Años más tarde, cuando Barber me habló de la carta que había recibido de Victor, comprendí al fin por qué mi tío y yo nos habíamos marchado de Saint Paul tan de repente en 1959. Toda la escena cobraba sentido: el hacer las maletas apresuradamente a media noche, el viaje en coche a Chicago sin una sola parada, las dos semanas de estancia en un hotel sin ir al colegio. Victor no podía saber la verdad respecto a Barber, pero eso no disminuía su temor de llegar a saberla. Existía un padre en alguna parte, y ¿por qué arriesgarse con aquel hombre que sentía tanta curiosidad por enterarse de cosas relacionadas con Emily? En el peor de los casos, ¿quién podía asegurarle que no fuese a luchar por la custodia del niño? Fue fácil no mencionarme al contestar a la primera carta, pero cuando llegó la segunda con todas aquellas preguntas, Victor comprendió que estaba atrapado. No contestarla sólo servirla para posponer el problema, porque si el desconocido tenía tanto interés como parecía, acabaría por ir a buscarnos. ¿Qué sucedería entonces? Victor no vio otra alternativa que huir, levantarme a media noche y desaparecer en una nube de humo.
Esta historia fue una de las últimas cosas que me contó Barber y oírla me desgarró el corazón. Comprendí lo que Victor había hecho y, al comprobar el cariño que me tenía, me sentí inundado por una oleada de sentimientos. Experimenté de nuevo el dolor por la muerte de mi tío. Pero al mismo tiempo sentí frustración y amargura por los años que habla perdido. Si Victor hubiera contestado a la segunda carta de Barber en lugar de salir corriendo, yo podía haber descubierto quién era mi padre en 1959. Nadie tenía la culpa de lo sucedido, pero eso no hacia que me resultara menos difícil de aceptar. Todo había sido un problema de conexiones fallidas, de mala sincronización, de andar a ciegas. Siempre perdiendo la ocasión de encontrarnos por muy poco, siempre a unos centímetros de descubrirlo todo. A eso es a lo que se reduce la historia, creo. A una serie de oportunidades perdidas. Teníamos todas las piezas desde el principio, pero nadie supo encajarlas.
Nada de esto salió a relucir en aquel primer encuentro, claro está. Una vez que Barber decidió no mencionar sus sospechas, el único tema disponible era su padre y lo tratamos a fondo durante los días que pasó en Nueva York. La primera noche me invitó a cenar en Gallagher’s, en la calle Cincuenta y dos; la segunda noche fuimos con Kitty a un restaurante del barrio chino; y el tercer día, el domingo, fui a cenar con él a su hotel antes de que cogiera el avión para Minnesota. El ingenio y el encanto de Barber pronto me hicieron olvidar su desdichado aspecto, y cuanto más tiempo pasaba con él, más cómodo me sentía. Hablamos libremente casi desde el principio, intercambiando bromas e ideas mientras nos contábamos nuestras historias, y como él no era persona a quien le asustara la verdad, pude hablarle de su padre sin autocensura, dándole la versión completa de los meses que pasé con Effing, lo bueno y lo malo.
Por lo que respecta a Barber, nunca había estado muy enterado de nada. Le dijeron que su padre había muerto en el Oeste unos meses antes de su nacimiento, lo cual parecía verosímil, ya que las paredes de su casa estaban cubiertas de cuadros y todo el mundo le había dicho que su padre era pintor, especializado en paisajes, y que había viajado mucho a causa de su arte. Su último viaje fue a los desiertos de Utah, le dijeron, un lugar dejado de la mano de Dios, y allí fue donde murió. Pero nunca le aclararon las circunstancias de esta muerte. Cuando tenía siete años, una tía le dijo que su padre se habla caído por un precipicio. Tres años después un tío le contó que a su padre le habían hecho prisionero los indios, y luego, unos seis meses más tarde, Molly Sharp le aseguró que había sido obra del diablo. Molly era la cocinera que le daba deliciosos pudines cuando volvía del colegio —una irlandesa coloradota con los dientes muy separados— y ella nunca mentía. Cualquiera que fuese la causa, la muerte de su padre era la razón que siempre le daban para que su madre se quedase en su habitación. Ésa era la expresión que utilizaba la familia para referirse al estado de su madre, aunque lo cierto era que a veces salía de su habitación, especialmente en las noches cálidas de verano, cuando vagaba por los pasillos de la casa e incluso bajaba hasta la playa y se sentaba cerca del agua, escuchando el ruido de las pequeñas olas.
