotráfico de aquellos que participan en él. Entre los policías encargados de aplicar la ley y los policías dedicados a violarla. Y ante ello no sorprende que, como parte de las operaciones en Ciudad Júarez y Tijuana, las fuerzas policiacas se hayan visto obligadas a entregar sus armas; con demasiada frecuencia son usadas para cometer crímenes en vez de prevenirlos. En esos sitios se ha importado al Ejército para proteger a la población de la policía; de los que fueron contratados para confrontar a los criminales pero acaban aliándose con ellos. ¿Cómo olvidar que cuando “El Güero” Palma fue arrestado en 1995, estaba en casa de un comandante de la policía local? ¿Cómo entender que cuando un policía es despedido, es reubicado a otra zona del país o integrado a una banda criminal? ¿Cómo ignorar que 65 por ciento de la población desconfía de la policía judicial estatal y 70 por ciento de la policía preventiva?

El narcotráfico se nutre de una vasta red, tejida a lo largo de los años para constreñir la rendición de cuentas. Vive de la corrupción compartida, del Estado de Derecho intermitente, de la incapacidad de la clase política para actuar honestamente. Por eso la decisión de sacar a los soldados de los cuarteles debe despertar dudas. Debe generar preguntas. Debe ser vista como una medida temporal y no como una solución permanente. Porque el uso del ejército como un arma ambulante puede resolver problemas cortoplacistas de imagen, pero producir problemas eventuales de gobernabilidad. Porque la conversión del ejército en fuerza de contención del narcotráfico, expone a una de las pocas instituciones creíbles del país a la corrupción que ha dañado a las demás. Allí está el caso del general Gutiérrez Rebollo para evidenciarlo. Allí está la fuga de “El Chapo” Guzmán —ocultado según dicen en guarniciones militares y protegido por generales— para constatarlo.

“Los operativos están dando resultados”, dicen. “Vamos ganando aunque no parezca”, declaran el presidente y y el secretario de Seguridad Pública y el vocero del gobierno. Unos y otros, argumentando que la violencia es resultado de la eficiencia; el aumento en las ejecuciones es indicador de las interdicciones; la multiplicación de las muertes es evidencia de mano firme y no de mano ineficaz. Unos y otros, compitiendo para probar cuán draconianos son. Unos y otros, cerrando los ojos ante fuerzas sociales y económicas demasiado arraigadas para ser combatidas tan sólo con más armas, más balas, más policías, más militares, más sangre en el suelo, más soluciones simplistas a problemas complejos.

“El Chapo” Guzmán.

Los defensores de la estrategia actual han hecho una declaración de guerra que —en realidad— constituye una admisión de derrota frente a intereses que no pueden desarticular. Todos, ignorando los problemas estructurales de un país con una sub-clase permanente de 50 millones de pobres. Con un sistema policiaco disfuncional. Con una corrupción que por conveniencia política nadie quiere combatir. Con un sistema educativo demasiado maltrecho como para asegurar la movilidad social, y por ello la economía ilegítima del narcotráfico se vuelve la única solución para tantos mexicanos. Éstos son patrones históricos, patrones intransigentes, patrones recalcitrantes que abonan el terreno para el narcotráfico y quienes viven y se enriquecen con él. El negocio del narcotráfico va en ascenso porque México le ha apostado a que su destino no depende de la incorporación de la mitad de su población al desarrollo nacional.

Podemos seguir culpando a Estados Unidos por la demanda de drogas que genera. Podemos seguir mascullando sobre el flujo de armas a lo largo de la frontera. Podemos criticar a la Iniciativa Mérida y denunciar la protección de los derechos humanos que contiene como condición. Podemos sentirnos más nacionalistas y más patrióticos al envolvernos en la bandera. Pero eso no será suficiente para entender la dimensión del problema ni proveerá la honestidad suficiente para encararlo. La incompetencia y la corrupción persisten en ambos lados de la frontera. La proliferación de policías corrompidos e instituciones infiltradas es un fenómeno bilateral.

