El Palacio de la Luna (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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Los dos primeros días que estuve allí llovió constantemente. Como no podíamos salir a dar un paseo por la tarde, pasamos todo el día en el cuarto de estar. Effing se mostró menos combativo que durante la entrevista y la mayor parte del tiempo estuvo callado, escuchando lo que yo le leía. Me resultaba difícil juzgar la naturaleza de su silencio, saber si lo utilizaba para ponerme a prueba de una forma que yo no entendía, o si era sencillamente un reflejo de su estado de ánimo. Como me sucedió con gran parte del comportamiento de Effing durante el tiempo que estuve en su casa, dudaba entre ver un oscuro propósito en sus actos o desecharlos como productos de un impulso casual. Las cosas que me decía, los libros que elegía para que se los leyera, los extraños encargos que me mandaba hacer, ¿formaban parte de un oscuro y complicado plan, o sólo me lo pareció así cuando pensé en ellos retrospectivamente? A veces me parecía que estaba tratando de transmitirme misteriosos y arcanos conocimientos, que actuaba como mentor de mi formación interior, pero sin decírmelo, obligándome a jugar un juego sin darme a conocer las reglas del mismo. Éste era el Effing guía espiritual chiflado, un excéntrico maestro empeñado en iniciarme en los secretos del mundo. Otras veces, sin embargo, cuando su egoísmo y su arrogancia se desataban, me parecía que no era más que un viejo cruel, un maníaco acabado que vivía en la frontera entre la locura y la muerte. En resumen, me lanzó un buen montón de insultos y no pasó mucho tiempo antes de que me hartara de él, a pesar de que mi fascinación iba en aumento. Varias veces, cuando estaba a punto de dejarle, Kitty me convenció de que me quedara, pero creo que en el fondo siempre quise quedarme, incluso cuando me parecía imposible aguantarle un minuto más. Hubo semanas enteras en que apenas podía volver los ojos hacia él y tenía que hacer un verdadero esfuerzo para estar sentado en la misma habitación en que él estaba. Pero lo aguanté, resistí hasta el final.

Aun en sus momentos más plácidos, a Effing le gustaba dar pequeñas sorpresas. Aquella primera mañana, por ejemplo, cuando entró en la habitación manejando él mismo su silla de ruedas, llevaba unas gafas oscuras de ciego. Los parches negros, que habían dado lugar a tanta conversación durante la entrevista, habían desaparecido. Effing no hizo ningún comentario respecto al cambio. Supuse que aquél era uno de los casos en que debía mantener la boca cerrada y por lo tanto yo tampoco dije nada sobre el asunto. Al día siguiente llevaba unas gafas graduadas normales de montura metálica y cristales absurdamente gruesos. Ampliaban y distorsionaban la forma de sus ojos, haciéndolos parecer del tamaño de huevos de pájaro, protuberantes esferas azules a punto de salírsele de las órbitas. Me resultaba difícil saber si aquellos ojos veían o no. Había momentos en que estaba convencido de que era todo mentira y que veía tan bien como yo; en otros momentos estaba igualmente convencido de que era totalmente ciego. Eso es lo que Effing quería, por supuesto. Lanzaba señales intencionadamente ambiguas y luego disfrutaba de la incertidumbre que producían, negándose en redondo a dar información precisa. Algunos días se dejaba los ojos descubiertos, sin parches ni gafas. Otros días se presentaba con un pañuelo negro sobre los ojos atado en la parte de atrás de la cabeza, lo cual le hacía parecer un prisionero a punto de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Me era imposible saber qué significaban los distintos disfraces. Él nunca los mencionaba y yo nunca tuve el valor de preguntarle nada. Decidí que lo importante era no permitir que sus rarezas me obsesionaran. Él podía hacer lo que quisiera, mientras yo no cayera en su trampa, nada de aquello podía afectarme. Por lo menos, eso era lo que yo me decía. A pesar de mi determinación, a veces era difícil resistirse. Especialmente los días en que se dejaba los ojos descubiertos, me sorprendía a menudo mirándolos fijamente, incapaz de no hacerlo, indefenso ante su poder de atracción. Era como si intentara descubrir alguna verdad en ellos, una. abertura que me metiese directamente en la oscuridad de su cráneo. Pero nunca lo conseguí. Pese a los cientos de horas que pasé mirándolos atentamente, los ojos de Effing nunca me revelaron nada.

