Cuanto más grande se hacía su cuerpo, más profundamente se encerraba dentro de él. Su objetivo era aislarse del mundo, hacerse invisible detrás de la inmensidad de su propia carne. Pasó aquellos meses en Cleveland aprendiendo a hacer caso omiso de lo que los desconocidos pensaran de él, inmunizándose contra el dolor de ser visto. Se ponía a prueba todas las mañanas caminando por la avenida Euclid a la hora punta, y los sábados y los domingos se obligaba a pasar la tarde en el parque de Weye, exponiéndose al mayor número de personas posible, fingiendo no oír lo que decían los mirones, esforzándose por conseguir que sus miradas resbalaran sobre él. Ahora estaba solo, absolutamente separado de todos: una mónada bulbosa en forma de huevo que avanzaba obstinadamente entre las ruinas de su conciencia. Pero su esfuerzo se vio recompensado, y ya no le daba miedo su aislamiento. Sumergiéndose en el caos que le habitaba, se había convertido al fin en Solomon Barber, un personaje, alguien, un mundo en sí mismo.
El toque supremo vino unos años más tarde, cuando empezó a perder el pelo. Al principio le pareció un mal chiste —un calvo que se apellida Barber
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—, pero puesto que las pelucas y los postizos quedaban descartados, no tenía más remedio que vivir con ello. El hermoso jardín de su cabeza empezó a marchitarse. Donde antes crecía una espesura de rizos castaño-rojizos, ahora no había más que cuero cabelludo pelado, una yerma extensión del piel desnuda. No le agradó este cambio en su aspecto, pero lo más inquietante era el hecho de que escapaba por completo a su control. Le obligaba a una relación pasiva consigo mismo y eso era precisamente lo que no podía tolerar. Un día, cuando el proceso estaba a la mitad (pelo en ambos lados de la cabeza pero nada en la parte superior), cogió una navaja y tranquilamente se afeitó lo que le quedaba. El resultado de este experimento fue mucho más impresionante de lo que él esperaba. Barber descubrió que poseía una gran cabeza, una cabeza mitológica, y mientras se miraba al espejo, pensó que era apropiado que el inmenso globo de su cuerpo tuviera ahora una luna. A partir de aquel día, trató a este satélite con escrupuloso cuidado, todas las mañanas lo frotaba con cremas y aceites para mantener el brillo y la suavidad, le daba masajes eléctricos y se aseguraba de que estuviese siempre bien protegido de los elementos. Empezó a llevar sombreros, toda clase de sombreros, y poco a poco éstos se convirtieron en el distintivo de su excentricidad, la divisa definitiva de su identidad. Ya no era sólo el obeso Solomon Barber, era el Hombre de los Sombreros. Hacía falta cierta osadía para hacer lo que hizo, pero entonces ya había aprendido a recrearse en cultivar su rareza y había adquirido una variada parafernalia que contribuía a realzar su talento para dejar perplejos a los demás. Llevaba sombreros hongo, feces, gorras de béisbol, cascos de minero, sombreros de vaquero, cualquier cosa que se le antojara, sin preocuparse por la elegancia ni los convencionalismos. En 1957 su colección era ya tan grande que en una ocasión estuvo veintitrés días sin repetir el mismo sombrero.
Después del calvario de Ohio (así lo llamó él más tarde), Barber encontró trabajo en una serie de pequeñas y desconocidas universidades del Medio Oeste y el Oeste. Lo que en un principio pareció que sería un exilio temporal se alargó durante más de veinte años y al final el mapa de sus heridas estaba delimitado por puntos en todas las esquinas del corazón de Estados Unidos: Indiana y Texas, Nebraska y Oklahoma, Dakota del Sur y Kansas, Idaho y Minnesota. Nunca se quedaba en ningún sitio más de dos o tres años y, aunque las universidades eran todas muy parecidas, el movimiento constante le impedía aburrirse. Barber tenía una gran capacidad de trabajo y en la polvorienta calma de aquellos retiros prácticamente no hacia otra cosa: producía continuamente artículos y libros, asistía a congresos y daba clases, dedicaba tantas horas a sus alumnos y sus cursos que siempre salía elegido el profesor más estimado del campus. Su capacidad profesional no se ponía en duda, pero incluso cuando el escándalo de Ohio empezó a ser olvidado, las grandes universidades seguían rechazándole. Effing había hablado de McCarthy, pero la verdad es que la única incursión de Barber en la política de izquierdas había sido como compañero de viaje del movimiento pacifista en Columbia allá por los años treinta. No había estado oficialmente en la lista negra, pero a sus detractores les convenía rodear su nombre de insinuaciones de rojillo, como si ésa fuera una excusa mejor para rechazarle. Nadie estaba dispuesto a decirlo francamente, pero todos pensaban que Barber simplemente no encajaría allí. Era demasiado grande, demasiado llamativo, demasiado impenitente. Imaginaos a un titán de 170 kilos cruzando los patios de Yale con un gorro frigio. No era admisible. Ese hombre no tenía vergüenza ni sentido del decoro. Su simple presencia alteraría el orden de las cosas y ¿por qué buscar problemas cuando había tantos candidatos entre los que elegir?
