Read El palacio de los sueños Online

Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (19 page)

BOOK: El palacio de los sueños
10.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo va tu trabajo en el Tabir?

—Bien —le respondió, mientras con las comisuras de los labios ensayaba una expresión que habitualmente significaba: «Más o menos».

—¿Trabajas ahora en Interpretación?

Asintió, a la vez que le parecía distinguir en los ojos de su primo un destello de ironía. Pero le daba lo mismo. El estaba pendiente de su tío preferido, Kurt. Nunca le había parecido tan hermoso, tan apuesto, con el cuello duro de una blancura impecable, que transmitía a su rostro un brillo encantador. Mark-Alem se convencía cada vez más de que el centro de aquella cena era precisamente él, Kurt, quien había concebido la sorprendente invitación de los rapsodas albaneses. Apenas era capaz de soportar la espera hasta poder escuchar por fin la versión albanesa de la epopeya, hasta entonces desconocida, como la cara invisible de la luna.

Un invitado, por lo visto el último que esperaban, entró pidiendo excusas por la tardanza.

—Afuera hay cierta agitación —dijo—. Están haciendo controles en las calles.

Los ojos de algunos de los presentes buscaron la mirada del Visir, pero aquellas palabras parecían haber pasado junto a él sin rozarlo siquiera. Seguro que sabe lo que está pasando, pensó Mark-Alem, de lo contrario no se mostraría tan indiferente ante las palabras del recién llegado. Tampoco había evidenciado interés alguno por su presencia, se diría que la conversación deslavazada que habían sostenido dos semanas atrás no hubiese tenido lugar. Unas horas antes, en el interior del carruaje, le había asaltado una duda: ¿no debería contarle al Visir lo sucedido en el Tabir Saray? ¿No habría llegado aquel instante para el que debía estar preparado? Pero ahora, al verlo tan indiferente, él mismo se sintió liberado.

Observaba con sosiego las filigranas del enorme tapiz persa, el mayor y el más hermoso que había visto Mark-Alem en su vida, obsequio de cumpleaños del Soberano. Era una de las pocas cosas que conservaba toda su belleza ahora que, una vez metido en el Palacio de los Sueños, el mundo entero había empalidecido ante sus ojos.

Apartó la vista de él al sentir que se hacía el silencio en torno. El Visir se disponía a hablar. Anunció a los invitados que poco más tarde tendrían la oportunidad de escuchar a los rapsodas procedentes de Albania y a continuación, durante y después de la cena, de acuerdo con la tradición, los rapsodas eslavos les cantarían fragmentos de la epopeya de los Qyprilli.

—Hazlos pasar —ordenó al mayordomo.

Entraron al poco, en medio de un profundo silencio. Era tres, vestidos con sus trajes típicos, dos de mediana edad, el tercero más joven, sosteniendo cada uno en las manos su frágil instrumento musical. Toda la atención de Mark-Alem se concentró en aquellos instrumentos,
lahutas
, según los llamaban, muy semejantes a las
guslas
de los rapsodas eslavos. Experimentó la misma sorpresa, por no decir desengaño, que había sentido al ver por vez primera las
guslas
. Como había escuchado hablar tanto de la famosa epopeya, imaginó que los instrumentos musicales con que se acompañaría serían igualmente extraordinarios, pesados, majestuosos, sobrecogedores y que los rapsodas apenas podrían arrastrarlos. Y la
gusla
resultó ser un sencillo instrumento de madera, que se sostenía fácilmente en la mano, y con una cuerda sola. Era completamente increíble que aquel pedazo de madera provisto de una cuerda fuera capaz de dar vida a la gigantesca y secular epopeya. Ahora, al ver la
lahuta
, la decepción le pareció aun más hiriente. Desde que había oído hablar a Kurt de la versión albanesa de la epopeya, sin saber él mismo la causa, creyó que el aspecto de la
lahuta
restañaría la herida que la
gusla
había causado a su fantasía. Esperaba encontrarla no sólo pesada y enorme sino casi salpicada por la sangre de las crueldades que la epopeya narraba. Sin embargo era tan tosca como su hermana eslava. La misma madera con un hueco abierto por la cara superior y la misma cuerda solitaria atravesándola.