Él había seleccionado todos los libros previamente, sabía exactamente lo que quería escuchar. Aquellas lecturas no eran una forma de recreo, sino una búsqueda, una tenaz investigación de ciertos temas limitados y precisos. Eso no hacía que sus motivos me resultaran más evidentes, pero al menos había una especie de lógica subterránea en la empresa. La serie inicial de libros trataba el tema del viaje, en general el viaje a lo desconocido y el descubrimiento de nuevos mundos. Empezamos con los viajes de Saint Brendan y Sir John de Mandeville, luego pasamos a Colón, Cabeza de Vaca y Thomas Harriot. Leímos extractos de
Viajes por la Arabia desierta
de Doughty, perseveramos en la lectura completa del libro de John Wesley Powell sobre su expedición cartográfica siguiendo el curso del río Colorado y acabamos con varias historias de cautiverio de los siglos XVIII y XIX, relatos de primera mano escritos por colonos blancos que habían sido raptados por los indios. Encontré estos libros uniformemente interesantes, y una vez que me acostumbré a leer en voz alta durante muchas horas seguidas, creo que adquirí un estilo aceptable. Todo se basaba en la claridad de la enunciación, la cual a su vez dependía de modulaciones de tono, sutiles pausas y una constante atención a las palabras escritas. Effing raras veces hacía ningún comentario mientras yo leía, pero yo sabía que estaba escuchando por los ruidos que dejaba escapar cuando llegábamos a un párrafo especialmente crucial o emocionante. Probablemente era durante estas sesiones de lectura cuando me sentía en mayor armonía con él, pero pronto aprendí a no confundir su silenciosa concentración con buena disposición. Después del tercer o cuarto libro de viajes, se me ocurrió sugerir que tal vez le divertiría escuchar algunas partes del viaje de Cyrano a la luna. Esta sugerencia fue recibida con un gruñido.

—Guárdese sus ideas, muchacho —dijo—. Si quisiera su opinión, se la pediría.

La pared del fondo del cuarto de estar estaba cubierta por una librería que llegaba desde el suelo hasta el techo. No sé cuántos libros habría en esos estantes, pero serían por lo menos quinientos o seiscientos, puede que mil. Effing parecía saber dónde estaba cada uno de ellos y cuando llegaba el momento de empezar un nuevo libro, me decía exactamente dónde lo encontraría.

—Segundo estante, doce o quince espacios desde la izquierda —decía—. Lewis y Clarke. Un libro rojo encuadernado en tela.

Jamás se equivocaba y a medida que se acumulaban las pruebas de su extraordinaria memoria, no pude por menos de sentirme impresionado. Una vez le pregunté si conocía los métodos memorísticos de Cicerón y de Raimundo Lulio, pero desechó mi pregunta con un gesto de la mano.

—Esas cosas no se pueden aprender —dijo—. Es un talento con el que se nace, un don natural. —Hizo una breve pausa y luego continuó con un tono astuto y burlón—. Pero ¿cómo puede usted estar seguro de que sé dónde están los libros? Párese a pensarlo. Tal vez vengo aquí a escondidas por la noche y los cambio de sitio mientras usted está durmiendo. O puede que los mueva por telepatía cuando usted está de espaldas. ¿No es así, jovencito? —Interpreté que era una pregunta retórica y no dije nada para contradecirle—. Recuerde, Fogg —añadió—, nunca dé nada por sentado. Sobre todo cuando trate con una persona como yo.

