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Authors: Justin Cronin

El pasaje (53 page)

BOOK: El pasaje
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Habían salido tres de las sombras, en dirección a la base de la escalerilla. Peter dio un paso a su derecha y apoyó la culata con fuerza contra el hombro. «Apunta como si fuera una ballesta.» Tenía muy pocas probabilidades de alcanzarlos, pero quizá podría asustarlos. Apretó el gatillo y ellos se alejaron de un salto, rodaron sobre el terreno y se dispersaron en la oscuridad. Había conseguido unos segundos, como máximo.

—¡Cierra el pico y sube! —gritó.

—¡Lo haré si dejas de dispararme!

Entonces, Alicia llegó arriba. Peter encontró su mano y tiró con fuerza, depositándola sobre la superficie de hormigón del tejado. Caleb les estaba haciendo señas desde la boca de la escotilla.

—¡Detrás de vosotros!

Mientras Alicia se adentraba en la escotilla, Peter se volvió. Un solitario viral se erguía sobre el borde del tejado. Peter levantó el arma y disparó, pero demasiado tarde. El lugar donde se encontraba el ser estaba vacío.

—¡Olvídate de los pitillos! —gritó Alicia desde abajo—. ¡Ven!

Se dejó caer por la abertura, tropezó con Caleb, y éste se dobló bajo él con un gemido. Un dolor agudo recorrió su tobillo cuando pisó la plataforma. El rifle cayó lejos de su alcance. Alicia pasó por encima de ambos y extendió la mano para cerrar la escotilla, pero algo estaba ejerciendo presión desde el otro lado. El rostro de Alicia se tensó a causa del esfuerzo. Sus pies resbalaron en la escalerilla y trató de recobrar el equilibrio.

—¡No... puedo... cerrarla!

Peter y Caleb se pusieron en pie de un salto y empujaron, pero la fuerza del otro lado era demasiado grande. Peter se había hecho algo en el tobillo al caer, pero ahora el dolor era vago, y carecía de importancia. Escudriñó la plataforma en busca de su rifle y lo localizó, en lo alto de las escaleras.

—Suelta —dijo—. Deja caer la escotilla. Es la única forma.

—¿Estás loco? —Pero entonces, en los ojos de Alicia vio que había comprendido su intención—. Bien, hazlo. —Se volvió hacia Caleb, quien asintió—. ¿Preparado?

—Uno... dos...

—¡Tres!

Soltaron la escotilla. Peter saltó a la plataforma, y el dolor estalló en su tobillo cuando entró en contacto con el metal. Cojeó hacia el rifle y giró en redondo, con el cañón apuntado hacia la abertura. No había tiempo de apuntar, pero confió en que no tendría que hacerlo.

No fue necesario. El extremo del cañón atravesó la boca abierta del viral. El cañón lo perforó como una flecha, entre las filas de dientes lustrosos, y se apoyó contra la cresta ósea situada en lo alto de su garganta, y Peter lo miró a los ojos y pensó:

«Quédate quieto», y propinó un fuerte empujón al rifle antes de atravesar el cerebro de Zander Phillips.

21

Existía una gran diferencia entre el mundo tal como era ahora y el mundo del Tiempo de Antes, pensaba Michael Fisher, y no eran los virales. La diferencia residía en la electricidad.

Los virales constituían un problema, sin la menor duda, unos 42,5 millones de problemas, si los viejos documentos del cobertizo de Maquinaria Pesada, detrás del Faro, eran correctos. Toda la historia de las horas finales de la epidemia estaba a la disposición de Michael el Circuito.
CV1-CV13 Resumen nacional y regional de componentes de vigilancia selectos
, Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta (Georgia);
Protocolos de reasentamiento civil para centros urbanos, zonas 6-1
, Agencia Federal de Gestión de Emergencias, Washington, D.C.;
Eficacia de la protección postcontagio contra fiebre hemorrágica familiar CV en primates no humanos
, Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, Fort Detrick (Maryland). Y así sucesivamente, en la misma línea. Entendía algunos, y otros no, pero todos aportaban la misma información básica: una persona de cada diez. Una persona secuestrada por cada diez que morían. Por lo tanto, si se calculaba una población humana de quinientos millones de personas en el momento del brote (las poblaciones combinadas de Estados Unidos, Canadá y México), y se dejaba de lado, por el momento, lo que hubiera sucedido en el resto del mundo, del cual se sabía muy poco, e incluso dando por hecho la existencia de algún tipo de tasa de mortalidad entre los virales, digamos un modesto 15 por ciento, eso dejaba todavía 42,5 millones de hijos de puta sedientos de sangre dando saltitos entre el istmo de Panamá y el estrecho de Bering, engullendo todo cuanto llevara hemoglobina en las venas y una firma térmica de entre treinta y seis y treinta y ocho grados, es decir, el 99,96 por ciento del reino mamífero, desde las ratas de campo hasta los osos pardos.