Los rapsodas continuaban de pie entre los dos grupos de invitados que se habían formado espontáneamente a ambos lados de ellos. Tenían los cabellos claros, igual que los ojos. Más que menosprecio, sus miradas parecían expresar la negativa a que penetrara en su interior el cuadro que los rodeaba.

Los criados les sirvieron
raki
en copas semejantes a las del resto de los presentes, pero ellos se limitaron a humedecerse los labios.

—Bien, entonces pueden empezar —dijo en albanés el Visir.

Uno de los rapsodas se sentó en un escabel dispuesto allí por el mayordomo, colocó la
lahuta
sobre sus rodillas y permaneció en silencio un rato, con los ojos fijos sobre la cuerda. A continuación su mano derecha alzó el arco y rozó la cuerda con él. Los primeros sonidos del instrumento eran bajos y monótonos, y expresaban una suerte de obstinación en volver al punto de partida. Eran como una larga, extraordinariamente larga queja, que provocaba angustia en el pecho. A Mark-Alem le pareció que, de continuar unos instantes más, todos ellos sentirían que se quedaban sin aire. ¿Cuánto tardarían en acompañar con palabras aquellos sones corrosivos? Esta pregunta parecía leerse en los ojos de todos. Era preciso revestir con palabras semejante música, de lo contrario la cuerda, con su estridencia prolongada, les laceraría el alma hasta hacerla sangrar.

Cuando por fin el rapsoda abrió la boca para cantar, Mark-Alem sintió alivio. Pero duró poco, pues, igual que el sonido del instrumento, la voz del rapsoda tenía algo de inhumana. Se diría que mediante una operación singular hubieran arrancado de ella todas las entonaciones cotidianas, para dejar sólo las eternas. Era una voz en la que la garganta del hombre y la garganta de la montaña parecían haberse concertado largamente hasta eliminar toda diferencia. Después se habían concertado con otras voces cada vez más distantes, hasta llegar a los gemidos de las estrellas. Además, tanto la voz como las palabras mismas eran de tal condición que parecían poder brotar tanto de las bocas de los vivos como de los muertos. La concertación, pues, alcanzaba también a los espíritus y puede que esta última fuera la más íntima, la más lograda.

Mark-Alem no apartaba los ojos de la delgada cuerda solitaria tensada sobre la boca de la oquedad. Era la cuerda la que daba origen al gemido, y la oquedad bajo ella la que lo devolvía, ampliándolo hasta proporciones aterradoras. Súbitamente a Mark-Alem se le reveló que aquella cavidad era la caja torácica que alojaba el alma de la nación a la que él pertenecía. Desde allí se alzaba vibrante el gemido secular. Ya había conocido antes retazos de ella, pero sólo ahora tenía la ocasión de escucharla completa. Sentía en su propio pecho la cavidad vacía de la
lahuta
.

El otro rapsoda se puso entonces a cantar la
Balada del Puente
, y en el profundo silencio que reinaba, Mark-Alem tuvo la impresión de distinguir los golpes de los albañiles que, bajo el sol frío, construían el puente salpicado por la sangre del sacrificio, el puente que no sólo había dado su nombre a los Qyprilli sino que los había marcado también con su fatalidad.

Aunque la angustia le oprimía el pecho sintió bruscamente un irreprimible deseo de desembarazarse de la mitad asiática de su nombre y adoptar uno nuevo, uno de los que llevaba la gente de su tierra natal: Gjon, Gjergj o Gjorg.

Mark-Gjon Ura, Mark-Gjergj Ura, Mark-Gjorg Ura…, se repetía como intentando habituarse a la nueva mitad de su nombre cada vez que oía pronunciar la palabra
ura
, la única que comprendía en el relato del rapsoda.

