El Palacio de la Luna (29 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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Comprendí inmediatamente que no podía hacer nada para impedírselo. Estaba totalmente decidido, y en lugar de tratar de disuadirle, hice lo que estaba en mi mano para que su plan fuera lo menos peligroso posible. Era un buen plan, le dije, pero todo dependía de la hora del día que eligiésemos para nuestras incursiones. Las primeras horas de la tarde, por ejemplo, no serían adecuadas. Había demasiada gente en la calle, y lo esencial era darle el dinero a cada receptor sin que nadie más pudiese darse cuenta de lo que pasaba. De ese modo, los alborotos se reducirían al mínimo.

—Hum —dijo Effing, siguiendo mis palabras con gran atención—. Entonces, ¿qué hora propone, muchacho?

—Hacia el final de la tarde. Después de que haya terminado la jornada laboral, pero tampoco tan tarde que podamos encontrarnos en una calle desierta. Digamos entre las siete y media y las diez.

—En otras palabras, después de que hayamos cenado. Lo que podríamos llamar una incursión de sobremesa.

—Eso es.

—Délo por hecho, Fogg. Haremos nuestras correrías después del anochecer, como un par de Robin Hoods dispuestos a otorgar nuestra munificencia a los afortunados mortales que se crucen en nuestro camino.

—También debería pensar en la cuestión del transporte. La ciudad es demasiado grande y algunos de los sitios a los que vamos a ir están a muchos kilómetros de aquí. Si lo hiciéramos todo a pie, algunas noches volveríamos tardísimo. Y si en algún momento tenemos que salir huyendo, podríamos encontrarnos en una situación difícil.

—Eso son mariconadas, Fogg. No nos va a pasar nada. Si se le cansan las piernas, cogemos un taxi. Si se siente capaz de andar, seguimos andando.

—No estaba pensando en mí. Sólo quería estar seguro de que sabe lo que se hace. ¿No ha pensado en alquilar un coche? De ese modo podríamos volver en un instante. No tendríamos más que subir al coche y el chófer nos traería.

—¿Un chófer? ¡Qué idea tan ridícula! Eso estropearía todo el plan.

—No veo por qué. La cuestión es dar el dinero, pero eso no significa que haya que patearse toda la ciudad aguantando el aire frío de la noche. Seria estúpido que se pusiera enfermo sólo porque quiere ser generoso.

—Quiero deambular por ahí, percibir las situaciones según se presenten. Eso no se puede hacer sentado en un coche. Hay que estar en las calles, respirando el mismo aire que los demás.

—Bueno, no era más que una sugerencia.

—Pues guárdese sus sugerencias. No tengo miedo de nada, Fogg, soy demasiado viejo para eso, y cuanto menos se preocupe por mi, mejor. Si me apoya, estupendo. Pero una vez que se comprometa, tendrá que callarse. Esto lo vamos a hacer a mi manera, pase lo que pase.

Durante los primeros ocho días todo salió bien. Estuvimos de acuerdo en que tenía que haber una jerarquía de méritos y eso me daba carta blanca para actuar como juzgara oportuno. La idea no era darle el dinero a cualquiera que pasara, sino buscar concienzudamente a las personas que más lo merecieran, escoger a aquellos cuya necesidad fuese mayor. Los pobres tenían prioridad automáticamente sobre los ricos, los minusválidos sobre los sanos y los locos sobre los cuerdos. Establecimos esas normas desde el principio y, dado el carácter de las calles de Nueva York, no fue difícil seguirlas.

