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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (17 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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—Así es —confirmó el interpelado—. Ayer mismo estuvieron muchos de ellos hasta muy tarde.

—¿De nuestro departamento? —preguntó Mark-Alem.

—Del Sueño Maestro. ¿Trabaja usted allí?

Mark-Alem enrojeció.

—No —dijo—, trabajo en Interpretación.

—Parece que los encargados del Sueño Maestro estuvieron ayer por todas partes —comentó el archivero en voz baja, que a Mark-Alem le pareció insinuante.

—Gracias, Fuzul —le dijo al funcionario y atravesó el vano de la puerta—. Resulta difícil llegar a entender algo de esos paleosueños aunque están restaurados —continuó dirigiéndose a Mark-Alem—. He visto varios de ellos y me han parecido completamente descoloridos, como los viejos tapices en los que ya no se distinguen las figuras. No obstante, los intérpretes se pasan horas enteras sobre ellos. —El archivero pareció reír para sus adentros—. Pero me juego el cuello a que no se enteran de nada. Lo hacen por pura rutina, simulan devanarse los sesos para descubrir sus mensajes ocultos, cuando en realidad se dedican a pensar en sus mezquinos problemas familiares, en el sueldo que no les llega o qué sé yo en qué otros asuntos. Ah, aquí están por fin los Sueños Maestros…

Mark-Alem se estremeció como si el otro le hubiera mostrado un nido de serpientes. Sólo que aquellas de allí habían agotado su veneno tiempo atrás. No obstante, incluso así, no resultaban menos terroríficas.

—Son alrededor de cuarenta mil en total —dijo el archivero y suspiró—: ¡Alá!

Mark-Alem suspiró igualmente.

—Y ahora vamos a ver los sueños de los soberanos —prosiguió el otro.

Mark-Alem esperaba penetrar en una sala imponente, pero era igual que las demás. También los estantes eran idénticos, con la única diferencia de que los cartapacios llevaban estampado el sello imperial. Debajo estaban escritos los nombres de los soberanos.
Sueños del sultán Murat I, Sueños del sultán Bayazid, Sueños del sultán Mehmet II, Sueños del sultán Solimán el Magnífico
. Y así sucesivamente.

—Estos legajos no pueden abrirse más que por orden del Soberano —susurró el archivero—. Quienquiera que infrinja esta regla, se juega la cabeza. —Y movió horizontalmente el canto de la mano ante su propia garganta.

Recorrieron todavía otras salas en las que se encontraban clasificados los sueños de los pueblos
gavur
[6]
, los de la esclavitud profunda, las pesadillas que llenaban por completo tres naves, las alucinaciones, sobre las que durante largo tiempo se había discutido si debían ser analizadas o no por
el
Tabir Saray, así como el sueño de los locos, la última sala del Archivo.

—Bien, ahora ya tienes poco más o menos una idea de lo que es el Archivo —dijo el archivero mientras salían de la última estancia.

Mark-Alem lo miró con unos ojos que parecían implorar misericordia. Regresaron nuevamente al lugar donde se encontraba el cartapacio de la batalla de Kosova y allí se separaron.

—Cuando termines, sigue por este corredor hasta dar a la galería circular —le indicó su acompañante—. Una vez allí, en cualquier dirección que camines, te acabarán saliendo al paso las escaleras.

