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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (24 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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Después de dos semanas, empezó lentamente a recobrar la razón y finalmente halló algo que se parecía a la paz de espíritu. Esta situación no podía prolongarse indefinidamente, se dijo, y eso fue un alivio, una idea que le dio valor para seguir adelante. En algún momento las reservas de víveres se acabarían y entonces tendría que marcharse a otro sitio. Se dio aproximadamente un año, quizá un poco más si tenía cuidado. Para entonces, la gente habría perdido las esperanzas de que él y Byrne regresaran. Dudaba de que Scoresby hubiese echado su carta al correo, pero aunque lo hubiese hecho, los resultados serian básicamente los mismos. Enviarían un equipo de rescate, costeado por Elizabeth y el padre de Byrne. Recorrerían el desierto durante unas semanas, buscando con ahínco a los dos desaparecidos —con seguridad habrían ofrecido una recompensa—, pero nunca encontrarían nada. Como máximo, descubrirían la tumba de Byrne, pero ni siquiera eso era muy probable. Y aunque así fuera, eso no les llevaría más cerca de él. Julian Barber había desaparecido y nadie podría nunca seguir su rastro. Todo era cuestión de aguantar hasta que dejaran de buscarle. Los periódicos de Nueva York publicarían necrologías, se celebraría un funeral y ése seria el final del asunto. Una vez que eso sucediera, él podría ir adonde quisiera; podría convertirse en quien quisiera.

Sin embargo, sabía que no le beneficiaría precipitar las cosas. Cuanto más tiempo permaneciera escondido, más seguro estaría cuando al fin se marchara. En consecuencia se puso a organizar su vida de la manera más estricta posible, haciendo todo lo que podía por alargar su estancia allí: se limitaba a una comida diaria, acumulaba una amplia provisión de leña para el invierno, se mantenía en buena forma física. Se hizo gráficos e inventarios y cada noche, antes de acostarse, anotaba meticulosamente las reservas que había utilizado durante el día, para obligarse a mantener la más rigurosa disciplina. Al principio le resultaba difícil cumplir los objetivos que se había fijado y sucumbía a menudo a la tentación de tomarse una rebanada de pan de más u otro plato de estofado en lata, pero el esfuerzo en sí mismo parecía valer la pena y le ayudaba a estar alerta. Era un modo de ponerse a prueba frente a sus propias debilidades y a medida que la realidad y el ideal se iban aproximando gradualmente, no podía evitar considerarlo un triunfo personal. Sabía que no era más que un juego, pero se necesitaba una fanática devoción para jugarlo y ese mismo exceso de concentración era lo que le permitía no caer en el abatimiento.

Después de dos o tres semanas de esta nueva vida de disciplina, empezó a sentir el impulso de volver a pintar. Una noche, sentado con un lápiz en la mano, escribiendo su breve informe de las actividades diarias, de pronto empezó a hacer un pequeño boceto de una montaña en la página de al lado. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, había terminado el dibujo. No tardó más de medio minuto, pero en ese repentino gesto inconsciente encontró una fuerza que nunca había estado presente en su obra anterior. Esa misma noche desempaquetó sus enseres de pintor, y desde entonces hasta que se le acabaron las pinturas siguió trabajando, saliendo cada mañana de la cueva al amanecer y pasando todo el día fuera. Aquello duró dos meses y medio y en ese tiempo consiguió terminar casi cuarenta lienzos. Sin ninguna duda, me dijo, fue el periodo más feliz de su vida.

Trabajaba sometido a las exigencias de dos restricciones que acabaron ayudándole cada una a su manera. Primero, el hecho de que nadie vería nunca aquellos cuadros. Eso era inevitable, pero, en lugar de atormentarle con una sensación de inutilidad, parecía liberarle. Ahora trabajaba para si mismo, sin la amenaza de la opinión de otras personas, y eso de por sí era suficiente para producir un cambio fundamental en el enfoque que daba a su arte. Por primera vez en su vida dejó de preocuparse por los resultados y en consecuencia los términos “éxito” y “fracaso” perdieron todo sentido para él. Descubrió que el verdadero sentido del arte no era crear objetos bellos. Era un método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos corresponde en él, y cualquier cualidad estética que pudiera tener un cuadro determinado no era más que un subproducto casual del esfuerzo de librar esta batalla, de entrar en el corazón de las cosas. Procuró olvidar las reglas que había aprendido, confiando en el paisaje como en un socio, abandonando voluntariamente sus intenciones y rindiéndose a los asaltos del azar, de la espontaneidad, a la embestida de los detalles brutales. Ya no le daba miedo la soledad que le rodeaba. El acto de tratar de plasmarla en los lienzos le había servido para interiorizarla de alguna manera y ahora podía percibir su indiferencia como algo que le pertenecía a él, tanto como él pertenecía al silencioso poderío de aquellos gigantescos espacios. Según me dijo, los cuadros que pintó eran toscos, llenos de colores violentos y de extrañas e involuntarias oleadas de energía, un remolino de formas y de luz. No tenía ni idea de si eran bellos o feos, pero probablemente eso daba igual. Eran suyos y no se parecían a ningún otro cuadro que hubiera visto en su vida. Cincuenta años después, aseguró, todavía podía recordarlos uno a uno.