Algunas personas se desmoronaban y se echaban a llorar cuando les daba el dinero; otras se echaban a reír; otras no decían nada. Era imposible predecir sus reacciones y pronto me acostumbré a no esperar que hicieran lo que yo pensaba que harían. Estaban los suspicaces que creían que tratábamos de estafarles (un hombre llegó a romper el billete y varios nos acusaron de ser falsificadores); estaban los avariciosos que pensaban que cincuenta dólares no era suficiente; estaban los solitarios que se nos pegaban y no nos dejaban marchar; estaban los alegres que querían invitarnos a una copa, los tristes que querían contarnos su vida y los artísticos que bailaban o cantaban para demostrarnos su gratitud. Para sorpresa mía, ni uno solo intentó robarnos. Probablemente fue simple cuestión de buena suerte, aunque también hay que decir que nos movíamos con rapidez, nunca nos quedábamos mucho rato en el mismo sitio. En general, yo repartía el dinero por la calle, pero hice algunas incursiones en bares y cafés de los bajos fondos —Blarney Stones, Bickfords, Chock Full O’Nuts—, donde dejaba un billete de cincuenta dólares delante de cada persona que habla en la barra.

—¡Difunde un poco de dicha! —gritaba, repartiendo el dinero lo más deprisa que podía, y antes de que los aturdidos clientes pudieran asimilar lo que les estaba ocurriendo, yo habla salido corriendo a la calle.

Les di dinero a mujeres sin domicilio y prostitutas, a vagos y alcohólicos, a vagabundos y hippies, a chicos que se hablan escapado de casa, a mendigos y mutilados, todos los marginados que llenan los bulevares después del anochecer. Había cuarenta regalos que hacer cada noche y nunca tardamos más de hora y media en terminar el trabajo.

La novena noche llovió y la señora Hume y yo conseguimos convencer a Effing de que no saliera. La noche siguiente también llovía, pero no pudimos hacer nada para retenerle. Nos dijo que no le importaba coger una pulmonía, tenía un trabajo que hacer y lo haría por encima de todo. ¿Y si iba yo solo?, le pregunté. Le daría un informe detallado al volver y sería casi como si hubiera estado allí. No, eso era imposible, tenía que estar en persona. Además, ¿cómo podía estar seguro de que no iba a meterme el dinero en el bolsillo? Podría darme un paseo y luego contarle un cuento. Él no tendría forma de saber si le decía la verdad.

—Si es eso lo que piensa —le contesté, fuera de mí por la indignación—, entonces puede coger su dinero y metérselo en el culo. Yo me largo.

Por primera vez desde que le conocí hacia seis meses, Effing se derrumbó y me pidió disculpas. Fue un momento dramático, y mientras él estaba expresando su arrepentimiento y su contrición, casi sentí pena por él. Su cuerpo temblaba, la saliva se pegaba a sus labios, parecía como si todo su ser estuviera a punto de desintegrarse. Sabía que yo habla hablado en serio y mi amenaza de dejarle le horrorizó. Me rogó que le perdonara, me dijo que era un buen chico, el mejor chico que había conocido, y me juró que nunca volvería a decirme una palabra desagradable mientras viviera.

—Le compensaré —me dijo—, le prometo que le compensaré.

—Luego, metiendo la mano en el maletín, sacó un puñado de billetes de cincuenta dólares y los levantó en el aire—. Tenga, Fogg, son para usted. Quiero darle un plus. Bien sabe Dios que se lo merece.

—No hace falta que me soborne, señor Effing. Me paga adecuadamente.

—No, por favor, quiero dárselo. Considérelo una prima. Una recompensa por servicios extraordinarios.

—Guarde el dinero en el maletín, señor Effing. Está bien. Prefiero dárselo a gente que lo necesita de verdad.

—Pero ¿se quedará?

—Me quedaré. Acepto sus disculpas. Pero no vuelva a decir nada semejante.

