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Authors: Justin Cronin

El pasaje (51 page)

BOOK: El pasaje
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—Detesto decirlo...

—No es necesario. —Theo se encaró con los dos—. De acuerdo, aquí ya hemos acabado. Vamos a cerrar.

El día a día.
Ésa era la expresión que utilizaban. Ni pensaban en un pasado que se asemejaba demasiado a una historia de pérdida y muerte, ni en un futuro que tal vez nunca llegaría. Eran 94 almas bajo las luces, que vivían el día a día.

Sin embargo, no siempre era así para Peter. En momentos de ocio, parado sobre la muralla cuando todo estaba en silencio, o acostado en su catre a la espera de que el sueño llegara, se descubría a menudo pensando en sus padres. Aunque algunas personas de la Colonia todavía hablaban del Cielo (un lugar más allá de la existencia física, adonde iba el alma después de la muerte), la idea siempre se le había antojado absurda. El mundo era el mundo, un reino de los sentidos que se podía tocar, saborear y sentir, y Peter pensaba que los muertos, si iban a algún sitio, pasaban a los vivos. Tal vez era algo que Profesora le había dicho. Tal vez se le había ocurrido la idea a él solo. Pero hasta donde podía recordar, desde que había salido del Asilo y averiguado la verdad del mundo, eso era lo que creía. Mientras pudiera conservar a sus padres en la memoria, una parte de ellos seguiría viva. Y cuando él muriera, aquellos recuerdos pasarían de él a otros seres que todavía estaban vivos, de modo que todos (no sólo Peter y sus padres, sino también todos cuantos habían existido antes y los que vendrían después) continuarían viviendo.

Ya no podía recordar los rostros de sus padres. Aquello había sido lo primero en desaparecer, y lo había hecho en cuestión de días. Cuando pensaba en ellos, no era tanto una cuestión de algo visto como de algo sentido, una oleada de sensaciones recordadas que fluía a través de él como agua. El sonido lechoso de la voz de su madre y el aspecto de sus manos, pálidas y de huesos delgados, pero también fuertes, cuando trabajaba en el Hospital, tocando aquí y allá, ofreciendo todo el consuelo que podía. El crujido de las botas de su padre cuando subía la escalerilla hasta la pasarela, una noche en que Peter estaba corriendo entre los puestos, y la forma en que pasó a su lado sin hablar, y sólo reconoció su presencia cuando posó una mano sobre su hombro. El calor y la energía de la sala de estar en los días de las largas marchas, cuando su padre, su tío y los demás hombres se reunían para planificar sus rutas, y más tarde, el sonido de sus voces cuando bebían brillo en el porche hasta bien entrada la noche, contando historias de lo que habían visto en las Tierras Oscuras.

Eso era lo que Peter había deseado: sentirse parte del grupo. Ser uno de los hombres de las largas marchas. No obstante, siempre había sabido que eso no sucedería. Cuando escuchaba desde la cama las voces en el porche, su profundo sonido masculino, lo supo. Le faltaba algo. No sabía ponerle nombre, ni tampoco estaba seguro de que lo tuviera. Era algo más que valentía, más que mostrar entusiasmo, aunque eso formaba parte de la historia. La única palabra que se le ocurría era grandeza. Eso era lo que poseían los hombres de las largas marchas. Y cuando llegara el momento de que uno de los chicos Jaxon se uniera a ellos, Peter sabía que su padre llamaría a la puerta de Theo. Se irían sin él.

Su madre también lo había sabido. Su madre, que había soportado con entereza la desgracia de su padre, y después su última marcha, aunque todo el mundo lo sabía, pero nadie osó pronunciar ni una palabra. Su madre, que, al final, incluso cuando el cáncer se lo había arrebatado todo, no había denostado a su padre en ningún momento por abandonarlos. Ahora vivía a su aire. Era verano, como ahora, los días largos y calurosos, cuando ella había quedado postrada en su lecho. Theo ya era centinela; todavía no era Capitán, pero no tardaría en serlo. El deber de cuidar de su madre había recaído en Peter, quien estaba día y noche sentado a su lado, y la ayudaba a comer, vestirse e incluso bañarse, una intimidad embarazosa que ambos habían soportado porque era necesario. Ella tendría que haber ingresado en el Hospital, como era la norma, pero su madre era enfermera jefe, y si Prudence Jaxon quería morir en la cama de su casa, nadie iba a llevarle la contraria.