Bien, de acuerdo. Eso era un problema.

Pero dadme corriente suficiente, pensó Michael, y podré mantener alejados a los virales eternamente.

El Tiempo de Antes. A veces temblaba sólo de pensar en ello, la gran corriente eléctrica artificial zumbante. Los millones de kilómetros de cable, los miles de millones de amperios de corriente. Las inmensas centrales nucleares que transformaban la energía embotellada del planeta en la eterna pregunta que era un solo amperio de corriente recorriendo una línea, mientras decía: «¿Sí? ¿Sí? ¿Sí?».

Y las máquinas. Las relucientes, prodigiosas, ronroneantes máquinas. No sólo ordenadores, blu-rays y PDA (tenían docenas de dichos aparatos, rapiñados a lo largo de los años cuando se desplazaban montaña abajo, guardados en el cobertizo), sino cosas sencillas, cosas cotidianas, como secadores de pelo, microondas y lámparas incandescentes. Todos instalados, enchufados, conectados a la red.

A veces era como si la corriente estuviera esperándolo allá fuera. Esperando a que Michael Fisher accionara el interruptor y volviera a conectarlo todo, la mismísima civilización humana.

Pasaba demasiado tiempo solo en el Faro. No se podía quejar. Sólo Elton y él, lo que casi siempre era como estar solo, en el sentido social de las cosas. En el sentido de vamos-a-hablar-del-tiempo y qué-hay-para-comer. Él no decía que no.

Michael sabía que había montones de corriente allá fuera. Generadores diésel del tamaño de ciudades enteras. Enormes plantas de gas natural licuado, repletas de gas y a la espera de ponerse en marcha. Kilómetros de paneles solares mirando sin parpadear el sol del desierto. Nucleares de bolsillo zumbando como armónicas atómicas, el calor de las varillas de control amontonándose durante décadas, hasta que un día todo el conjunto atravesara el suelo y estallara en una lluvia de vapor radiactivo, que en algún lugar del espacio, un satélite olvidado mucho tiempo atrás, alimentado por una diminuta pila nuclear, registraría como la agonía final de un hermano moribundo, antes de que también se apagara y cayera a la Tierra como una centella de luz que nadie vería.

Qué desperdicio. Y el tiempo se estaba agotando.

Herrumbre, corrosión, viento y lluvia. Los dientecitos de los ratones, las deyecciones acres de los insectos y las mandíbulas devoradoras de los años. La guerra de la naturaleza contra las máquinas, de las fuerzas caóticas del planeta contra las maquinaciones de la humanidad. La energía que los hombres habían extraído de la tierra volvía a ella de manera inexorable, absorbida como agua por un desagüe. Faltaba poco tiempo para que no quedara ni un solo poste de alta tensión en pie sobre la tierra, si no había sucedido ya.

La humanidad había construido un mundo que tardaría cien años en morir. En sólo un siglo las últimas luces se apagarían.

Lo peor era que él estaría presente cuando ello sucediera. Las baterías se estaban deteriorando. Se estaban deteriorando mucho. Lo veía suceder ante sus ojos, en la pantalla de su viejo tubo de rayos catódicos, curtido en cien batallas, con sus barras verdes zumbantes. ¿Cuál era la duración estimada de las pilas? ¿Treinta años? ¿Cincuenta? El que pudieran contener algún tipo de carga después de casi un siglo era un milagro. Podías mantener las turbinas girando indefinidamente en la brisa, pero, sin baterías que almacenaran y regularan la corriente, bastaría con una sola noche sin viento.

