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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (34 page)

BOOK: El país de uno
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Boda de Enrique Peña Nieto y La Gaviota.

El Astro boy de Atlacomulco, una criatura concebida por la dinastía política más importante del país que ahora busca dominarlo de nuevo. El político Potemkin, producto de un entramado de intereses políticos y empresariales que combina la modernidad mediática para llegar al poder, con los viejos métodos para ejercerlo. El mexiquense metrosexual construido con carretadas de dinero: por lo menos 3 500 millones de pesos en cuatro años de autopromoción mediática descritos por Jenaro Villamil en su libro
Si yo fuera presidente: el
reality show
de Peña Nieto
. El posible candidato presidencial, seleccionado, asesorado y adiestrado por personajes como Arturo Montiel y Alfredo del Mazo y Carlos Salinas de Gortari y ejecutivos de Televisa y muchas manos más que peinan el copete. Venden el producto. Posicionan la marca.

Enrique Peña Nieto, emulando a diario la estrategia salinista basada en la inauguración de grandes obras y el cumplimiento de pequeños compromisos. Promocionando a diario la lista de libramientos construidos, tractores regalados, apoyos económicos entregados. Ejemplo de lo que Octavio Paz llamó el “ogro filantrópico”; ese Estado que no construye ciudadanos sino perpetúa clientelas. Millones de mexicanos educados para vivir parados en la cola, esperando el próximo regalo. Como los nueve mil que se aprestaron a celebrar el cumpleaños de Mario Marín en su ultimo año como gobernador y los 200 que hicieron cola para abrazarlo. Como aquellos para quienes la corrupción se vale cuando es compartida. Como aquellos que volvieron a votar por el
PRI
en el Estado de México, a pesar de las marrullerías de Arturo Montiel y las marometas llevadas a cabo por su sucesor para encubrirlo.

Enrique Peña Nieto, actor de un espectáculo continuo, perfectamente producido, escenificado y actuado en la pantalla más grande del país. El candidato de “El canal de las estrellas” que hasta novia y esposa le consiguió. El candidato que las televisoras hacen suyo y se encargan de edificar. Con promoción política disfrazada de infomercial; con paquetes publicitarios que incluyen la compra de entrevistas en los principales noticieros; con la cobertura de un romance que recibe más atención que la guerra contra el narcotráfico; con el silencio televisivo que se guarda sobre el caso de Atenco o los feminicidios en el Estado de México o cualquier tema controvertido que podría evidenciar las fauces del joven dinosaurio. Hay un “plan de trabajo” que Televisa ha puesto en marcha y cuyas instrucciones Peña Nieto sigue al pie de la letra: te doy la pantalla desde la cual propulsarte y me das una presidencia a la medida de mis intereses. Un trueque permanente de favores, dinero, gestión política a cambio de impunidad y promoción mediática.

Como advierte Julio Scherer García, la fórmula Peña Nieto es sencilla: comprar el tiempo en la televisión, corromper y corromper, mentir y mentir, aprender que a los aprendices se les puede y debe aprovechar. Todo para apoyar al joven muñeco, atractivo por su presencia física, a costa de la inteligencia y la pulcritud moral. Todo para que el poder regrese a las manos de la mafia. Todo para que el
PRI
vuelva a Los Pinos.

LA CORREA INDISPENSABLE

Ante esta situación, el presidente y el Poder Legislativo tendrían que crear la capacidad de regular y reformar en nombre del interés público. Tendrían que mandar señales inequívocas de cómo van a desactivar esa metralleta mediática que está saboteando la reforma electoral y por ello la posibilidad de la consolidación democrática. Tendrían que proponer y aprobar una nueva Ley de Radio y Televisión capaz de fortalecer la capacidad regulatoria del Estado, la competencia y la desconcentración de un sector duopólico en el cual Televisa y TV Azteca presionan y llegan a acuerdos tras bambalinas porque pueden.

Tendrían que demostrar que México no es una “democracia sin garantes” y para ello sería necesario también revisar y profundizar la reforma electoral. Con reglas que hagan más explícito y operable el Artículo 134 constitucional que prohíbe la promoción personal de los políticos. Con sanciones mucho más severas a los partidos que violen la legislación, incluyendo la pérdida del registro. Con la reducción de la “spotización” y el tránsito a una estrategia que implique más debate y mejor contenido. Con la elaboración de leyes reglamentarias inconclusas que tan sólo han producido fallos erráticos o inconsistentes por parte de las autoridades electorales. Porque si no lo hacen y continúan pensando que es mejor mantener el
statu quo
o impulsar una contra reforma electoral o llegar a un acuerdo particular con los dueños de la metralleta, tarde o temprano volverán a descubrir cómo se vuelven sus víctimas.

