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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (15 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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Sonrió lleno de amargura.

—Y si rivaliza —continuó pausadamente—, es porque su terrible poder se funda en la ausencia de hechos.

Mark-Alem no podía apartar la mirada de los labios de su tío. «Un terrible poder fundado en la ausencia de hechos», se repitió completamente fascinado, mientras el Visir continuaba explicándole cómo del Tabir Saray no había salido ni podía salir nunca orden alguna, que el Tabir no tenía necesidad de eso. El lanzaba ideas y su asombroso mecanismo las dotaba al instante de una potencia siniestra porque aquellas ideas se extraían, según él, de las profundidades inmemoriales del espíritu colectivo otomano.

—Como te decía, nosotros los Qyprilli hemos tenido frecuentemente que ver con los Sueños Maestros. —Las palabras del Visir surgían como silbidos de sus labios apretados—. Hemos padecido con frecuencia sus golpes… —Mark-Alem recordó las noches de susurros y de angustia en su gran residencia. En su imaginación, los Sueños Maestros se habían transformado en serpientes rabiosas. Sentía que las palabras del Visir se tornaban cada vez más confusas. Algo se descubría a veces por su inquietud, pero él se apresuraba a esconderlo de nuevo.

—Tú debías haber entrado antes en el Tabir Saray —dijo—, pero quizás aún no sea tarde…

La conversación era cada vez más sombría, cargada de interrupciones y de esperas. Mark-Alem no comprendía lo que se esperaba de él. Era evidente que el Visir no quería revelarle el fondo de sus pensamientos.

¡Oh, Dios, tiene razón! pensaba Mark-Alem, él es un hombre de Estado y yo no soy más que un simple funcionario. Le estaba dando a entender, le estaba diciendo casi abiertamente que él no había ido a parar allí de forma casual. Debía abrirse paso, llegar a comprender todo el funcionamiento del mecanismo y, por encima de todo, abrir los ojos para, cuando llegara el momento… Pero, ¿para qué?, ¿qué momento?, ansiaba preguntar Mark-Alem sin atreverse. Todo era tan vago…

—Volveremos a hablar —le decía el Visir, pero era evidente que se resistía a franquearse con él. Volvía sobre la conversación interrumpida, arrojaba sobre ella dos o tres destellos de luz y al momento se precipitaba a apagarlos.

—Habrás oído decir, imagino, que en períodos de crisis el poder del Tabir tiende a decaer o bien a incrementarse. Asistimos ahora a uno de esos períodos y, desgraciadamente, el poder del Tabir está en ascenso.

Mark-Alem no se atrevió a preguntar de qué crisis se trataba. Algo había llegado a sus oídos acerca de un proyecto de grandes reformas que había irritado al clero y a la casta militar, pero no sabía nada preciso. ¿Sería posible que los Qyprilli estuvieran implicados en el asunto?

—Vivimos una hora crítica —insistió el Visir—. El Sueño Maestro puede volver a golpear.

Mark-Alem se esforzaba por no perderse un solo detalle de las palabras de su tío. Ahora el Visir le decía francamente que abriera los ojos:

—Deberías haber entrado antes —murmuraba entre dientes—. Pero bien, ése ha sido mi error. Quizá no sea tarde todavía… La cuestión radica —prosiguió tras un largo silencio— en cuál de los dos mundos domina al otro.

Dios mío, otra vez se aleja del asunto, pensó Mark-Alem. Y justo ahora cuando parecía que iba al grano.

—Algunos piensan —prosiguió el Visir— que el mundo de las pesadillas y de los sueños, en una palabra, vuestro mundo, es el que dirige a este otro de
acá
. Mas yo tengo la convicción de que es este mundo el que lo dirige todo. Es él, a fin de cuentas, el que decide qué sueños, pesadillas o delirios, conviene sacar a la superficie, como un cubo saca el agua de un pozo profundo. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es este mundo el que elige en ese abismo lo que le interesa.