Puede que fuese mejor así. Quedándose en la periferia, Barber podía seguir siendo como quería ser. Las universidades pequeñas se alegraban de tenerle, y por ser no sólo el profesor más gordo que nadie había visto jamás, sino también el Hombre de los Sombreros, quedaba felizmente exento de los mezquinos altercados e intrigas que infestan la vida provinciana. Todo en él era demasiado exagerado y extravagante, tan flagrantemente fuera de la norma que nadie se atrevía a juzgarle. Llegaba a finales del verano, cubierto de polvo después de pasar días en la carretera, remolcando un U-Haul detrás de su maltrecho coche, cuyo tubo de escape pedorreaba. Si había estudiantes por allí, inmediatamente los contrataba para descargar sus cosas, les pagaba un precio exorbitante por el trabajo y luego les invitaba a comer. Eso siempre contribuía a marcar el tono. Después veían su asombrosa colección de libros, los innumerables sombreros y la mesa de despacho especial que le habían hecho en Topeka, el escritorio de santo Tomás de Aquino, como él lo llamaba, de cuyo tablero habían cortado un gran semicírculo para acomodar su vientre. No era difícil quedar fascinado viéndole moverse, jadeante y asmático, trasladando lentamente su enorme volumen de un sitio a otro, fumando continuamente esos largos cigarros que dejaban cenizas por toda su ropa. Los estudiantes se reían de él a sus espaldas, pero también le tenían mucho afecto, y para aquellos hijos e hijas de granjeros, tenderos y pastores protestantes, él era lo más cercano a un hombre realmente brillante que llegarían a conocer. Inevitablemente, había algunas alumnas cuyo corazón latía por él (demostrando con ello que la mente es en verdad más poderosa que el cuerpo), pero Barber se habla aprendido la lección y nunca volvió a caer en esa trampa. Secretamente, le encantaba ver que las muchachas le ponían ojos tiernos, pero fingía no enterarse, haciendo su papel de sabio distraído, de jovial eunuco que estaba más allá del deseo. Era un papel doloroso y solitario, pero le proporcionaba cierta protección, y aunque no siempre resultaba, por lo menos había aprendido la importancia de tener las persianas echadas y la puerta cerrada con llave. En todos sus años de vagabundeos, nadie pudo criticarle. Les imponía por su singularidad, y antes de que sus colegas tuvieran tiempo de cansarse de él, ya se estaba trasladando a otro sitio, despidiéndose y alejándose hacia el sol poniente.
Por lo que Barber me dijo, su camino se cruzó con el del tío Victor una vez, pero, pensando en los detalles de las dos vidas, creo que pudieron verse hasta tres veces. El primer encuentro pudo haber sido en 1939, en la Exposición Mundial de Nueva York. Sé seguro que ambos acudieron a verla y, aunque las probabilidades son muy escasas, es ciertamente posible que fueran el mismo día. Me gusta imaginarlos uno junto al otro frente a algunos de los objetos expuestos —el Coche del Futuro, por ejemplo, o la Cocina del Mañana— y luego empujándose involuntariamente y levantándose el sombrero en un gesto simultáneo de disculpa, dos jóvenes en lo mejor de la vida, uno gordo y otro flaco, una pareja cómica fantasmal haciendo su numerito para mí en la sala de proyección de mi cráneo. Effing también estuvo en la exposición, naturalmente, recién llegado de su larga estancia en Europa, y a veces le he incluido también en esa escena imaginaria, sentado en una silla de ruedas de mimbre de esas antiguas, empujada por Pavel Shum. Puede que Barber y el tío Victor estén uno al lado del otro cuando pasa Effing. Puede que, justo en ese momento, Effing le grite algún insulto destemplado a su compañero ruso, y Barber y el tío Victor, asombrados por la grosería del hombre en público, se sonrían y sacudan la cabeza con pena. Sin saber, claro está, que ese hombre es el padre de uno de ellos y el futuro abuelo del sobrino del otro. Las posibilidades de tales escenas son ilimitadas, pero generalmente trato de mantenerlas lo más modestas que puedo, interacciones breves y silenciosas: una sonrisa, una inclinación de cabeza, una disculpa murmurada. Me resultan más sugerentes de ese modo, como si al no atreverme demasiado, al concentrarme en pequeños detalles efímeros, pudiera engañarme y llegar a creer que estas cosas sucedieran realmente.