Él no veía mucho a su madre y hasta en sus mejores días ella tenía dificultad para recordar su nombre. Le llamaba Teddy, o Malcolm, o Rob —siempre mirándole directamente a los ojos, hablando con absoluta convicción—, o bien usaba extraños epítetos que para él no tenían ningún sentido: Bally-Ball, Pooh-Bah y señor Jinks. El nunca trataba de corregirla cuando hacía esto, ya que las horas que pasaba con ella eran demasiado preciosas para desperdiciarlas y sabía por experiencia que la menor objeción podía cambiar su humor. Los demás le llamaban Solly. Él no se oponía a este diminutivo, porque dejaba su verdadero nombre intacto, como si fuera un secreto que sólo él conocía; Solomon, el sabio rey de los hebreos, un hombre tan preciso en sus juicios que podía amenazar con cortar a un niño en dos. Más adelante, cambiaron el diminutivo y se convirtió en Sol. Supo por los poetas isabelinos que ésta era una palabra antigua que significaba “sol” y poco después descubrió que en francés esa palabra quería decir “suelo”. Le intrigaba pensar que él pudiera ser a la vez el sol y la tierra y durante varios años creyó que eso significaba que sólo él era capaz de abarcar todas las contradicciones del universo.
Su madre vivía en el cuarto piso con una serie de acompañantes y ayudantes y pasaba largas temporadas sin bajar. Ese piso era un territorio aparte, con una cocina recién construida a un lado del vestíbulo y la gran habitación octogonal al otro. Allí era donde su padre solía pintar, le dijeron, y las ventanas estaban distribuidas de tal modo que desde todas ellas no se veía nada más que el mar. Descubrió que si uno se quedaba delante de ellas mucho tiempo, con la cara pegada al cristal, acababa sintiéndose como si flotara en el cielo. No le permitían subir allí muy a menudo, pero desde su habitación en el piso de abajo oía a veces a su madre paseando de un lado a otro por la noche (el crujido de las tablas debajo de las alfombras) y de cuando en cuando distinguía voces: el rumor de las conversaciones, risas, estrofas de canciones, gemidos y sollozos. Sus visitas al cuarto piso estaban dictadas por las enfermeras y cada una establecía distintas normas. La señorita Forrest le concedía una hora todos los jueves; la señorita Caxton le examinaba las uñas antes de dejarle entrar; la señorita Flower era partidaria de los paseos por la playa a buen paso; la señorita Buxley les servía chocolate caliente; y la señorita Gunderson hablaba en una voz tan baja que casi no la oía. Una vez Barber jugó a los disfraces con su madre toda una tarde y en otra ocasión hicieron navegar un barco de juguete en el estanque hasta que anocheció. Ésas eran las visitas que recordaba más nítidamente y años más tarde comprendió que debían de haber sido las horas más felices que pasó con ella. Hasta donde llegaba su memoria, ella siempre le pareció vieja, con el cabello gris y la cara sin afeites, los ojos azules acuosos, las comisuras de la boca hacia abajo y manchas en el dorso de las manos. Había un ligero pero constante temblor en sus movimientos y esto la hacia parecer aún más frágil de lo que era; una mujer siempre al borde del colapso. No obstante, él no la consideraba loca (
desgraciada
era la palabra que en general le venía a la mente), e incluso cuando hacía cosas que alarmaban a todos, a él le parecía que sólo estaba fingiendo. Tuvo varias crisis a lo largo de los años (un ataque de gritos cuando despidieron a una de las enfermeras, un intento de suicidio, un período de varios meses en que se negó a llevar ropa) y en una ocasión la mandaron a Suiza para lo que llamaron “un largo descanso”. Barber descubrió mucho después que Suiza era solamente una forma cortés de referirse a un manicomio en Hartford, Connecticut.