Por razones evidentes, aquella noche no salimos. La noche siguiente estaba despejado y a las ocho bajamos a Times Square, donde terminamos nuestro trabajo en veinticinco o treinta minutos, un tiempo récord. Como todavía era temprano y además estábamos más cerca de casa que de costumbre, Effing insistió en que volviéramos a pie. Esto en sí mismo es un detalle trivial y no lo mencionaría de no ser porque en el camino ocurrió algo curioso. Cerca de Columbus Circus vi a un joven negro, más o menos de mi edad, que caminaba paralelamente a nosotros por la acera de enfrente. Por lo que pude ver, no había nada de extraño en él. Iba decentemente vestido y no hacía nada que sugiriera que estaba borracho o loco. Pero allí estaba, en una noche primaveral sin nubes, andando por la calle con un paraguas abierto sobre la cabeza. La cosa era bastante incongruente de por sí, pero luego me di cuenta de que además el paraguas estaba roto: la tela habla sido arrancada del armazón y, con las varillas desnudas inútilmente extendidas en el aire, parecía como si llevara una enorme e inverosímil flor de acero. No pude evitar reírme. Cuando se lo describí a Effing, él también se rió. Su risa fue más alta que la mía y llamó la atención del hombre que iba por la otra acera. Con una amplia sonrisa, nos hizo un gesto para indicarnos que nos metiéramos debajo de su paraguas.

—¿Es que quieren mojarse? —dijo alegremente—. Vengan aquí para protegerse de la lluvia.

Había algo tan fantástico y espontáneo en su ofrecimiento que hubiera sido una grosería rechazarlo. Cruzamos la calle y caminamos treinta manzanas de Broadway bajo el paraguas roto. Me agradó ver con qué naturalidad fingió Effing la broma, sin hacer preguntas, comprendiendo por intuición que esta clase de juego sólo podía mantenerse si todos fingíamos creer en ello. Nuestro anfitrión se llamaba Orlando y era un cómico muy dotado; sorteaba de puntillas imaginarios charcos, inclinaba el paraguas en distintas direcciones para evitar las gotas de lluvia y charló durante todo el camino en un rápido monólogo de asociaciones ridículas y juegos de palabras. Era la imaginación en su forma más pura: el acto de dar vida a cosas inexistentes, de convencer a otros de que aceptaran un mundo que en realidad no estaba a la vista. Al haberse producido aquella noche, el encuentro parecía concordar con el impulso que movía lo que Effing y yo acabábamos de hacer en la calle Cuarenta y dos. Un espíritu lunático se había apoderado de la ciudad. Los billetes de cincuenta dólares viajaban en los bolsillos de los desconocidos, llovía pero no llovía y no nos daba ni una sola gota del chaparrón que caía a través de nuestro paraguas roto.

Nos despedimos de Orlando en la esquina de Broadway con la Ochenta y cuatro, dándonos la mano y jurándonos que seríamos amigos para siempre. Como colofón de nuestro paseo, Orlando sacó la mano para ver cómo estaban las condiciones meteorológicas, dudó un momento y luego declaró que había dejado de llover. Cerró el paraguas y me lo dio como recuerdo.

—Aquí tienes —dijo—, creo que será mejor que te lo quedes. Nunca se sabe cuándo puede empezar a llover otra vez y no me gustaría que os mojarais. Es lo que pasa con el tiempo: cambia continuamente. Si no estás preparado para todo, no estás preparado para nada.

—El paraguas es como tener dinero en el banco —dijo Effing.

—Exactamente, Tom —respondió Orlando—. Mételo debajo del colchón y guárdalo para un día de lluvia.

Como despedida levantó el puño con el saludo del poder negro y se alejó a paso lento y tranquilo y cuando llegó al final de la manzana se perdió entre la gente.

Fue un pequeño episodio curioso, pero estas cosas pasan en Nueva York más a menudo de lo que uno imagina, sobre todo si se está abierto a ellas. Lo que hizo que este encuentro me pareciese algo insólito no fue tanto su carácter alegre como la misteriosa forma en que pareció influir en los sucesos posteriores. Fue casi como si nuestro encuentro con Orlando hubiese sido una premonición, un augurio del destino de Effing. En concreto, estoy pensando en tormentas y paraguas, pero más aún en el cambio, en cómo puede cambiar todo en cualquier momento, repentinamente y para siempre.