El funcionario del servicio le ofreció a Mark-Alem que se sentara ante una pequeña mesa y colocó ante él el legajo. Con los dedos entumecidos comenzó a hojear los viejos y gruesos pliegos, de una clase de papel que ya no se utilizaba hacía tiempo. Casi todos estaban repletos de tachaduras. La tinta de la escritura estaba desvaída, muchas palabras apenas podían leerse. Inesperadamente, Mark-Alem sintió un agudo dolor de cabeza, como si alguien lo hubiese golpeado con una espada. Los ojos se le llenaron de luces. Los cerró durante unos momentos para descansar y volvió a abrirlos. Comenzó a leer lentamente, sin lograr concentrarse. Algo lo apartaba del sentido del texto, lo tornaba tembloroso, como había sucedido con las palabras del archivero mientras pasaban bajo las bóvedas de las galerías. No obstante se forzó a prestar atención. El lenguaje era arcaico, muchas palabras no las comprendía; sobre todo su orden en las frases le resultaba antinatural: un verdadero cesto de cangrejos. Pero debía contentarse con ello. Era la primera vez que leía un texto tan antiguo, cinco veces centenario. Poco a poco, impelido por la satisfacción de ir comprendiendo, a medida que descifraba las frases fue sumergiéndose en la lectura con creciente fluidez. La mayor parte de los sueños estaban relatados muy brevemente, dos o tres renglones en total; los había incluso de una sola línea, de modo que la consulta del legajo no resultaba tan penosa como había imaginado al principio. Si no fuera por la interpretación que seguía a los textos, su lectura sería cosa de unas pocas horas.

Era curioso, pero Mark-Alem sintió que se esfumaba su cansancio. Sus ojos se acostumbraban con rapidez a aquel estilo de escritura, hacía mucho tiempo en desuso. Por otra parte, el orden insólito de las palabras había terminado por atraerlo. Poco a poco, aquellos renglones escasos, mutilados, cercenados, lo succionaban hasta su mundo. El llano de Kosova, en Albania del Norte, donde él no había estado nunca, se desplegaba lentamente en su imaginación en la forma de una visión onírica e inestable, tal como suele ser un decorado concebido por cientos de cerebros dormidos. Y por si esto no fuera suficiente, aquellas visiones nebulosas y carentes de sentido iban acompañadas de su correspondiente interpretación, que las tomaba aun más etéreas. Sin embargo, ya por la angustia compartida por todos los soñantes en la víspera del día fatal, ya por la que experimentaban las personas encargadas de la transcripción apresurada de los sueños, ese producto común de centenares de cerebros aletargados cada uno por su lado, toda aquella estampa abigarrada, constituía una sorprendente unidad. Antes de la aurora, cuando la llanura aún no estaba empapada más que por el rocío, en el sueño de los soldados aparecía cubierta de grandes charcos de sangre que se espesaba y ennegrecía con el despuntar del día, mientras sobre los charcos más antiguos chorreaban borbotones de sangre fresca, de color más claro, que iba oscureciéndose poco a poco aunque no con tanta rapidez como para no diferenciarse de la sangre más vieja. Seguía después el desenlace de la batalla con la caída del crepúsculo, la degollina de las tropas balcánicas y la muerte del Sultán, justo en el momento en que se regocijaba con su victoria. Y la tienda donde conducían el cuerpo del soberano asesinado, cuya muerte se mantuvo oculta a todo el ejército, y los visires reunidos deliberando, y más tarde el mensajero que era enviado a convocar a uno de los dos hijos del Sultán, Jakub Çelebi. Ven, tu glorioso padre te llama… El príncipe caminando hacia la tienda donde esperaba encontrar a su padre, su entrada en ella y su asesinato a sangre fría, a hachazos, a manos de los visires, con objeto de evitar toda pugna por el poder entre los dos hermanos…