Fue una infancia lúgubre, pero no carente de placeres, y mucho menos solitaria de lo que podía haber sido. Los padres de su madre vivían allí casi todo el tiempo y, a pesar de su inclinación hacia las modas pasajeras y frívolas —el fletcherismo,
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los agujeros de Symmes, los libros de Charles Fort—, su abuela fue extraordinariamente buena con él, lo mismo que su abuelo, que le contaba historias sobre la Guerra Civil y le enseñaba a buscar flores silvestres. Más adelante, el tío Binkey y la tía Clara también se fueron a vivir con ellos y durante varios años todos convivieron en una especie de malhumorada armonía. La crisis de la bolsa de 1929 no les arruinó, pero desde entonces hubo que hacer ciertas economías. El Pierce Arrow desapareció junto con el chófer, el contrato del piso de Nueva York no se renovó y a Barber no le mandaron a un internado de lujo como todos habían planeado. En 1931 vendieron algunas de las obras de la colección de su padre: los dibujos de Delacroix, el cuadro de Samuel French Morse y el pequeño Turner que había en la sala del piso de abajo. Pero aún quedaron muchos cuadros. A Barber le gustaban especialmente los dos Blakelocks que colgaban en el comedor (una escena a la luz de la luna en la pared oriental y una vista de un campamento indio en el lado sur), y además había docenas de cuadros de su padre por todas partes: las marinas de Long Island, los paisajes de la costa de Maine, los estudios del río Hudson y una habitación llena de paisajes traídos de un viaje a las Catskills, granjas en ruinas, montañas misteriosas, enormes campos luminosos. Barber pasó cientos de horas mirando estos lienzos, y en su tercer curso en el instituto montó una exposición con ellos en una sala del ayuntamiento y escribió un ensayo sobre la obra de su padre que fue distribuido gratuitamente a todos los que asistieron a la inauguración.
El año siguiente pasó muchas noches redactando una novela basada en la desaparición de su padre. Barber no tenía más que diecisiete años y, atrapado en el tumulto de la adolescencia, empezó a imaginarse que era un artista, un futuro genio que salvaría su alma volcando su angustia en el papel. Me envió una copia del manuscrito cuando volvió a Minnesota; no, como me advertía en la carta que lo acompañaba, para presumir de su talento juvenil (el libro había sido rechazado por veintiuna editoriales), sino para darme una idea de hasta qué punto había afectado a su imaginación la ausencia de su padre. El libro se titulaba
La sangre de Kepler
, y estaba escrito en el estilo sensacionalista de la literatura barata de los años treinta. En parte novela del Oeste y en parte ciencia ficción, el relato iba dando tumbos de un hecho improbable al siguiente, avanzando con el implacable impulso de un sueño. Muchas páginas eran espantosas, pero a pesar de todo lo encontré fascinante y cuando llegué al final sentí que tenía una idea más clara de cómo era Barber, que entendía algo acerca de las experiencias que le habían formado.
La acción de la novela tenía lugar unos cuarenta años antes que los hechos reales, pues comenzaba en la década de 1870, pero por lo demás la historia seguía casi exactamente los pocos datos que Barber había conseguido saber acerca de su padre. Un pintor de treinta y cinco años llamado John Kepler se despide de su esposa y su hijo, un niño pequeño, y parte de su casa en Long Island para realizar un viaje de seis meses por Utah y Arizona, esperando, en palabras del autor de diecisiete años, “descubrir una tierra de prodigios, un mundo de salvaje belleza y feroces colores, un dominio de proporciones tan monumentales que hasta la piedra más pequeña llevaría la impronta del infinito”. Durante los primeros meses todo va bien, pero luego Kepler tiene un accidente similar al que supuestamente había sufrido Julian Barber: se cae de un risco, se rompe varios huesos y queda inconsciente. Cuando vuelve en sí a la mañana siguiente, descubre que no puede moverse y como sus provisiones están fuera de su alcance, se resigna a morir de inanición. Al tercer día, sin embargo, justo cuando está a punto de expirar, un grupo de indios le salva; lo cual refleja otra de las versiones que Barber oyó en su infancia. Los indios llevan al moribundo a su asentamiento, situado en un estrecho valle salpicado de peñascos y flanqueado de paredes rocosas por todos lados, y en este lugar, cargado del olor de la yuca y el enebro, le cuidan hasta devolverle la salud. En esta comunidad viven unas treinta o cuarenta personas, hombres, mujeres y niños en igual número aproximadamente, que van y vienen con poco o nada sobre el cuerpo bajo el tórrido calor de principios de verano. Sin apenas hablarle a él o entre sí, le atienden mientras gradualmente recobra sus fuerzas, le acercan agua a los labios y le dan alimentos de aspecto extraño que él nunca ha probado. A medida que su mente empieza a aclararse, Kepler observa que estas gentes no se parecen a los indios de ninguna de las tribus de la región: los utes, los navajos, los paiutes y los shoshones. Le parecen más primitivos, más aislados y más dulces en sus modales. Examinándolos más atentamente llega a la conclusión de que muchos de ellos no tienen rasgos indios en absoluto. Algunos tienen los ojos azules, otros tienen el pelo de un tono rojizo y varios de los hombres tienen vello en el pecho. En vez de aceptar la evidencia, Kepler empieza a pensar que todavía está al borde de la muerte, que ha imaginado su recuperación en un delirio de coma y dolor. Pero eso no dura mucho. Poco a poco, cuando su estado continúa mejorando, se ve obligado a admitir que está vivo y que todo lo que le rodea es real.