La noche siguiente iba a ser la última. Effing pasó el día más inquieto de lo normal; se negó a dormir la siesta, se negó a que le leyera y rechazó todas las distracciones que traté de inventar para él. Pasamos un rato en el parque a primera hora de la tarde, pero el día estaba brumoso y amenazador y me impuse para que volviéramos a casa antes de lo previsto. Cuando anocheció, la ciudad estaba cubierta por una densa niebla. El mundo se había vuelto gris y las luces de los edificios brillaban a través de la humedad como envueltas en gasas. Las condiciones no eran nada prometedoras pero, como no llovía, parecía inútil tratar de convencer a Effing de que renunciase a nuestra última expedición. Calculé que podría resolver el asunto en poco tiempo y llevar al viejo a casa rápidamente, antes de que ocurriera nada grave. A la señora Hume no le agradaba la idea, pero cedió cuando le aseguré que Effing llevarla un paraguas. Effing aceptó pronto esta condición, y cuando salimos del portal a las ocho, pensé que la cosa estaba bastante bien organizada.

Lo que no sabía era que Effing había sustituido su paraguas por el que Orlando nos había dado la noche anterior. Cuando lo descubrí ya estábamos a cinco o seis manzanas de casa. Riéndose por lo bajo con oscura e infantil alegría, Effing sacó el paraguas roto de debajo de su manta y lo abrió. Como el puño era idéntico al del paraguas que había dejado en casa, supuse que había sido un error, pero cuando le dije que se había equivocado, me respondió que me ocupara de mis asuntos.

—No sea imbécil —me dijo—. He cogido éste a propósito. Es un paraguas mágico, cualquier idiota se daría cuenta. Cuando uno lo abre se vuelve invencible.

Estaba a punto de contestarle, pero luego me lo pensé mejor. El hecho era que no llovía, y no quería embrollarme en una hipotética discusión con Effing. Sólo deseaba acabar el trabajo, y mientras no lloviese, no habla inconveniente en que sostuviese ese ridículo objeto sobre la cabeza. Seguí empujando su silla unas cuantas manzanas, entregando billetes de cincuenta dólares a todos los candidatos adecuados, y cuando había repartido la mitad de la cantidad, crucé al otro lado de la calle y empecé a caminar en dirección a casa. Fue entonces cuando se puso a llover, como si fuese inevitable, como si la voluntad de Effing hiciese caer las gotas. Al principio eran minúsculas, casi indistinguibles de la niebla que nos rodeaba, pero cuando llegamos a la manzana siguiente la llovizna se había convertido en un aguacero considerable. Metí a Effing en un portal, pensando en esperar allí hasta que pasara lo peor, pero en cuanto nos detuvimos, el viejo empezó a protestar.

—¿Qué hace? —preguntó—. No es momento de tomarse un respiro. Todavía tenemos dinero que repartir. Vamos, muchacho. Venga, venga, vámonos. ¡Es una orden!

—Por si no se ha enterado —contesté—, está lloviendo. Y no me refiero a un chubasco primaveral. Llueve con fuerza. Las gotas son del tamaño de guijarros y rebotan medio metro al dar en la acera.

—¿Que llueve? —dijo—. ¿Cómo que llueve? Yo no noto que llueva.

Luego, dando un súbito impulso a las ruedas de su silla, Effing se soltó de mis manos y se deslizó por la acera. Volvió a coger el paraguas roto, lo alzó con las dos manos por encima de su cabeza y gritó a la tormenta.

—¡No llueve! —vociferó, mientras la lluvia le azotaba desde todos los lados, empapándole la ropa y golpeándole en la cara—. ¡Puede que le llueva a usted, muchacho, pero a mí no! ¡Estoy completamente seco! Tengo mi paraguas especial y todo va de maravilla. ja, ja! ¡Ya pueden caer chuzos de punta, que yo ni me entero!

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