El segundo encuentro podría haber sido en Cleveland, en 1946. Quizá esté más basado en una conjetura que el primero, pero recuerdo claramente que un día iba paseando por el parque Lincoln en Chicago con mi tío y vimos a un gordo gigantesco comiendo un bocadillo sentado en la hierba. Este hombre le recordó a Victor a otro gordo que había visto una vez en Cleveland (“en los tiempos en que yo estaba todavía en la orquesta”), y aunque no tengo ninguna prueba definitiva, me gusta pensar que el hombre que le causó tanta impresión era Barber. Aunque sea lo único, las fechas encajan perfectamente, ya que Victor tocó en la Orquesta de Cleveland desde 1945 a 1948 y Barber se fue allí en la primavera de 1946. Según me contó Victor, estaba una noche comiendo tarta de queso en Lansky’s Delicatessen, un restaurante grande y ruidoso a tres manzanas del Severence Hall. La orquesta acababa de tocar un programa dedicado íntegramente a Beethoven y él había ido con otros tres músicos de la sección de viento de madera para cenar algo. Desde el asiento que ocupaba al fondo del restaurante veía perfectamente a un hombre obeso que estaba solo en una mesa cercana. Incapaz de apartar los ojos de la enorme y solitaria figura, mi tío contempló horrorizado cómo el hombre devoraba dos cuencos de sopa de pan ácimo, una fuente de repollo relleno, una ración de crépes de queso, tres platos de ensalada de col, una cesta de pan y seis o siete pepinillos en vinagre pinchados de un cubo de encurtidos. A Victor le espantó de tal manera esta exhibición de glotonería que se le quedó grabada para siempre, una imagen de la más pura y absoluta infelicidad humana.
—Cualquiera que coma de ese modo está tratando de matarse —me dijo—. Es lo mismo que ver a un hombre morirse de hambre.
La última vez que coincidieron fue en 1959, durante la época en que mi tío y yo vivimos en Saint Paul, Minnesota. Barber trabajaba entonces en la Universidad Macalester y una tarde, cuando estaba en su apartamento leyendo los anuncios de coches usados en las últimas páginas del
Pioneer Press
, sus ojos tropezaron casualmente con un anuncio que ofrecía lecciones de clarinete dadas por un tal Victor Fogg, “antiguo músico de la Orquesta de Cleveland”. El nombre se le clavó en la memoria como una lanza y a su mente vino una imagen de Emily más vívida y fragante que ninguna de las imágenes que había visto de ella en años. De repente estaba nuevamente dentro de él, resucitada por la aparición de su nombre, y durante el resto de la semana no pudo apartarla de sus pensamientos, ni dejar de preguntarse qué habría sido de ella; imaginó las varias vidas que podía haber vivido y la vio con una claridad que casi le asustó. Probablemente el profesor de música no tenía ninguna relación con ella, pero no vela nada de malo en averiguarlo. Su primer impulso fue llamar a Victor por teléfono, pero después de ensayar lo que le diría, lo pensó mejor. No quería parecer un idiota cuando intentara contar su historia, tartamudeando incoherencias a un desconocido nada interesado. Se decidió por una carta y escribió seis o siete borradores antes de quedar satisfecho, luego la envió por correo en un ataque de angustia, lamentando lo que había hecho en el mismo instante en que el sobre desapareció en el buzón. La respuesta llegó diez días más tarde, unas lacónicas líneas que atravesaban una cuartilla amarilla. “Señor —decía el mensaje—, Emily Fogg era efectivamente mi hermana, pero tengo el penoso deber de informarle de que murió en un accidente de tráfico hace ocho meses. Atentamente, Victor Fogg.”
En el fondo, la carta no le decía nada que no supiera ya. Victor sólo le revelaba un hecho y este hecho era algo que Barber había comprendido por sí mismo hacía mucho tiempo: que nunca volvería a ver a Emily. La muerte no alteraba lo que era ya una certeza, reiteraba la pérdida con la que vivía desde hacía años. Ello no significaba que la lectura de la carta fuese menos dolorosa, pero una vez que dejó de llorar, se encontró ansioso por obtener más información. ¿Qué habla sido de ella? ¿Dónde había ido y qué había hecho? ¿Se había casado? ¿Había dejado hijos? ¿La había amado alguien? Barber quería datos concretos. Quería llenar las lagunas y construirle una vida, algo tangible que pudiera llevar consigo: una serie de fotografías, como si dijéramos, un álbum que pudiera abrir en su mente y estudiar a voluntad. Volvió a escribirle a Victor al día siguiente. Después de manifestarle su más sentido pésame en el primer párrafo, pasaba a insinuar, con mucha delicadeza, lo importante que sería para él tener respuesta a algunas de sus preguntas. Esperó pacientemente recibir una respuesta, pero pasaron dos semanas sin noticias. Al fin, pensando que su carta podía haberse perdido, llamó a Victor por teléfono. Después de tres o cuatro señales de llamada, una telefonista le dijo que ese número había sido desconectado. La cosa era desconcertante, pero Barber no se desanimó (tal vez el hombre era pobre y no había podido pagar la cuenta del teléfono), sino que se metió en su Dodge de 1951 y se fue al edificio de apartamentos donde vivía Victor en el 1025 de la avenida Linwood. Como no vio el nombre de Fogg entre los timbres de la entrada, llamó al portero. Unos momentos después, un hombrecito con un jersey verde y amarillo acudió arrastrando los pies y le dijo que el señor Fogg se había marchado.
—Él y el niño recogieron sus cosas y se fueron hará unos diez días —le dijo el portero.
Esto fue una decepción para Barber, un golpe que no se esperaba. Pero ni por un instante se detuvo a pensar quién sería el niño. Aunque se le hubiera ocurrido pensarlo, habría sido igual. Habría supuesto que era el hijo del clarinetista y no le habría dado más vueltas.