México está pagando un precio muy alto para satisfacer el apetito estadounidense, pero también es responsable de su propia voracidad, de su propia complicidad. De nuestra propia incapacidad para hacer del Estado de Derecho una realidad y no una mera aspiración retórica. De nuestra incapacidad para construir un país incluyente, próspero, en el cual los ciudadanos tienen empleos bien remunerados y no siembran o transportan enervantes. Y esto debe cambiar. No importa cuántos recursos se destinen, cuántos policías se entrenen, cuántas armas se usen, cuántos helicópteros se compren. Colombia ha gastado más de diez mil millones de dólares en la guerra contra el narcotráfico con resultados mixtos: más seguridad pero mismo nivel de drogas. La lección es clara. El principal objetivo de la guerra que el gobierno quiere ganar no debe ser la destrucción de los carteles, sino la construcción del Estado de Derecho. La meta no debe ser matar a más capos, sino mejorar la aplicación de las leyes en un país para todos.

Hasta el momento, las acciones de Felipe Calderón en el combate al crimen están encaminadas hacia una reconquista temporal de territorios tomados. Pero la posibilidad de un México más seguro y menos violento dependerá de la capacidad del gobierno para remodelar el andamiaje judicial, para reformar el aparato policial, para sancionar la corrupción en vez de solaparla. Para iniciar investigaciones necesarias sobre quién hace qué y quién protege a quién. En pocas palabras, el gobierno —a nivel federal, estatal y municipal— tendría que combatir a narcotraficantes y a funcionarios que los protegen. Tendría que confrontar a criminales en la calle y a sus cómplices en los pasillos del poder. Tendría que atrapar a hombres que violan la ley y remodelar a las instituciones que han puesto a su disposición.

Pero para ello va a ser necesario confrontar verdades más profundas. El narcotráfico es un sistema edificado sobre la corrupción, mantenido por la conveniencia, basado en una mentira que nadie quiere reconocer. Esta guerra no tiene fin. Pretender ganarla sin legalizar las drogas es como pensar que es posible ganarle a un terremoto, o a un huracán. Por cada capo atrapado o asesinado habrá otro que surja en su lugar. Como lamenta el policía McNulty en la escena final de
The Wire
—la serie de televisión que plasmó la guerra fútil contra el narcotráfico en Baltimore— cuando mira con amor y tristeza a su ciudad devastada y musita: “Es lo que es”.

LA ESTRATEGIA GUBERNAMENTAL:
¿CORRECTA O CONTRAPRODUCENTE?

“Habló demasiado” es el mensaje colocado encima de un cuerpo sin cabeza. “Para que aprendan a respetar” dice el letretro pegado a un torso sin brazos. “Te lo merecías” dice la nota dejada al lado de un hombre torturado. En las plazas y en las calles y en los lotes baldíos y ante las puertas de un cuartel del Ejército. En Apatzingán y en Zitácuaro y en Morelia y en Tierra Caliente. Muestras de la caligrafía del crimen, ejemplos de la sintaxis del silenciamiento, señales del surgimiento de un estado paralelo en Michoacán y microcosmos de lo que también ocurre en otros lugares de la República. Esos sitios donde no gobierna el gobierno sino “La familia”; donde no se aplica la ley sino la regla de “plata o plomo”; donde antes que hablarle a un policía en busca de protección, la ciudadanía prefiere que un cártel la provea. Ante ello, la futilidad de una guerra mal librada contra un Estado paralelo, descrita de forma devastadora en el artículo de William Finnegan en
The New Yorker
.

Atentado en Morelia, Michoacán.

Historia tras historia de secuestros, extorsiones, torturas, asesinatos, robos, corrupción, desempleo, y el simple temor de salir a las calle. Historia tras historia de lo que significa vivir en un municipio asediado, en un estado capturado, bajo el mando de una fuerza paralela a la del gobierno que se ha convertido —como dice un maestro de Zitácuaro— en “segunda ley”. A pesar de los 50 mil soldados en las carreteras. A pesar de los veinte mil policías federales en las calles. Sindicatos criminales como La familia crecen y controlan, deciden y se diversifican. Si alguien necesita cobrar una deuda, recurre a ellos. Si alguien necesita protección, se la pide a ellos.