Siempre que Peter recordaba aquel verano, pensaba que era un período de su vida del que nunca había escapado por completo. Le recordaba una historia que Profesora le había contado en una ocasión acerca de una tortuga que se acercaba a una pared. Cada vez que la tortuga avanzaba, recorría menos distancia, lo cual garantizaba que nunca llegaría a su destino. Así lo sintió Peter mientras veía morir a su madre. Durante tres días había estado entrando y saliendo de un sueño febril, sin apenas pronunciar palabra, y sólo contestaba a las preguntas más sencillas que requería su cuidado. Tomaba algunos sorbos de agua, pero eso era todo. Sandy Chou, la enfermera de guardia, había ido a verla aquella tarde, y le dijo a Peter que estuviera preparado. La habitación estaba a oscuras, la luz de los focos se filtraba hasta convertirse en unas sombras similares a manchas debido al árbol que se alzaba al otro lado de la ventana. Una pátina de sudor brillaba en su frente pálida. Sus manos (las manos que Peter había contemplado durante horas en el Hospital, cuando se dedicaba a sus tareas) yacían inmóviles sobre las mantas, a su lado. Desde el ocaso Peter no había salido de la habitación, por temor a que despertara y se encontrara sola. Peter sabía que la muerte la rondaba, y que era cuestión de horas. Sandy lo había dejado muy claro. Pero lo más revelador era la inmovilidad de sus manos, posadas sobre las mantas, concluidas sus pacientes tareas.

Se preguntó cómo se despediría de ella, cómo le diría adiós. ¿Se asustaría ella cuando lo oyera decir esa palabra? ¿Cómo llenaría el silencio posterior? Aquello no había sido posible en el caso de su padre. En muchos aspectos, eso había sido lo peor. Se había difuminado en el olvido, sin más. ¿Qué habría dicho Peter a su padre de haber podido? Un deseo egoísta, pero de todos modos lo pensó: «Elígeme —habría dicho Peter—. A Theo no. A mí. Antes de irte, elígeme». Veía la escena con mucha claridad en su memoria. Tal como Peter la imaginaba, el sol estaba saliendo. Se hallaban sentados en el porche, solos los dos, su padre vestido para la marcha, sosteniendo su brújula, abriendo la tapa con el pulgar y cerrándola de nuevo, como era su costumbre. Pero la escena no concluía. Nunca había imaginado qué contestaría su padre.

Ahora, su madre estaba muriendo. Si la muerte era una habitación en la que el alma entraba, ella estaba parada en el umbral, pero Peter era incapaz de encontrar palabras para expresarle lo que sentía, cuánto la quería, y que la echaría de menos cuando ya no estuviera. En la familia siempre había sido cierto que Peter era de ella, y que Theo era de su padre. Nunca se dijo nada al respecto. Era un hecho. Peter sabía que se habían producido abortos, y al menos un bebé había nacido con algún defecto y había muerto al cabo de pocas horas. Creía que era una niña. Sucedió cuando Peter era un Pequeño, y todavía estaba en el Asilo, de modo que no lo sabía con certeza. Tal vez era aquélla la pieza que faltaba (no en su interior, sino en el de ella), y el motivo de que siempre hubiera sentido el amor de su madre con tanta fuerza. Él era aquél a quien ella conservaría.

Las primeras y suaves luces de la mañana acariciaron las ventanas cuando percibió un cambio en su respiración, que se atascaba en su pecho como un hipido. Durante un terrible instante creyó que el momento había llegado, pero entonces vio que sus ojos se abrían.

—¿Mamá? —dijo, y la tomó de la mano—. Mamá, estoy aquí.

—Theo —dijo—. ¿Podría verlo? ¿Sabes dónde está?

—Mamá —dijo—, soy Peter. ¿Quieres que vaya a buscar a Theo?

Daba la impresión de estar escudriñando un lugar sepultado en su interior, infinito y sin límites, un lugar de eternidad.

—Cuida de tu hermano, Theo —dijo—. No es fuerte como tú.

Entonces cerró los ojos y no volvió a abrirlos.

Nunca se lo había contado a su hermano. Le parecía absurdo. Había momentos en que pensaba, melancólico, que tal vez la habría entendido mal, o atribuía aquellas últimas palabras al delirio producido por la enfermedad. Pero por más que intentaba interpretarlas de otra forma, las palabras y su significado parecían claros. Después de todo, de los largos días y noches en que la había cuidado, era a Theo a quien había situado junto a su lecho en sus horas finales; había dirigido sus últimas palabras a Theo.

No se dijo nada más acerca del personal de la central que había desaparecido. Dieron de comer a los animales y después se retiraron al barracón, una habitación estrecha y maloliente con literas y colchones manchados rellenos de paja mohosa. Cuando Peter se acostó, Finn y Rey ya estaban roncando. Peter no estaba acostumbrado a acostarse tan temprano, pero llevaba en pie veinticuatro horas seguidas y notó que se adormecía enseguida.

Despertó desorientado, la mente nadando todavía en la corriente de sueños angustiosos. Su reloj interno le dijo que era medianoche o más tarde. Todos los hombres estaban dormidos, pero la litera de Alicia estaba vacía. Avanzó por el pasillo en penumbra hasta la sala de control, donde la encontró sentada a una mesa larga, pasando las páginas de un libro a la luz del panel. El reloj anunciaba las 02:33.

Alicia alzó la vista.

—No entiendo cómo podías dormir con todos esos ronquidos.

Peter se sentó frente a ella.

—La verdad es que no podía. ¿Qué estás leyendo?

Ella cerró el libro y se masajeó los ojos con las yemas de los dedos.

—Que me aspen si lo sé. Lo encontré en el almacén. Hay cajas y cajas llenas. —Lo empujó hacia él—. Adelante, échale un vistazo, si quieres.