El Visir acercó aun más la cabeza a la de su sobrino. En sus ojos brillaba un resplandor temeroso color azufre.

—Se dice que, a veces, el Sueño Maestro no es más que un montaje —dijo en voz baja—. ¿Se te ha pasado alguna vez por la cabeza una cosa semejante?

Mark-Alem estaba petrificado de terror. ¿Un montaje el Sueño Maestro? Jamás habría imaginado que un cerebro humano osara siquiera concebir un espanto parecido, mucho menos que ordenara a su boca expresarlo con palabras. El Visir continuaba relatándole lo que
se decía
del Sueño Maestro y Mark-Alem pensó en dos o tres ocasiones: ¡Oh, Señor, es evidente que eso es lo que piensa él mismo! No se había repuesto aún del aturdimiento y la voz del Visir llegaba a él igual que a través del estruendo de un derrumbamiento. Se decía, por tanto, que varios de los Sueños Maestros habían sido falsos, que habían sido fabricados en el Tabir Saray por los propios funcionarios, a la medida de los intereses de los poderosos grupos rivales en el poder o según el antojo del Soberano. Y si no completamente falsos, al menos en parte.

Mark-Alem sentía un deseo incontenible de arrojarse de rodillas ante el Visir y rogarle: «¡Deja que me marche de allí, tío, no permitas que me pierda!». Pero sabía de sobra que jamás se lo pediría, ni siquiera estando al cabo de que su trabajo pudiera terminar conduciendo su propia cabeza al verdugo.

Aquel gemido angustioso se repitió varias veces en el interior de su pecho mientras se alejaba bien entrada la noche de la casa del Visir. El carruaje rodaba por las calles con los faroles apagados y Mark-Alem tuvo la intuición de que, confinado en aquella carroza negra con la
Q
estampada en los costados como un sello fatal, solo y aislado, cabalgaba en la frontera entre dos mundos, de los que se ignoraba cuál de ellos dirigía al otro.

Debía abrir los ojos cuando llegara el momento… Pero ¿qué señal sería la que le revelaría ese momento, qué ángel o demonio acudiría a traérsela, cómo la reconocería, a quién se confiaría entonces, perdido entre los jirones de niebla del Tabir Saray?

Todo aquello lo evocaba Mark-Alem en el café, mientras hacía girar la taza vacía entre sus manos. Incluso ahora, pasados varios días, la angustia le oprimía el corazón. Algo lo impulsaba a volver la cabeza hacia la mesa de los admiradores del acróbata Alí, quienes habían interrumpido su charla y lo observaban con los ojos cargados de estupor.

Se puso nervioso. El patrón, al parecer, había terminado por contarles que trabajaba en el Tabir Saray. Sabía que era incapaz de contener la lengua, pero no que fuera chismoso hasta ese punto. A fin de cuentas, al diablo él y todos los demás curiosos. No pensaba volver a poner los pies en aquel café más de dos o tres veces en toda la temporada. Puede que menos, si es que volvía.

Al aproximarse la hora del almuerzo, el café se desalojaba. Los diplomáticos extranjeros ya se habían ido, igual que los empleados del banco. Se levantaron también uno tras otro los admiradores del acróbata, no sin antes echarle a Mark-Alem una última mirada inquieta. Sólo los ciegos permanecieron inmóviles en su mesa y, como hacía ya un buen rato que habían dado fin a todos los temas de conversación, mantenían los cuellos rígidos, como hacen las personas de perenne mal humor o resentidas con el mundo entero. Aquellas cabezas silenciosas parecían decir: «¿Los asuntos del Estado marchan mejor ahora que nuestros ojos, que tanto parecían perjudicarlo, han sido arrancados? Por lo que podemos oír, el mundo está igual que estaba, si es que no se ha vuelto peor.»