Mark-Alem se restregó los ojos, cual si quisiera apartar de ellos un velo. ¿Cómo habría sido en realidad? ¿Resultaría posible reconocer la verdad cuando sus raíces se hundían en el sueño? Tanto más cuanto que no existía una frontera precisa entre los sueños y la realidad sino que todo en aquella llanura, el relieve, la meteorología, los acontecimientos, los testimonios, se hallaban entrelazados. Las ánimas blancas de trescientos mil balcánicos formaban un manto de nieve inabarcable que vagaba por aquel solar, en sus últimos esfuerzos antes de abandonar este mundo. ¿Por qué corría el Gran Sultán, con gesto enloquecido, entre aquella masa demente como si deseara escaparse junto con ella? «¿Dónde vas de ese modo, Badijá? ¡Vuelve en ti!», había gritado en sueños el jenízaro Selim y, una vez despierto, corrió a relatar su sueño. Más allá, el príncipe Jakub £elebi, ensangrentado, recorría la llanura bajo la forma de un caballo con las crines arrancadas. Y de nuevo charcos inmensos de sangre, y el verano y el invierno y las estaciones mezcladas unas con otras, y sobre la llanura simultáneamente la lluvia y el sol, la nieve y el verdor, las flores y la desolación invernal a un tiempo. Y debería llover semanas enteras, incluso meses, y aún no lograría lavarse aquella sangre, y después la nieve habría de cubrirlo todo de blanco para que en apariencia desapareciera finalmente aquella pesadilla. Pero a la primavera siguiente, cuando los regueros fluyeran bajo el manto inmaculado, arrastrarían consigo grumos de sangre coagulada, como si la nieve estuviera herida. Y así, ¡oh, Alá!, cada año, y así en invierno y en verano bajo el viento y bajo la lluvia muda, aquella llanura
allá
, en Albania del Norte.

Mark-Alem recordó de pronto que aquella noche su madre y él estaban invitados a cenar a casa del Visir. Era la cena tradicional durante la cual escucharían a los rapsodas procedentes de los Balcanes. Seguro que, junto con los bosnios, esta vez estarían también los albaneses, invitados por Kurt.

Cerró el cartapacio y se levantó. Le dolía la cabeza de tanto leer, o quizá a consecuencia de las emanaciones del carbón, que en los sótanos se notaba más que en los pisos superiores. Saludó con la cabeza a los funcionarios del servicio y salió. Sus pasos comenzaron a resonar solitarios por la galería. ¿Qué hora sería? No tenía la menor idea. Allá arriba podía ser la hora de comer lo mismo que media tarde, incluso de noche. Por un momento lo asaltó una inquietud: ¿y si se le había hecho tarde para la cena? Después se tranquilizó: el tiempo no podía haber pasado tan deprisa. Aquella cena le parecía perteneciente a otro mundo, en algún lugar allá arriba, casi en las nubes, mientras a sus costados se alzaban los muros sordos de las galerías, detrás de los cuales, cobijado en miles y miles de legajos, descansaba el sueño del mundo. Sentía los párpados pesados. ¿Qué me pasa?, se preguntó varias veces. ¿Qué adormecimiento era aquel que se apoderaba de sus miembros? Se estremeció de terror, pero pronto recuperó el sosiego: era sin duda el vaho del carbón lo que lo adormecía. La mayoría estamos aquí. ¿Qué haces ahí tú solo?, ¿por qué no vienes con nosotros…?

Apretó el paso para salir cuanto antes a la galería circular, pero ésta no aparecía por ninguna parte. Cuanto más avanzaba mayor sensación tenía de estar perdido. ¿Y si se desmayaba y lo invadía el sueño en uno de aquellos corredores solitarios? Nuevamente sentía los párpados pesados como el plomo. ¿Por qué habré tenido que bajar aquí?, pensó. Apresuró la marcha aun más y por fin echó a correr. El sonido de sus pasos multiplicado por el eco lo aterrorizó. No me dormiré, se repetía. No voy a caer en vuestra trampa.

Quién sabe lo que hubiera durado aquella carrera demencial, si en una encrucijada de galerías no se hubiese tropezado con un hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó el otro en tono nada tranquilo—. ¿Qué ha sucedido?

—Nada —respondió Mark-Alem—. ¿Dónde está la salida?

—Estás pálido como la cera. ¿Te has enterado de lo que está pasando?

—¿Qué? —se extrañó Mark-Alem—. Yo estoy buscando la salida.

—Pensé que sabrías algo… Tienes la cara descompuesta.

—Quizá sea por el carbón.

—Pues yo al verte imaginé que…

—¿Dónde está la salida?

—Por aquí.

Mark-Alem habría deseado decirle: pues tú tienes la cara como un cirio, ¿por qué te impresiona tanto la mía?, pero no quiso detenerse allí ni un momento más. ¡Abandona de una vez este pozo!