Pero más allá de lo que debería hacer la clase política, la remodelación de la democracia mexicana es una tarea ciudadana urgente, y hay que entenderlo así. Porque cuando José Woldenberg sugiere que en cada eleccción es necesario votar “por el menos malo” me parece un consejo que coloca la vara de medición al ras del suelo, que obliga a México a seguir conformándose con poco y aspirando a menos. Siento que si seguimos votando por cualquier partido —en estas condiciones— contribuiremos a avalar un sistema que debe ser cambiado desde afuera, ya que nadie lo va a hacer desde adentro. Siento que si tachamos la boleta en favor de cualquier persona —en estas condiciones— acabaremos contribuyendo a legitimar un sistema que actúa cotidianamente al margen de la ciudadanía. Siento que si votamos incluso por una persona con amplios atributos —en estas condiciones— acabaremos premiando a partidos que obstaculizan la profundización democrática en lugar de fomentarla.

Por ello tendremos que pensar en acciones que contribuyan a sacudir, a presionar, a protestar, a rechazar, a manifestar la inconformidad, a reconfigurar una democracia altamente disfuncional. Por ello habrá que proponer medidas que combatan la inercia y generen incentivos para mejorar la representación. Porque el voto ya ha demostrado ser insuficiente; la competencia entre partidos ha demostrado ser insuficiente; la alternancia entre una opción ideológica u otra ha demostrado ser insuficiente.

Por ello hoy muchas organizaciones y ciudadanos insistimos —como llevamos años haciéndolo— en la reducción del financiamiento público a los partidos en 50 por ciento y la revisión de la fórmula conforme a la cual los partidos reciben recursos públicos, para que no se calcule en función del padrón electoral sino con base en la participación de los ciudadanos en las elecciones. De esa manera, los partidos obtendrían financiamiento en proporción al tamaño del voto que fueran capaces de obtener. Así, la propuesta contemplada contribuiría a mejorar sus métodos de reclutamiento, a mejorar sus propuestas de campaña, a hacerlos corresponsables de la calidad de la democracia mexicana.

Éstos son cambios necesarios. Éstos son cambios imprescindibles ante un andamiaje institucional que ya no es capaz de asegurar la credibilidad o la equidad o la confianza. Encuesta tras encuesta lo subraya: 50 por ciento de la población no cree en la democracia y sospecha de sus principales actores; más de la mitad de los encuestados afirma que los partidos políticos “no son necesarios” para el bien del país; 77 por ciento piensa que las elecciones “cuestan demasiado” y son “poco o nada útiles para informar a la ciudadanía”. Síntomas de la toxicidad producida por un modelo de competencia electoral que debilita al paciente en vez de curarlo: financiamiento público + acceso extra legal a la televisión + regulación ineficaz = partidos cada vez más ricos, que participan en elecciones cada vez más caras, que benefician a televisoras cada vez más poderosas, que usan su poder para presionar a políticos renuentes a rendir cuentas o a cambiar la legislación con el objetivo de remediar la enfermedad que provocaron. Un cáliz de oro financiado por ciudadanos como usted y como yo. Pero un cáliz envenenado.

Los ciudadanos contemplan y padecen elecciones competitivas pero demasiado caras. Partidos bien financiados pero poco representativos. Contiendas equitativas pero donde todos tienen la misma capacidad para gastar sumas multimillonarias. Un sistema para compartir el poder que beneficia más a los partidos que a los ciudadanos. Una democracia costosa para el país y onerosa para los contribuyentes que la financian. Y ése seguirá siendo el caso hasta que los ciudadanos demanden recortar el presupuesto para los partidos; hasta que los ciudadanos insistan que si los partidos quieren tener la credibilidad suficiente para apretar el cinturón de los otros, necesitan comenzar con el suyo; hasta que los ciudadanos clamen “Ya bájenle” y se sumen a la convocatoria en
www.yabajenle.org.mx
.

El problema no son las personas o los partidos en sí; es un sistema político que no asume la representación como punto de partida, como cimiento fundacional. El problema es la inexistencia de mecanismos democráticos como la reelección, las candidaturas ciudadanas, las “acciones colectivas” bien reguladas, la revocación del mandato, entre tantas más. El problema es que los partidos insisten en que nos representan adecuadamente cuando no es así. No podemos seguir fingiendo; ha llegado el momento de reconocer lo que no funciona y componerlo. Porque como ha escrito José Antonio Crespo, votar por el partido “menos malo” equivale a comprar la fruta menos podrida, en lugar de presionar al vendedor a que —de ahora en adelante— venda fruta fresca. Equivale a decir que México no puede aspirar a más.