Mark-Alem pagó por fin su café, se levantó y salió. Se encaminó lentamente hacia su casa y al cabo de un rato se arrepintió de no haber cogido un coche de punto. Había llegado a la calle donde vivía cuando oyó voces cuchicheando: «Ése trabaja en el Tabir Saray…» Aparentó no haber escuchado y continuó su camino con la cabeza erguida. El asador de castañas y el policía de la esquina lo saludaron con particular deferencia. Desde que se habían enterado dónde trabajaba, en su mirada se leía prevención y estupor, como si les asombrara el hecho de estar viendo aún en carne y hueso a quien debía ser ya semietéreo.

Tras la celosía de una ventana del edificio de enfrente distinguió una silueta. Sabía que allí vivían dos hermosas hermanas, acerca de las cuales le gustaba fantasear, pero hoy incluso aquella celosía, siempre atrayente, le pareció vacía.

Tu primera visita al mundo de los vivos toca a su término, se dijo mientras empujaba la puerta de hierro del jardín. Una suerte de frufrú de alas acompañaba su andar, como si fueran adhiriéndose a su cuerpo hebras del más allá. Unas noches antes, en casa del Visir, la idea de que se exponía a morir lo había acongojado, pero ahora lo dejaba indiferente. El mundo era tan gris que no merecía la pena atormentarse ante la posibilidad de perderlo.

Abrió la puerta interior y sin volver la cabeza para ver lo que dejaba atrás, entró. Mañana, pensó imaginándose las salas heladas, con los legajos esperándolo sobre las mesas. Mañana estaría de nuevo allí, en el mundo extraño donde el tiempo, la lógica de las cosas, todo se regía por leyes radicalmente distintas. Y supo que, aunque otra vez le concedieran un día de descanso, no volvería a salir a la ciudad.

El Archivo

Justo después de la pausa de la mañana, le avisaron que lo reclamaba el supervisor. Caminando de puntillas para no hacer ruido, se acercó a la mesa de su superior, sobre la cual reconoció el legajo que le había entregado aquella mañana.

—Mark-Alem —le dijo el otro—, creo que harías bien si acerca de uno de estos sueños… —los dedos del supervisor hojearon con rapidez el legajo—, aquí está —dijo cuando hubo encontrado lo que buscaba—, así que creo que acerca de uno de ellos, precisamente éste —sacó la hoja del montón—, deberías bajar al Archivo para consultar la interpretación que se ha dado hasta ahora a sueños de esta clase.

Mark-Alem miró un instante la hoja, en cuyo margen inferior estaba escrita su propia interpretación del sueño, después alzó los ojos hacia el rostro del supervisor.

—Tú haz lo que quieras —dijo el otro—, pero creo que deberías hacerme caso. A mí este sueño me parece importante y habitualmente en casos así es aconsejable consultar la experiencia acumulada.

—Por supuesto —dijo Mark-Alem—, ni siquiera lo pongo en duda. Sólo que…

—¿No has estado nunca en el Archivo? —lo interrumpió el supervisor.

Mark-Alem negó con un gesto. El supervisor sonrió.

—Es algo muy sencillo —dijo—. Allí hay gente encargada específicamente de eso. Deberás decirles sólo de qué naturaleza es el sueño acerca del cual quieres hacer la consulta. En este caso es bien fácil: los sueños vistos en vísperas de enfrentamientos sangrientos están todos agrupados. Estoy seguro de que una ojeada a parte de ellos te ayudará a resolver más correctamente este de aquí —el supervisor golpeó con el dedo sobre la hoja.

—Desde luego —dijo Mark-Alem y alargó la mano para coger el papel.

—El Archivo está abajo, en el sótano —le aclaró el supervisor—. Pregunta en los pasillos y encontrarás fácilmente el camino.

Mark-Alem salió con paso sigiloso. En el pasillo respiró hondo antes de decidir en qué dirección debía partir. Por fin recordó que debía bajar primero a la planta baja y una vez allí comenzar la búsqueda.