Pasamos los dos primeros días en el cuarto de estar mientras las fuertes lluvias de noviembre golpeaban contra las ventanas. La casa de Effing era muy silenciosa y había momentos, cuando yo hacía una pausa en la lectura para tomar aliento, en los que el sonido más fuerte que se oía era el tictac del reloj que había sobre la chimenea. A veces la señora Hume hacia algún ruido en la cocina y desde la calle llegaba el ruido ahogado del tráfico, el chirrido de los neumáticos al pasar sobre el pavimento mojado. Era una sensación a la vez rara y agradable la de estar sentado en un interior mientras el mundo se ocupaba de sus asuntos y los propios libros aumentaban esta sensación de distanciamiento. Todo en ellos era lejano, misterioso, cargado de maravillas: un monje irlandés que cruzó el Atlántico en el año 500 y encontró una isla que creyó que era el Paraíso; el mítico reino de Prester John; un científico norteamericano manco fumando la pipa de la paz con los indios zuni de Nuevo México. Las horas pasaban y ninguno de los dos nos movíamos de nuestro sitio, Effing en su silla de ruedas, yo en el sofá enfrente de él; había momentos en que la lectura me absorbía de tal modo que casi no sabía dónde estaba, que llegaba a parecerme que ya no estaba dentro de mi propia piel.

Comíamos y cenábamos en el comedor a las doce y a las seis todos los días. Effing era muy preciso en el cumplimiento de este horario y cada vez que la señora Hume asomaba la cabeza por la puerta para anunciar que la comida estaba lista, él desviaba su atención del libro bruscamente. Daba igual en qué punto de la historia nos encontrásemos. Incluso cuando nos faltaban solamente una o dos páginas para acabarlo, Effing me interrumpía en mitad de una frase y me ordenaba dejarlo.

—Es hora de comer —decía—, seguiremos con eso más tarde.

No era que tuviese mucho apetito —de hecho comía poquísimo—, sino que la compulsión de ordenar sus días de un modo estricto y racional era demasiado fuerte para ignorarla. Una o dos veces pareció lamentar sinceramente que tuviésemos que interrumpir la lectura, pero nunca hasta el extremo de querer modificar el horario.

—Lástima —decía—. Justo cuando se estaba poniendo interesante.

La primera vez que sucedió esto me ofrecí a continuar leyendo un poco más.

—Imposible —dijo—. No podemos alterar el mundo a causa de los placeres momentáneos. Ya habrá tiempo para esto mañana.

Effing no comía mucho, pero lo poco que comía lo ingería babeando, gruñendo y derramando el alimento de manera desaforada. Me asqueaba contemplar este espectáculo, pero no tenía otro remedio que aguantarme. Siempre que Effing intuía que yo le estaba mirando, desplegaba inmediatamente una batería de trucos aún más repulsivos: dejar que la comida se le saliera de la boca y le resbalara por la barbilla, eructar, fingir náuseas y ataques cardíacos, quitarse la dentadura postiza y ponerla sobre la mesa. Le gustaban especialmente las sopas y durante todo el invierno comenzamos la comida con una sopa diferente cada día, hecha por la propia señora Hume. Eran sopas deliciosas, de verduras, de berros, de puerros y patata, pero rápidamente llegué a temer el momento en que tendría que sentarme a la mesa y ver a Effing tomándoselas. No es que sorbiera; la aspiraba, taladrando el aire con el clamor y la vibración de una aspiradora estropeada. Este ruido era tan irritante, tan definido, que empecé a oírlo continuamente, incluso cuando no estábamos en la mesa. Todavía ahora, si consigo concentrarme lo suficiente, puedo evocarlo con sus más sutiles características: el sobresalto del primer momento en que los labios de Effing se encontraban con la cuchara, destrozando el silencio con una monumental inspiración; el prolongado y agudo estruendo que venía a continuación, un espantoso ruido que parecía convertir el líquido en una mezcla de grava y cristales rotos cuando pasaba por su garganta; la deglución, la breve pausa que la seguía, el golpe de la cuchara al chocar con el plato y luego un fuerte estremecimiento cuando espiraba el aire. Entonces chasqueaba los labios, a veces incluso hacía una mueca de placer, y el proceso comenzaba de nuevo: llenaba la cuchara y se la llevaba a la boca (siempre con la cabeza agachada, para acortar el viaje entre el plato y su boca, pese a lo cual cuando la cuchara se acercaba a los labios su mano temblorosa dejaba caer chorritos de sopa que salpicaban sobre el plato) y entonces había una nueva explosión, una nueva herida en los oídos cuando se producía otra vez la succión. Afortunadamente, raras veces terminaba un plato de sopa. Tres o cuatro de estas cacofónicas cucharadas bastaban generalmente para agotarle, después de lo cual apartaba el plato y le preguntaba tranquilamente a la señora Hume qué había preparado de segundo. No sé cuántas veces oí esos ruidos, pero desde luego las suficientes para saber que nunca me abandonarán, que los llevaré en la cabeza el resto de mi vida.