Donde viven los monstruos
, rezaba el título. Era un volumen delgado, que contenía sobre todo dibujos: un niño disfrazado de animal, con orejas y cola, perseguía a un perrito blanco con un tenedor. Peter pasó las frágiles hojas, que olían a polvo, una a una. Había árboles en la habitación del niño, y después una noche iluminada por la luna, y un viaje por mar hasta una isla plagada de monstruos. Leyó:

Y cuando llegó al lugar donde viven los monstruos, lanzaron sus horribles rugidos, rechinaron sus terribles dientes y pusieron en blanco sus terribles ojos, y exhibieron sus terribles garras hasta que Max dijo: «¡Quietos!», y los domó con el truco mágico de clavar la vista en sus ojos amarillos sin parpadear ni una sola vez, y se asustaron y le llamaron el ser más monstruoso de todos...

—Todo ese rollo de mirarlos a los ojos... —dijo Alicia. Hizo una pausa y ahogó un bostezo con la mano—. No sé de qué puede servir.

Peter cerró el libro y lo dejó a un lado. No sabía qué deducir de lo que había leído, pero así eran casi todas las cosas del Tiempo de Antes. ¿Cómo vivía la gente? ¿Qué comían, vestían o pensaban? ¿Caminaban en la oscuridad, como si no pasara nada? Si no había virales, ¿qué les asustaba?

—Creo que es pura invención. —Se encogió de hombros—. Un cuento. Creo que el niño está soñando.

Alicia arqueó las cejas, con una expresión que parecía significar: «¿Quién sabe? ¿Quién puede decir cómo era el mundo?».

—De hecho, confiaba en que despertaras —anunció, al tiempo que se levantaba de la silla. Levantó un farol del suelo—. Quiero enseñarte algo.

Lo guió a través del barracón hasta una de las habitaciones del almacén. Las paredes estaban forradas de estanterías metálicas, repletas de pertrechos: herramientas grasientas, rollos de cable e hilos de soldadura, jarras de plástico para agua y alcohol. Alicia dejó el farol en el suelo, se acerco a uno de los estantes y empezó a dejar su contenido en el suelo.

—¿Y bien? No te quedes parado ahí.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Y a ti qué te parece? No levantes la voz, no quiero despertar a los demás.

Cuando lo hubieron sacado todo, Alicia le ordenó que se subiera a un extremo del estante, y ella se colocó en el opuesto. Peter observó que la parte posterior del estante era una hoja de contrachapado, que ocultaba la pared de detrás. Apartaron el estante.

Había una escotilla.

Alicia avanzó, giró la rueda y la abrió. Un espacio estrecho, como una tubería, con un tramo de escaleras de caracol que ascendían. Había cajas metálicas apoyadas contra la pared. Las escaleras desaparecían en la oscuridad, a una distancia ignota sobre sus cabezas. El aire estaba viciado e impregnado de polvo.

—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó Peter, estupefacto.

—La pasada estación. Una noche estaba aburrida y empecé a fisgonear. Supongo que es una especie de salida de emergencia que dejaron los Constructores. Las escaleras suben hasta una zona de ventilación del tejado.

Peter indicó las cajas con el farol.

—¿Qué hay dentro?

—Eso es lo mejor —replicó Alicia con una sonrisa malévola.

Juntos arrastraron una de las cajas sobre el suelo del almacén. Un armario metálico, de un metro de largo y medio de profundidad, con las palabras US MARINE CORPS impresas en un costado. Alicia se arrodilló para abrir los cerrojos y levantó la tapa. Aparecieron esbeltos objetos negros, protegidos por gomaespuma. Peter tardó unos momentos en comprender lo que estaba viendo.

—Hostia puta, Lish.

Ella le pasó un arma. Un rifle de cañón largo, frío al tacto y que olía levemente a aceite. Se le antojó muy ligero en las manos, como fabricado con alguna sustancia que desafiaba a la gravedad. Incluso a la tenue luz del cuarto del almacén, detectó el lustroso brillo en el extremo del cañón. Las armas que había visto eran poco más que reliquias corroídas, rifles y pistolas que el ejército había dejado atrás. La Guardia todavía conservaba algunos en el Arsenal, pero por lo que Peter sabía, todas las municiones se habían agotado hacía algunos años. Peter no había visto en toda su vida algo tan limpio y nuevo, respetado por el tiempo.

—¿Cuántos hay?

—Doce cajas, seis fusiles por caja, algo más de mil balas. Hay seis cajas más en la zona de ventilación.

Todo su nerviosismo se había esfumado, sustituido por un ansia desmesurada de utilizar aquel maravilloso objeto que sostenía en las manos, de sentir su poder.

—Enséñame a cargarlo —dijo.

Alicia tomó el fusil de sus manos y tiró hacia atrás el cerrojo y el cargador. Después, sacó un cargador de balas de la caja, lo colocó delante del guardamonte, lo empujó hacia adelante hasta que encajó y dio a la base dos golpecitos fuertes con la palma de la mano.

BOOK: El pasaje
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