“Se llamaban a sí mismo los Humanos —escribía Barber—, la Gente, Los que Vinieron de Lejos. De acuerdo con las leyendas que le contaron, hacia mucho tiempo sus antepasados habían vivido en la luna. Pero una gran sequía se llevó el agua de la tierra y todos los Humanos murieron excepto Pog y Ooma, el Padre y la Madre primitivos. Durante veintinueve días y veintinueve noches, Pog y Ooma caminaron por el desierto y cuando llegaron a la Montaña de los Milagros, subieron a la cima y se ataron a una nube. Esta nube les llevó por el espacio durante siete años y al final de este tiempo bajaron flotando a la tierra, donde descubrieron el Bosque de las Primeras Cosas y empezaron el mundo de nuevo. Pog y Ooma tuvieron más de doscientos hijos y durante muchos años los Humanos fueron felices, construyeron casas entre los árboles, plantaron maíz, cazaron ciervos y sacaron peces del agua. Los Otros también vivían en el Bosque de las Primeras Cosas y, como estaban dispuestos a compartir sus secretos, los Humanos aprendieron el Vasto Conocimiento de las plantas y los animales, lo cual les ayudó a vivir en la tierra. Los Humanos agradecieron la bondad de los Otros haciéndoles regalos y durante generaciones los dos territorios vivieron en armonía. Pero luego los Salvajes llegaron del otro lado del mundo una mañana en sus enormes barcos de madera. Durante algún tiempo pareció que los Barbudos eran amistosos, pero después entraron en el Bosque de las Primeras Cosas y cortaron muchos árboles. Cuando los Humanos y los Otros les pidieron que no lo hicieran, los Salvajes sacaron sus palos de rayos y truenos y los mataron. Los Humanos comprendieron que no podían enfrentarse a tales armas, pero los Otros decidieron hacerles frente y combatir. Ése fue el momento del Terrible Adiós. Algunos de los Humanos se unieron a las filas de los Otros, unos cuantos de los Otros se pasaron a las filas de los Humanos y luego las dos familias se fueron cada una por su lado. Los Humanos dejaron sus hogares y se adentraron en la Oscuridad, viajando por el Bosque de las Primeras Cosas hasta que creyeron estar fuera del alcance de los Salvajes. Esto sucedió muchas veces en el curso de los años, porque tan pronto construían un asentamiento en una nueva zona del Bosque y empezaban a sentirse a gusto, volvían a aparecer los Salvajes. Los Barbudos siempre se mostraban amistosos al principio, pero inevitablemente acababan cortando árboles y matando a los Humanos, mientras gritaban cosas acerca de su dios, de su libro y de su indomable fuerza. Así que los Humanos tenían que continuar vagando, siempre tratando de ganarles terreno a los Salvajes. Con el tiempo, llegaron al final del Bosque de las Primeras Cosas y descubrieron el Mundo Llano, con sus interminables inviernos y sus cortos e infernales veranos. Desde allí se trasladaron a la Tierra en el Cielo y cuando les expulsaron de ella, descendieron a la Tierra de Poca Agua, un lugar tan ardiente y desolado que los Salvajes no querían vivir en él. Cuando aparecían los Salvajes, era sólo porque iban camino de otro sitio y los que se detenían y construían casas eran tan pocos y desperdigados que los Humanos podían evitarlos sin mayor dificultad. Aquí era donde habían vivido los Humanos desde el comienzo de la Nueva Era y de eso hacia tanto tiempo que nadie recordaba ya lo que había ocurrido antes.”