Gracias a los “soldados” que ha logrado formar, a los jóvenes que ha podido reclutar, a la base social que ha logrado forjar. Los campesinos que antes cultivaban melones, ahora siembran mariguana. Los ejidatarios que antes exportaban sorgo, ahora transportan cocaína. Los trabajadores que antes emigraban a Estados Unidos en busca de movilidad social, ahora saben que un cártel la asegurará. Los Ni Ni’s que ni estudian ni trabajan se integrarán a las filas de un ejército que les paga muy bien. La familia no sólo ofrece empleo a quienes lo necesitan. También construye escuelas, organiza fiestas, cobra impuestos, disciplina adolescentes, y regala canchas de básquetbol. Se erige en árbitro de la paz social. Cultiva lealtades y echa raíces. Para sus miles de beneficiarios, la cruzada de Felipe Calderón no es una salvación sino una agresión.

Según algunos funcionarios gubernamentales, la anuencia social ante los cárteles es producto del “síndrome de Estocolmo”: la tendencia de los torturados a sentir empatía con sus torturadores, la propensión de los secuestrados a sentir simpatía por sus secuestradores. Pero quizá la aquiescencia refleja algo más profundo y más difícil de encarar. La transición democrática acaba con la “pax mafiosa” que el
PRI
había pactado con el crimen organizado. La democracia entraña el fin de viejos acuerdos y el principio de nuevas rivalidades entre grupos que el poder central ya no es capaz de controlar. Y por ello surge un vacío que los cárteles pueden llenar ante la impotencia y la incapacidad del gobierno, ya sea federal, estatal o municipal. El crimen organizado comienza a suplir las deficiencias del Estado.

Cuando la población no cree en la policía o en las cortes, los criminales toman ese papel. Cuando el Estado no puede ofrecer seguridad o empleo o cobertura médica o rutas para el ascenso social o bienes públicos, los cárteles empiezan a hacerlo. Como le explica una michoacana y madre soltera a Finnegan: “Tengo un número al que hablo. Si tengo un problema, si alguien me está amenazando, si alguien está tratando de robar mi carro, sólo les llamo y mandan a un policía. La policía trabaja para ellos (los narcos).” Fernando Gómez Mont argumentaba que los criminales estaban perdiendo “cobertura institucional”, cuando ya habían logrado poner a las intituciones a su servicio. Es precisamente por ello que 59 por ciento de los mexicanos —según una encuesta— no cree que el gobierno vaya ganando la guerra que declaró.

En los últimos años México padece niveles de violencia sin precedentes. Como argumenta Fernando Escalante en el artículo “La muerte tiene permiso” —publicado en la revista
Nexos
— la tasa nacional de homicidios sube un 50 por ciento en 2008, y de nuevo 50 por ciento en 2009, llegando a casi veinte mil. La tendencia ascendente se da en el segundo año del gobierno de Felipe Calderón y se vuelve imperativo entender por qué. La explicacion oficial se ha vuelto un lugar común: los homicidios provienen de cárteles peleando contra cárteles; las muertes son producto de la confrontación entre capos; la violencia es resultado de una estrategia exitosa no de una intervención ineficaz. Se nos dice que México es un país más violento porque los criminales desesperados se están destazando entre sí. Entonces, según la estrategia gubernamental, la violencia se vuelve aceptable, justificable, hasta necesaria.

Pero aquí van algunas preguntas provocadoras: ¿Y si la violencia es usada no sólo por narcotraficantes sino también por otros grupos armados que recurren a ella para defender lo que creen que es suyo ante el desmoronamiento de la autoridad? ¿Y si la “guerra contra el narcotráfico” fuera el contexto pero no la explicación? ¿Y si la violencia no fuera muestra del poder del Estado sino evidencia de su mala imposición?

Los números de Escalante muestran una realidad preocupante, una coincidencia alarmante. En diversos estados la tasa de homicidios se dispara a partir de la fecha del despliegue del ejército y las fuerzas federales. El arribo de tropas no reduce la violencia. Al contrario, parece exacerbarla. El patrullaje de la policía federal no contiene la inseguridad. Al contrario, parece llevar a su aumento. Lo que se presenta como “éxito” está lejos de serlo en los municipios donde salir por la noche se ha vuelto peligroso, donde comer en un restaurante se ha vuelto un riesgo, donde asistir a una fiesta equivale a poner la vida en juego. Los operativos conjuntos pueden ser, literalmente, el beso de la muerte.

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