Reparar las baterías era imposible. Las baterías no estaban hechas para ser reparadas. Estaban hechas para ser sustituidas. Podías actualizar el diseño de todas las juntas que quisieras, limpiar la corrosión, y rehacer la instalación eléctrica de los controladores hasta que el rebaño volviera a casa. Todo ello era, básicamente, un trabajo inútil, porque las membranas estaban hechas polvo, y sus senderos de polímeros estropeados por moléculas de ácido sulfónico. Eso era lo que le decía el monitor con aquel levísimo hipido en el día a día. A menos que el ejército de Estados Unidos apareciera con un montón recién salido de la fábrica («¡Eh, chicos, lo sentimos, nos habíamos olvidado de vosotros!»), las luces se apagarían. Un año, dos a lo sumo. Y cuando eso sucediera, sería él, Michael el Circuito, quien tendría que levantarse y decir: «Escuchad todos, voy a daros una noticia muy desagradable. ¿La previsión para esta noche? Oscuridad, con chillidos por doquier. Ha sido divertido mantener las luces encendidas, pero ahora he de morir. Igual que todos vosotros. La única persona a quien se lo había dicho era Theo. No a Gabe Curtis, quien técnicamente era el jefe de Electricidad y Energía, pero que se había largado cuando enfermó, dejando que Michael y Elton se encargaran de todo. Ni a Sanjay, Old Chou o quien fuera. Ni siquiera a Sara, su hermana. ¿Por qué Michael había elegido a Theo? Eran amigos. Theo era jefe del Hogar. Sí, siempre había tenido un toque de melancolía (Michael lo reconocía en cuanto lo veía), y era muy duro decir a un hombre que él y todo el mundo estaban muertos a efectos prácticos. Tal vez Michael estaba pensando en el día en que tendría que explicar la situación, con la esperanza de que fuera Theo quien diera la noticia, o al menos lo apoyara. Incluso para Theo, que estaba mejor informado que la mayoría, las baterías eran más un elemento permanente de la naturaleza que algo artificial, gobernado por leyes físicas. Como el sol y el cielo y las paredes, las baterías existían, simplemente. Las baterías consumían la corriente de las turbinas y la escupían en forma de luces, y si algo iba mal, pues nada, Electricidad y Energía se encargaría de arreglarlo. «¿Verdad, Michael? —había dicho Theo—. Este problema de las baterías, ¿puedes solucionarlo?» Dale que dale con el mismo rollo durante un rato, hasta que Michael, exasperado, había suspirado, negado con un movimiento de cabeza y explicado la situación en cuatro palabras sencillas.

—Theo, no me estás escuchando. No estás escuchando lo que te estoy diciendo. Las-luces-se-apagarán.

Estaban sentados en el porche de la pequeña casa de un piso que Michael compartía con Sara (quien estaba ausente aquella tarde, ocupada con el ganado, tomando temperaturas en el Hospital, o visitando a tío Walt para comprobar que comía y se lavaba); en otras palabras, pensando en las musarañas, como siempre. La tarde ya estaba avanzada. La casa se alzaba al borde del prado de hierba corta donde habían sacado los caballos a pastar, aunque los días secos del verano se habían adelantado y el campo era del color de la corteza del pan, más claro en algunos puntos, formando puntos pelados que se cubrían de polvo cuando los atravesabas. Todo el mundo conocía el lugar como la casa Fisher.

—Se apagarán —repitió Theo—. Las luces.

Michael asintió.

—Se apagarán.

—Dos años, dices.

Michael estudió el rostro de Theo, y comprobó que asimilaba la información.

—Podría ser más, pero no lo creo. También podría ser menos.

—Y no puedes hacer nada para solucionarlo.

—Nadie puede.

Theo exhaló un suspiro, como si le hubieran dado un puñetazo.

—Vale, lo he pillado. —Meneó la cabeza—. Vamos, lo he pillado. ¿A quién más se lo has dicho?

—A nadie. —Michael se encogió de hombros—. Tú eres el primero.

Theo se levantó y caminó hasta el borde del porche. Durante un momento, ninguno de los dos habló.

—Tendremos que trasladarnos —dijo Michael—. O encontrar otra fuente de energía.

Theo estaba mirando hacia el campo.

—¿Y cómo sugieres que lo hagamos?

—Yo no sugiero nada. Sólo estoy constatando un hecho. Cuando las baterías bajen por debajo del veinte por ciento...

—Lo sé, lo sé, se acabarán las luces —dijo Theo—. Lo has dejado muy claro.

—¿Qué deberíamos hacer?

Theo lanzó una carcajada desesperada.

—¿Y yo qué coño sé?

—O sea, ¿deberíamos decírselo a la gente? —Michael hizo una pausa, mientras examinaba la cara de su amigo—. Para que pueda prepararse.

Theo pensó un momento. Después, sacudió la cabeza.