La segunda restricción era más sutil, pero, a pesar de ello, ejercía una influencia aún más fuerte sobre él: antes o después, se le acabarían los materiales. Después de todo, sólo tenía un número limitado de tubos de pintura y de lienzos, y mientras continuara pintando, los estaba gastando. Desde el primer momento, por lo tanto, el fin estaba a la vista. Incluso mientras estaba pintando los cuadros, notaba como si el paisaje se desvaneciera ante sus ojos. Esto le daba una especial intensidad a todo lo que pintó en aquellos meses. Cada vez que terminaba una tela, las dimensiones del futuro se encogían para él, acercándole constantemente al momento en que ya no habría futuro. Al cabo de mes y medio de constante trabajo, llegó finalmente a la última tela. Sin embargo, todavía le quedaban una docena de tubos de pintura. Casi sin perder el ritmo, Effing dio la vuelta a los cuadros y empezó una nueva serie en la parte de atrás de los lienzos. Fue un indulto extraordinario, dijo, y durante las tres semanas siguientes se sintió como si hubiera renacido. Trabajó en su segundo ciclo de paisajes aún con mayor intensidad que en el primero, y cuando todos los reversos estuvieron cubiertos, empezó a pintar sobre los muebles de la cueva, dando frenéticas pinceladas sobre el armario, la mesa y las sillas de madera, y una vez que estas superficies también estuvieron pintadas, estrujó los aplastados tubos para sacar los últimos restos de color y comenzó a trabajar sobre la pared sur, esbozando los contornos de una pintura rupestre panorámica. Effing afirmó que habría sido su obra maestra, pero se le acabaron los colores antes de que estuviera medio terminada.

Entonces llegó el invierno. Todavía tenía varios cuadernos y una caja de lápices, pero en vez de pasar de la pintura al dibujo, prefirió hibernar durante los meses fríos y pasó el tiempo escribiendo. En un cuaderno anotaba sus pensamientos y observaciones, intentando hacer con palabras lo que antes había hecho con imágenes, y en otro continuó el cuaderno de bitácora de su rutina diaria, llevando una cuenta exacta de sus gastos: cuánta comida habla consumido, cuánta quedaba, cuántas velas había quemado, cuántas estaban intactas. En enero nevó todos los días durante una semana, y él se complació en ver la blancura que caía sobre las rocas rojas, transformando el paisaje que tan bien conocía ya. Por la tarde salía el sol y derretía la nieve en trozos irregulares, creando un bonito efecto moteado, y a veces el viento levantaba la nieve en polvo y hacía girar las partículas blancas en breves danzas tempestuosas. Effing pasaba horas y horas observando estas cosas, sin que pareciera cansarse nunca de ellas. Su vida se había vuelto tan lenta que ahora percibía los más pequeños cambios. Cuando se le acabaron las pinturas, pasó por un angustiado periodo de desaliento, pero luego descubrió que escribir podía ser un adecuado sucedáneo de pintar. A mediados de febrero, sin embargo, había llenado todos sus cuadernos y ya no le quedaba nada donde escribir. Contrariamente a lo que había supuesto, esto no le desanimó. Se había sumergido tan profundamente en su soledad que ya no necesitaba ninguna distracción. Le parecía casi inimaginable, pero poco a poco el mundo se había vuelto suficiente para él.

A finales de marzo finalmente tuvo su primera visita. Por suerte, Effing estaba sentado en el tejado de su cueva cuando el hombre hizo su aparición al pie de la montaña, lo cual le permitió seguir el ascenso del desconocido por las rocas; durante casi una hora estuvo observando la pequeña figura que trepaba hacia él. Cuando el hombre llegó a la cima, Effing le estaba esperando con el rifle entre las manos. Había interpretado esta escena para sí cien veces, pero ahora que estaba sucediendo de verdad, le sorprendió descubrir lo asustado que estaba. La situación no tardaría más de treinta segundos en aclararse: si el hombre conocía al ermitaño y, en caso afirmativo, si el disfraz podría engañarle y hacerle creer que Effing era la persona que fingía ser. Si el hombre era el asesino del ermitaño, el asunto del disfraz sería irrelevante. Y lo mismo ocurriría si se trataba de un miembro del equipo de rescate, una última alma ingenua que todavía soñaba con la recompensa. Todo se resolvería en pocos segundos, pero, hasta entonces, Effing no podía evitar el ponerse en lo peor. Se dio cuenta de que, además de sus otros pecados, había muchas probabilidades de que se convirtiera en un asesino dentro de un momento.