La señora Hume demostraba una admirable paciencia durante estas exhibiciones. Nunca expresaba alarma ni desagrado y actuaba como si la conducta de Effing formara parte del orden natural de las cosas. Igual que le sucede a alguien que vive junto al ferrocarril o junto a un aeropuerto, se había acostumbrado a periódicos estallidos de ruido ensordecedor, y cuando Effing empezaba con uno de sus ataques de sorbetones y babeos, ella sencillamente dejaba de hablar y esperaba a que pasara la perturbación. El tren de Chicago atravesaba la noche a toda velocidad, haciendo vibrar los cristales y sacudiendo los cimientos de la casa, y luego, tan rápidamente como había venido, se iba. Muy de tarde en tarde, cuando Effing se ponía particularmente detestable, ella me miraba y me guiñaba un ojo, como diciendo: No le hagas caso; el viejo está loco y nosotros no podemos hacer nada. Pensándolo ahora, me doy cuenta de lo importante que era ella para mantener cierto grado de estabilidad en aquella casa. Una persona más volátil hubiera caído en la tentación de responder a los desmanes de Effing y eso hubiera empeorado las cosas, porque si se le provocaba, el viejo se volvía feroz. El temperamento flemático de la señora Hume era muy adecuado para evitar dramas incipientes y escenas desagradables. Tenía un alma tan grande como su cuerpo y era mucho lo que podía absorber sin ningún efecto perceptible. Al principio, a veces me disgustaba verla aceptar tantas injurias, pero luego comprendí que era la única estrategia razonable para soportar las excentricidades del viejo. Sonreír, encogerse de hombros, seguirle la corriente. Fue ella quien me enseñó cómo tratar a Effing, y sin su ejemplo dudo que hubiera durado mucho en ese trabajo.

Siempre venía a la mesa provista de una toalla limpia y un babero. El babero se lo ataba a Effing alrededor del cuello antes de que empezara la comida y la toalla la usaba para limpiarle la cara en casos extremos. En ese sentido era como sentarse a comer con un niño pequeño. La señora Hume desempeñaba el papel de madre cuidadosa con gran aplomo. Como había criado tres hijos, me dijo una vez, no tenía necesidad de pensarlo dos veces. Cumplir con estas obligaciones físicas era una cosa, pero también estaba la responsabilidad de hablarle a Effing de tal modo que le mantuviera controlado verbalmente. En esto se comportaba con la habilidad de una prostituta experta manejando a un cliente difícil. Ninguna petición era demasiado absurda, ninguna sugerencia podía escandalizarla, ningún comentario era demasiado disparatado para ser tomado en serio. Una o dos veces por semana, Effing la acusaba de estar tramando algo contra él: de envenenar su comida, por ejemplo (mientras escupía en su plato pedazos de zanahoria medio masticada o carne cortada en trocitos), o de planear robarle todo su dinero. En lugar de ofenderse, ella le contestaba tranquilamente que los tres nos moriríamos pronto, puesto que los tres estábamos comiendo lo mismo. O bien, si él insistía mucho, cambiaba de táctica y confesaba su crimen.

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