De pronto, de forma desvaída, tal como acude un sueño a la memoria, atravesó su cerebro el sueño de cierto mercader, acerca de un instrumento musical emitiendo sus sonidos en mitad de un terreno polvoriento. No recordaba los detalles, sólo que en una ocasión había deseado arrojarlo al cesto de los papeles, pero por fin lo había dejado pasar. Y ahora, repentinamente, creía reconocer en aquel instrumento que aparecía en el sueño, una asombrosa semejanza con la
lahuta
.

El rapsoda continuaba con la misma voz vibrante. Kurt, con los ojos encendidos como por un acceso de fiebre, no apartaba la vista de él. De vez en cuando, le traducía en voz baja algo al austriaco, seguramente algún verso, que a su vez escuchaba con gran atención. El Visir, con los ojos congestionados, cuyas ojeras se tornaban cada vez más oscuras, permanecía con las manos cruzadas sobre el pecho. Mark-Alem lograba captar algún verso suelto pero la mayoría le resultaba difícilmente comprensible:

Has hallado la tumba, oh tú, ligado por la besa…

Mark-Alem se aproximó muy despacio al lugar donde se encontraba su tío con el austriaco. Kurt intentaba traducirle precisamente aquel verso. Mark-Alem entendía algo el francés y prestó atención.

—C'est tres difficile á traduire
—decía Kurt—.
C'est presque imposible
.

Entre lo que alcanzaba a comprender por su cuenta y lo que captaba de la traducción de Kurt, Mark-Alem intentaba seguir el texto de la epopeya.

—Es el vivo que acude ante la tumba de su enemigo y lo reta a duelo —le explicaba Kurt al austriaco—.
C est macabre, n' estpas?


C' est magnifique!
—respondía el otro.

—El muerto sufre al no poder levantarse, se agita, gime —continuaba explicando Kurt.

¡Oh, Dios, resulta tan diáfano!, se dijo Mark-Alem. Todo estaba verdadera y definitivamente claro. Aquella cavidad de la
lahuta
era justo la tumba donde se debatía el muerto. Sus gemidos surgían desde las profundidades, estremecedores como ninguna otra cosa.

—Y ahora los cuclillos que anuncian la desgracia —siguió Kurt en voz baja.

El austriaco subrayaba cada una de sus frases con un cabeceo de asentimiento.

—Es el paladín Zuk, cegado traicioneramente por su madre y el amante de ésta, que vaga por las cumbres invernales sobre su montura igualmente cegada.

—¡Cegado por la madre!
Mon Dieu!
—exclamó el austriaco—. ¡Pero eso es justamente la Orestiada!
Das ist die Orestiaden!

Mark-Alem estaba ahora muy cerca de ellos, de modo que no se le escapara una sola palabra. Kurt abrió la boca para proseguir su explicación, cuando en ese mismo instante se oyó un ruido insólito procedente del exterior. La mayor parte de los presentes volvieron la cabeza, unos hacia la puerta, otros hacia las ventanas. El ruido se repitió, mezclado con algo semejante a gritos agudos. Después, entre el estrépito, se distinguieron fuertes golpes en la puerta.

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —exclamaron varias voces. Luego todos callaron. El rapsoda interrumpió su canto y el silencio se hizo más profundo. Los golpes se escucharon nuevamente, esta vez más fuertes.

—Dios mío, ¿qué es esto? —gritó alguien.

Todos se volvieron hacia el Visir, cuyo rostro se convirtió de pronto en una máscara de cera. Se oyó abrirse una puerta, otro grito, éste muy breve, después pasos pesados aproximándose. Los invitados, petrificados, tenían los ojos vueltos hacia las puertas. Por fin éstas fueron empujadas con brutalidad desde fuera y en el umbral apareció un grupo de gente armada. Algo, quizá las luces del salón, el aspecto de los invitados o un grito que nadie supo de qué garganta procedía, los contuvo en la entrada. Sólo uno de ellos siguió adelante y, con ojos que parecían no ver ni encontrar lo que parecían buscar, dijo sin mirar a nadie.

—La policía del Soberano.