México tiene una democracia descompuesta que necesita arreglar. México tiene una democracia atorada que necesita echar a andar. México tiene una democracia elitista que necesita ampliar. Abriendo espacios a la ciudadanía para que su participación cuente; generando incentivos para que los legisladores y los presidentes municipales se vean obligados a rendir cuentas, cosa que no hacen hoy; dando poder a los votantes para que puedan generar contrapesos sociales a los poderes fácticos; creando vínculos de exigencia y representación entre los gobernados y los gobernantes. Reformas con la capacidad de airear, sacudir, relegitimar, disminuir la excepcionalidad de la democracia mexicana y normalizar su funcionamiento.

Para entrenar al perro inusual hará falta pensar en medidas que ayuden a colocar una correa democrática alrededor de su cuello. Para obligar al can a obedecer a los ciudadanos en lugar de morderlos, será imperativo discutir la apertura de los medios y el financiamiento a los partidos y la desaparición del fuero y las acciones colectivas eficaces y el fortalecimiento de los órganos autónomos y la obligatoriedad de la transparencia y la rendición de cuentas y todo aquello que le permita a los mexicanos proteger sus derechos. Todo aquello que obligue a los partidos a ceder parte de su poder. Todo aquello que refresque la representación política. Todo aquello que logre sacar a México de la jauría de las democracias exóticas, para colocarla en la camada de las democracias más normalitas. Todo lo que coloque una correa ciudadana ante el poder de los partidos y los medios. Y así, domesticar al perro verde.

VI. NUESTROS PENDIENTES

El crimen es contagioso. Si el gobierno viola la ley, engendra desprecio por la ley; invita a cada hombre a convertirse en una ley para sí mismo; invita a la anarquía
.

L
OUIS
B
RANDEIS

Si el crimen y los delitos crecen, es evidencia de que la miseria va en aumento y de que la sociedad está mal gobernada
.

N
APOLEÓN

EL NARCOTRÁFICO:
¿ACORRALADO O INVENCIBLE?

Policías encajuelados. Hombres entambados. Cuerpos decapitados. Militares acribillados. Ciudadanos atemorizados. Automóviles quemados. Miles de ejecutados en los últimos años. Víctimas de una guerra brutal, fútil, inacabable. Víctimas de una lucha que el gobierno dice que podrá ganar pero no logrará hacerlo. Porque la guerra contra las drogas nunca concluirá con un triunfo medible de los buenos sobre los malos, con una victoria contundente que el país pueda celebrar. Porque una de las primeras bajas que produce cualquier guerra es el ocultamiento de la verdad. El ofuscamiento de una realidad en la que —como diría George Orwell— “denunciamos la guerra mientras preservamos el tipo de sociedad que la hace inevitable”. México, el país donde la expansión del narcotráfico es un síntoma más de todo lo que no funciona.

Donde las muertes sin sentido se han vuelto insoportablemente repetitivas. Donde se atacan los efectos, pero no las causas. Donde muchos critican la violencia que el narcotráfico produce, pero pocos hablan de la estructura económica, política y social que lo hace posible. Ese andamiaje de políticos que protegen a narcotraficantes y narcotraficantes que financian a políticos; de criminales organizados que lavan dinero e instituciones financieras que se benefician con ello; de sicarios que asesinan a policías y policías que les pagan para hacerlo; de jueces que se vuelven cómplices del crímen organizado y el crímen organizado que los soborna. Por eso cuando funcionarios gubernamentales declaran que: “El Estado mexicano es mucho más poderoso que cualquier capacidad de estos grupos para corromper instituciones, intimidar a la sociedad o destruir vidas humanas” denotan cuán poco entienden el problema.

Muertos por el narcotráfico.

Hoy el Estado mexicano ha sido infiltrado por las fuerzas que dice combatir. Hoy el Estado mexicano declara que va gananado la guerra contra los malos, cuando en realidad los alberga. La historia de la “guerra” contra el narcotráfico en México es una de simetrías y mimetismos y complicidades. La corrupción en las calles es reflejada en cada pasillo del poder, en cada división del Ejército, en cada escuadrón de la policía, en cada Ministerio Público, en cada juzgado, en cada pueblo en el cual las víctimas de la violencia temen hablar o denunciar o confrontar.

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