Lo primero que observó del hombre fue que era grande, e inmediatamente se fijó en su extraña indumentaria. El hombre vestía una ropa que parecía hecha toda de diversos remiendos —un cuadrado rojo vivo aquí, un rectángulo de cuadros azules y blancos allá, un pedazo de lana en un sitio, un trozo de tela vaquera en otro— y este atuendo le daba un extraño aspecto de payaso, como si acabara de escaparse de un circo ambulante. En lugar del sombrero de ala ancha típico del Oeste, llevaba un estropeado hongo con una pluma blanca en la cinta. El pelo negro y liso le llegaba hasta los hombros, y cuando se acercó más, Effing vio que el lado izquierdo de su cara estaba deformado por una ancha e irregular cicatriz que iba desde el pómulo hasta el labio inferior. Effing supuso que el hombre era indio, pero a aquellas alturas poco importaba lo que fuese. Era una aparición, un bufón de pesadilla que había salido de las rocas. El hombre gimió de agotamiento cuando se izó hasta el saliente de la cima y luego se detuvo y sonrió a Effing. Estaba sólo a tres o cuatro metros de él. Effing levantó el rifle y le apuntó, pero el hombre pareció más desconcertado que asustado.

—Eh, Tom —dijo, con la voz lenta de un tonto—. ¿No te acuerdas de mí? Soy tu viejo amigo George. A mí no tienes que gastarme esas bromas.

Effing vaciló un momento, luego bajó el rifle, manteniendo el dedo en el gatillo por si acaso.

—George —murmuró, hablando en un tono casi inaudible para que su voz no le traicionase.

—He estado en la trena todo el invierno —dijo el grandullón—. Por eso no he venido a verte.

Siguió andando hacia Effing y no se paró hasta que estuvo lo bastante cerca de él como para darle la mano. Efflng se pasó el rifle a la mano izquierda y le tendió la derecha. El indio le miró inquisitivamente a los ojos durante un momento, pero luego el peligro pasó de repente.

—Tienes buen aspecto, Tom —dijo—. Muy bueno, de veras.

—Gracias —dijo Effing—. Tú también tienes buen aspecto.

El grandullón se echó a reír, poseído por una especie de zafia alegría, y desde ese momento Effing supo que todo iba a salir bien. Era como si acabara de contar el chiste más gracioso del siglo, y si tan poca cosa podía producir tan gran efecto, no sería difícil mantener el engaño. Era asombroso, de hecho, lo bien que iba todo. El parecido de Effing con el ermitaño era sólo aproximado, pero al parecer el poder de sugestión era lo bastante fuerte como para transformar la evidencia física. El indio había acudido a la cueva esperando encontrar a Tom, el ermitaño, y como era inconcebible para él que un hombre que respondía al nombre de Tom pudiese ser otro que el Tom que él buscaba, había alterado los hechos apresuradamente para que concordasen con sus expectativas, justificando cualquier discrepancia entre los dos Tom como producto de su propia memoria defectuosa. Ayudaba mucho, naturalmente, el que el hombre fuese un bobo. Tal vez sabia perfectamente que Effing no era el verdadero Tom. Puede que hubiera subido a la cueva buscando unas horas de compañía y, puesto que encontró lo que buscaba, no iba a ponerse a discutir quién se la habla dado. En última instancia, era probable que le fuera completamente indiferente haber estado con el verdadero Tom o no.

Pasaron la tarde juntos sentados en la cueva y fumando cigarrillos. George había traído un paquete de tabaco, su regalo habitual al ermitaño, y Effing fumó un pitillo tras otro en un éxtasis de placer. Le resultaba extraño estar con alguien después de tantos meses de aislamiento y durante la primera hora más o menos le costó trabajo decir palabra. Había perdido la costumbre de hablar y su lengua ya no funcionaba como antes. La notaba torpe, como una serpiente que se retorciera pero no obedeciera sus órdenes. Afortunadamente, el auténtico Tom no había sido muy hablador y el indio no parecía esperar de él más que alguna respuesta de vez en cuando. Era evidente que George estaba disfrutando muchísimo y cada tres o cuatro frases echaba la cabeza hacia atrás y se reía. Cada vez que se reía, perdía el hilo de su discurso y empezaba con otro tema, lo cual hacía que a Effing le resultase difícil seguirle. Una historia sobre una reserva de los navajos se convertía de repente en una historia sobre una pelea de borrachos en un
saloon
, la cual a su vez se transformaba en el emocionante relato del robo a un tren. Por lo que Effing pudo deducir, su compañero era conocido con el nombre de George Boca Fea. Por lo menos así es como le llamaba la gente, pero al grandullón no parecía molestarle. Por el contrario, daba la impresión de estar bastante complacido de que el mundo le hubiera puesto un nombre que le pertenecía a él y a nadie más, como si eso fuera una señal de distinción. Effing nunca había conocido a nadie que combinara tanta dulzura e imbecilidad, y se esforzó por escucharle con atención y asentir en los momentos oportunos. Una o dos veces, sintió la tentación de preguntarle a George si había oído algo acerca de un equipo de rescate, pero consiguió dominar el impulso.

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