Nadie respondió.

—¿El visir Qyprilli? —preguntó el oficial, que aparentemente había encontrado por fin lo que buscaba. Dio dos pasos más en dirección al Visir y se inclinó profundamente—. Excelencia, he recibido una orden del Soberano. Permitidme que la cumpla.

Dicho esto, extrajo de su pecho un decreto que desplegó ante la mirada del Visir. Todos los cambios que hubiera podido experimentar el semblante de este último ya se habían producido con anterioridad, de modo que la cera de su máscara permaneció rígida.

Pero para el oficial aquella rigidez bastaba como señal de aprobación.

—Su documentación —gritó volviéndose de pronto hacia los invitados, mientras con un movimiento de cabeza hacía saber a sus hombres que debían entrar en el salón.

Eran una media docena, todos armados, con el emblema de la policía del Emperador en la solapa y en el casco.

—¡Yo soy súbdito extranjero! —se escuchó entre el leve murmullo la voz del austriaco.

Mark-Alem buscaba en vano a su madre con la mirada. Una voz severa, aunque demasiado suave para serlo, repetía una y otra vez: «Por aquí, por aquí».

Habían abierto la puerta lateral que daba a una sala aneja y por ella empujaron a parte de los invitados.

—Kurt Qyprilli —pronunció en alta voz uno de los policías, volviéndose hacia el oficial— éste de aquí.

El oficial se dirigió a él. Tuvo tiempo de sacar las esposas del bolsillo antes de llegar.

Mark-Alem vio cómo el oficial, con movimientos rápidos y firmes, unía con una mano las muñecas de Kurt, mientras con la otra le ponía las esposas. Cosa extraña, Kurt no hizo la menor resistencia; se limitó a contemplar las esposas con cierta sorpresa. Lo mismo que una parte de los invitados, Mark-Alem volvió la cabeza hacia el Visir, esperando que pusiera fin de una vez a aquella situación demencial, que ya se había prolongado en exceso. Pero el rostro de su tío continuaba impertérrito. Cualquier otro habría pensado que aquella impasibilidad del poderoso Visir ante la violencia que se le hacía en su propia casa, estaba provocada por el miedo, pero Mark-Alem adivinó enseguida que la causa era otra. Era el viejo mecanismo de los Qyprilli que, en instantes así, repetidos decenas y decenas de veces en la historia de la familia, engendraba la máscara del divorcio de la realidad. Había en ella fatalismo, ausencia y hastío a un tiempo. Mark-Alem sintió ganas de gritarle: «Despierta, vuelve en ti, Visir, tío, ¿no ves lo que está a punto de suceder?». Pero los ojos del Visir, aunque como los de todos los demás observaban la salida de Kurt esposado, tenían una mirada de aparente sumisión. Era perceptible que su verdadera mirada se hallaba lejos, en el interior de quién sabe qué pozo misterioso, desde donde, quizá, se ponía en movimiento la maquinaria estatal que había engendrado aquella calamidad. Dios Santo, puede que esté pensando cómo detener ese mecanismo, se dijo Mark-Alem y se aproximó a él, para comprobar si era efectivamente así. Y quizá porque se acercó más de lo debido, o bien por pura casualidad, la mirada del Visir se clavó fugazmente en la suya. En ese breve instante, en aquella mirada que más parecía una fugaz raspadura en la frente, Mark-Alem creyó comprender el significado de su confusa conversación en aquella cena inolvidable y de pronto, dolorosamente, su cerebro fue atravesado por la idea de que todo aquello tenía relación sin ninguna duda con el Palacio de los Sueños, con él mismo, con Mark-Alem, y que en esta ocasión los Qyprilli se habían retrasado en algo…

BOOK: El palacio de los sueños
10.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mothers and Daughters by Howard, Minna
Fractured by Teri Terry
Vital Force by Trevor Scott
The Serpent of Venice by Christopher Moore
The Secret in the Old Lace by Carolyn G. Keene
The Girl from Felony Bay by J. E. Thompson