Y eso fue todo. No volvieron a hablar del tema. ¿Cuándo había sido? Hacía más de un año, aproximadamente cuando se casaron Maus y Galen, la primera boda en muchísimo tiempo. Resultó extraño, todo el mundo estaba tan feliz, y Michael sabiendo aquella información. La gente estaba sorprendida de que el consorte de Mausami fuera Galen, en lugar de Theo. Sólo Michael conocía el motivo, o al menos lo adivinaba. Había visto la mirada de Theo aquella tarde en el porche. Había perdido algo, y a Michael no le parecía que pudiera recuperarlo.

Sólo cabía esperar. Esperar, y escuchar.

Porque la cuestión era la siguiente: la radio estaba prohibida. El problema, tal como lo entendía Michael, se reducía a demasiada gente. Era la radio lo que había conducido a los Caminantes a la Colonia en los primeros días, algo que los Constructores no habían planificado, puesto que la Colonia no debía durar tanto tiempo como había durado. Por lo tanto, en el año 17 (hacía ya setenta y cinco) se había tomado la decisión de que había que destruir la radio, bajar la antena de la montaña, destruir sus partes a martillazos y dispersarlas en el vertedero.

En su momento, tal vez había sido lógico. Michael comprendía por qué fue posible. El ejército sabía dónde encontrarlos, y quedaba poca comida y combustible, un espacio limitado bajo las luces. Pero ahora no. No, teniendo en cuenta el estado de las baterías, que las luces iban a apagarse. Negrura, chillidos, muerte, etcétera.

Poco después de la conversación de Michael con Theo, pocos días después, creía recordar, se topó con el viejo diario. «Se topó» no era la expresión correcta, a tenor de lo que sucedió después. Era la hora silenciosa que precede al amanecer. Michael había estado sentado ante el panel del Faro como siempre, cuidando de los monitores y leyendo el ejemplar de Profesora de
Cómo llamar al bebé
(hasta ese punto estaba desesperado por leer algo nuevo; acababa de llegar a la I), cuando, por algún motivo desconocido, ya fuera por nerviosismo, aburrimiento o el inquietante pensamiento de que, si los vientos hubieran soplado de forma algo diferente, sus padres tal vez lo habrían llamado Ichabod (¡Ichabod el Circuito!), la vista se le fue al estante que había encima de su tubo de rayos catódicos, y allí estaba. Un cuaderno, con un delgado lomo negro. Plantado entre los chismes habituales, encajado entre un carrete de hilo de soldadura y una pila de CD de Elton (
Billie Holiday Sings the Blues
,
Sticky Fingers
, de los Rolling Stones,
Superstars 1 Party Dance Hits
, de un grupo llamado Yo Mama, que para Michael sonaba como si un grupo de gente se estuviera gritándose mutuamente, aunque para empezar no entendía nada de música). Michael debía haberlo mirado miles de veces, pero no recordaba haberlo visto antes. Eso era curioso, la idea le hizo pensar. Un libro, algo que no había leído (lo había leído todo). Se levantó y lo sacó de su sitio, y cuando abrió el cuaderno, lo primero que vio, escrito con letra clara, de ingeniero, fue un nombre que le resultaba familiar: Rex Fisher. El bisabuelo (¿tatarabuelo?) de Michael. Rex Fisher, ingeniero jefe de Electricidad y Energía, Primera Colonia, República de California. ¿Qué coño era aquello? ¿Cómo no lo había visto antes? Pasó las páginas, arrugadas debido a la humedad y al tiempo. Su mente sólo tardó un momento en analizar la información, descomponerla y reensamblarla en un todo coherente, que le reveló qué era aquel delgado volumen lleno de tinta. Columnas de números, con fechas escritas al viejo estilo, seguidas de la hora y otro número que, dedujo Michael, era la frecuencia de transmisión, y después, en los espacios de la derecha, breves anotaciones, apenas unas pocas palabras, pero muy sugerentes, historias completas contenidas en ellas: «Señal de socorro automática», «Cinco supervivientes», «¿Militares?» o «Tres en ruta desde Prescott, en Arizona». También había nombres de otros lugares: Ogden, en Utah. Kerrville, en Texas. Las Cruces, en Nuevo México. Ashland, en Oregón. Cientos de dichas anotaciones, que llenaban página tras página, hasta que se interrumpían. La anotación final decía, sin más: «Cesan todas las transmisiones por orden del Hogar».

BOOK: El pasaje
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