Finalmente le salieron al paso las escaleras y las subió de cuatro en cuatro. Cuando alcanzó la planta baja estaba sin aliento. Le pareció oír ruido. Volvió la cabeza y para su sorpresa divisó un grupo de personas cubiertas con largos capotes que se alejaban velozmente hacia el fondo del corredor.

En la primera planta se cruzó con otro grupo de gente de rostro sombrío. A lo lejos, entre los pasillos, se percibía más ruido de pasos. ¿Qué sería aquel ajetreo?, se preguntó y le vino a la memoria el hombre con el que había tropezado en la galería del Archivo. Parecía estar sucediendo algo en el Tabir Saray. Se apresuró para llegar cuanto antes a Interpretación. El color ceniciento de los vidrios de las ventanas le hizo saber que el día estaba declinando.

—¿Dónde estabas? —le preguntó su compañero de mesa—. ¿Dónde te has metido todo el día?

—He estado en el Archivo.

Los ojos del otro estaban desorbitados. Hacía una semana que lo habían puesto a trabajar junto a él, y Mark-Alem estaba ya convencido de que la pasión principal en la vida de su compañero era el cotilleo, sobre todo de política, los cuchicheos al oído, prohibidos y peligrosos, cuyo riesgo era la salsa que los tornaba más sabrosos. Era verdaderamente sorprendente que aún no se hubiera enterado de que Mark-Alem era un Qyprilli.

—Algo está sucediendo —dijo arrimando todo su cuerpo al costado izquierdo de Mark-Alem—. ¿No lo notas?

Mark-Alem se encogió de hombros.

—En el pasillo he notado cierto movimiento, pero otra cosa no sé —se limitó a responder.

—Tres veces han llamado a nuestro jefe y las tres ha vuelto con el terror grabado en el rostro. Hace poco que lo llamaron por cuarta vez y aún no ha vuelto.

—¿Qué puede ser? —preguntó Mark-Alem.

—Vete a saber. Cualquier cosa —le respondió su colega.

Mark-Alem sentía deseos de mencionarle al hombre de rostro asustado que había visto en el Archivo, pero eso habría provocado una nueva avalancha de murmullos entre ambos. Retornaron a su mente las palabras del archivero, según las cuales los encargados del Sueño Maestro habían estado toda la noche revolviendo en el Archivo. Era evidente que algo estaba sucediendo.

—Puede esperarse cualquier cosa —oyó susurrar a su vecino. Para no llamar la atención hacía esfuerzos por hablar sin volver la cabeza, torciendo únicamente la comisura de los labios, intentando orientar el flujo de su murmullo—. Puede suceder cualquier cosa —repitió—, desde el despido de funcionarios, hasta el cierre del Palacio.

—¿El cierre del Tabir Saray?

—¿Y por qué no? Tanta inquietud… Esas sospechosas idas y venidas por los corredores… Yo llevo años trabajando en el Tabir Saray y conozco sus manías… El día de hoy no me ha gustado nada. En un día así puede esperarse cualquier cosa…

—¿Han cerrado alguna vez el Tabir? —preguntó con voz temblorosa Mark-Alem.

—Hum, vaya pregunta —murmuró entre dientes su compañero.

—Si las cosas llegaran a ese punto, pobres de nosotros… De hecho, yo he sido testigo de días negros en que el Soberano, mediante un decreto especial, suspendió todo recurso a los sueños. Pero una cosa así sucede rara, muy rara vez ¿me entiendes? Entonces sólo se tienen en cuenta los sueños del Soberano. El Tabir Saray se hunde verdaderamente en el luto. Algo semejante a unas ruinas, por cuyos pasillos vagan los funcionarios como almas en pena. Todo parece extinguirse, a punto de expirar. Todos esperan, con la sangre helada, el anuncio del cierre. A decir verdad, entre ese estado de luto y el cierre no hay más que un paso…

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