Así lo hizo. Necesitó casi media hora hasta encontrarse por fin en los sótanos del Palacio. ¿Y ahora?, se dijo cuando se halló en una galería de techo bajo, abovedado, cuyos muros estaban iluminados por débiles faroles. Le pareció oír unos pasos cerca y se apresuró para alcanzar al desconocido, pero los pasos se apresuraron igualmente. Se detuvo y el otro se detuvo también. Comprendió entonces que no eran sino sus propios pasos. ¡Oh, Dios!, exclamó para sus adentros, ¡siempre la misma historia en este maldito Palacio! ¡Qué costaría poner pequeños letreros para indicar las cosas! Ahora tenía la impresión de que la galería era de forma circular. A veces oía ecos de pasos lejanos, pero podía tratarse del eco de sus pasos, o pasos de gente que caminaba por otras plantas. Era extraño, pero se sentía tranquilo. Comoquiera que fuese, terminaría por salir de allí, lo mismo que otras veces. Ya estaba acostumbrado a aquello. Mientras caminaba descubrió que la galería circular era cruzada por otras, más o menos anchas que ella misma pero, por miedo a extraviarse más aún, no se atrevió a aventurarse por ninguna de ellas. Estoy dando vueltas como un caballo en la noria, se dijo al cabo de una media hora, cuando le pareció que la galería lo había devuelto al punto de partida. Se detuvo un momento, aspiró profundamente y echó a andar con mayor resolución. Esta vez dobló por la primera galería lateral que le salió al encuentro. Y no se equivocó. En cuanto dio unos pasos por ella distinguió una puerta en uno de los muros. Más allá otra. Aquí es donde están, se dijo aliviado, sin decidirse a cuál llamar. Caminó más allá; otras puertas se alzaban una junto a la otra, a ambos lados del pasadizo. Se acercó a una, mas de nuevo se abstuvo de llamar. Probaré en la siguiente, se prometió, pero al punto cambió de idea. ¿Cómo iba a irrumpir así, sin saber siquiera dónde se encontraba? Mejor esperaría a que alguna de las puertas se abriera y saliera por ella alguien a quien preguntar. Permaneció de pie, sin saber qué hacer. Pero si pasaba alguien y lo veía allí plantado en medio como un poste, le diría: «¿Y tú qué pintas aquí?». Vaya, cuántas complicaciones, se dijo y avanzó un poco más. Siempre la misma historia. Le parecía ahora que desde su entrada en aquel Palacio no hacía más que deambular por los pasillos sin encontrar lo que buscaba. Al diablo, se dijo por fin, y que sea lo que Dios quiera; y sin esperar más llamó a la primera puerta que encontró. Retiró la mano bruscamente y habría retirado también la llamada si hubiera sido posible, pero el golpe había resonado ya al otro lado. Esperó unos segundos, pero no se oyó ninguna voz en el interior. Llamó por segunda vez, luego se decidió a mover el picaporte, pero la puerta no se abrió. Está cerrada con llave, pensó. Tanta duda para nada. Avanzó unos pasos y con menos precauciones esta vez llamó a otra puerta. También estaba cerrada. Probó suerte con varias más. Estaban todas cerradas. ¿Cómo es esto?, pensó, ¿será que el Archivo no está aquí?

Cierta irritación interior lo impulsó a apretar el paso y, según marchaba, con movimientos impetuosos, sin llamar, con un furor cuyo origen no lograba explicarse, se abalanzaba sobre los picaportes de hierro. Sentía un incontenible deseo de aporrear aquellas puertas mudas. Y a buen seguro así lo habría hecho si, justo cuando ya no lo esperaba, una de las puertas no se hubiera abierto de forma repentina. Su empujón había sido tan fuerte que a punto estuvo de caer al suelo. Al instante su mano se alargó tratando de recuperar el picaporte para tirar de él hacia atrás, pero ya era tarde. La puerta se había abierto de par en par y dos ojos estupefactos ante la irrupción de aquel individuo con aire de perturbado, lo miraron con frialdad.

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