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Authors: Justin Cronin

El pasaje (64 page)

BOOK: El pasaje
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Había llevado a Peter al tejado para esperar a Caleb Jones.

25

Michael Fisher, ingeniero jefe de Electricidad y Energía, estaba sentado en el Faro, escuchando a un fantasma.

Así la llamaba Michael, la señal fantasma. Se elevaba de la neblina de ruido en lo alto del espectro auditivo, donde nada, por lo que él sabía, debería existir. Un fragmento de un fragmento, oído y no oído. El manual del radiotelegrafista que había encontrado en el cobertizo de almacenamiento designaba la frecuencia como sin asignar.

—Yo te lo podría haber dicho —comentó Elton.

La habían captado el tercer día después de que el grupo regresara. Michael todavía no podía creer que Theo hubiera muerto. Alicia le había asegurado que no era culpa de él, que la placa madre no tenía nada que ver con la muerte de Theo, pero Michael se sentía implicado de todos modos, parte de una cadena de acontecimientos que había conducido a la muerte de su amigo. Y la placa madre... Lo peor de todo era que casi se había olvidado de ella. Ni siquiera la necesitaba. El día después de que el grupo de reemplazo partiera de la central eléctrica, Michael había desmontado con éxito una vieja batería de control de flujo y recuperado las piezas que necesitaba. No era una Pion, pero contaba con suficiente potencia de procesamiento extra para detectar cualquier señal en el límite del espectro.

Y aunque no hubiera podido hacerlo, ¿de qué servía otro procesador más? No justificaba la muerte de Theo.

Pero esa señal... 1.432 megahercios. Tenue como un susurro, pero estaba diciendo algo. Lo atormentaba, pues su significado siempre parecía escapársele cuando lo contemplaba. Era digital, una sucesión repetida, iba y venía misteriosamente, o al menos eso parecía, hasta que se dio cuenta (bien, Elton se había dado cuenta) de que llegaba cada noventa minutos, después de lo cual transmitía durante 242 segundos exactos, y después enmudecía de nuevo.

Tendría que haberse dado cuenta sin ayuda. No tenía excusa.

Y estaba aumentando de intensidad. Hora tras hora, a cada ciclo, pero más de noche. Era como si la maldita señal estuviera ascendiendo la montaña. Había dejado de buscar otras. Se sentaba ante el panel y contaba los minutos, a la espera de que la señal volviera.

No era algo natural, con esos ciclos de noventa minutos. No era un satélite. No era nada del acumulador. No era muchas cosas. Michael no sabía qué era.

El estado de ánimo de Elton también se había alterado. Aquel Elton animoso pese a su ceguera al que Michael se había acostumbrado después de tantos años en el Faro, se había esfumado. En su lugar estaba sentado un viejo gruñón casposo que apenas decía hola. Se ceñía los auriculares a la cabeza, escuchaba la señal cuando llegaba, se humedecía los labios, sacudía la cabeza y decía una o dos cosas sobre la necesidad de dormir más. Apenas se le podía molestar para que encendiera las luces cuando sonaba el segundo toque. Michael habría podido acumular suficiente gas para enviarles a la luna, y tenía la sensación de que Elton no habría dicho ni una palabra al respecto.

Tampoco le habría ido mal un baño. Coño, a los dos.

¿A qué se debía? ¿A la muerte de Theo? Desde el regreso del grupo de reemplazo, un silencio angustiado se había apoderado de toda la Colonia. Nadie entendía lo de Zander. Dejar aislado a Caleb en lo alto de la torre... Sanjay y los demás habían intentado mantenerlo en secreto, pero las habladurías se propagaron con celeridad. La gente decía que siempre habían notado algo raro en el hombre, pero todos aquellos meses en la montaña habían afectado a su cerebro. Desde la muerte de su mujer y su hijo no había levantado cabeza.

Y además estaba el asunto de Sanjay. Michael no sabía qué debía deducir. Hacía dos noches, estaba sentado ante el panel cuando la puerta se abrió de repente y apareció Sanjay, con los ojos abiertos de par en par como diciendo «¡Ajá! Ya está», pensó Michael, con los auriculares todavía pegados a la cabeza (su crimen no habría podido ser más evidente), era hombre muerto. Sanjay había descubierto lo de la radio. Lo iban a echar a patadas.

Pero entonces ocurrió algo curioso. Sanjay no dijo nada. Se quedó parado en el umbral, mirando a Michael, y a medida que transcurrían los segundos en silencio, Michael se dio cuenta de que la expresión del hombre no era la que había sospechado al principio, no se trataba de la santa indignación por los delitos que había descubierto con nocturnidad y alevosía, sino un estupor casi animal, un asombro por nada. Sanjay iba vestido con ropa de cama. Iba descalzo. Sanjay no sabía dónde estaba: era sonámbulo. Montones de personas lo eran, había momentos en que daba la impresión de que la mitad de la Colonia estaba dando vueltas sin ton ni son. Tenía algo que ver con las luces, con el hecho de que nunca estaba oscuro del todo y era imposible relajarse. A Michael le había sucedido en una o dos ocasiones, y una vez se despertó en la cocina, aplicándose en la cara miel de un bote. Pero ¿Sanjay? ¿Sanjay Patal, jefe del Hogar? No daba el tipo.

La mente de Michael estaba funcionando a toda velocidad. El truco consistiría en sacar a Sanjay del Faro sin despertarle. Michael estaba tramando diversas estrategias (ojalá tuviera miel para ofrecerle), cuando Sanjay frunció el ceño de repente, ladeó la cabeza como si estuviera asimilando algún sonido lejano y pasó frente a él arrastrando los pies.

—¿Sanjay? ¿Qué estás haciendo?

El hombre se había parado ante la caja de fusibles. Su mano derecha, caída a un costado, se agitó como presa de un tic.

—No... sé.

—¿No deberías estar en otro sitio, tal vez? —aventuró Michael.

Sanjay no dijo nada. Levantó la mano y la subió hasta su cara, le dio vueltas poco a poco mientras la contemplaba con el mismo estupor bovino, como si fuera incapaz de decidir a quién pertenecía.

—¿Bab... cock?

Más pasos en el exterior y, de pronto, Gloria entró en la habitación. También iba vestida con ropa de cama. Su pelo largo, que llevaba ceñido de día, le caía hasta la mitad de la espalda. Parecía falta de aliento, y no cabía duda de que había venido corriendo desde su casa siguiéndole. Hizo caso omiso de Michael, quien ahora se sentía menos atemorizado que avergonzado, como testigo accidental de un drama matrimonial, y se plantó al lado de su marido, a quien aferró con firmeza por el codo.

—Ven a la cama, Sanjay.

—Ésta es mi mano, ¿verdad?

—Sí —replicó ella impaciente—, es tu mano. —Sin soltar el codo de su marido, miró a Michael y pronunció sin hablar la palabra «sonámbulo».

—Es mía, definitivamente mía.

Ella exhaló un suspiro.

—Vamos, Sanjay. Ya está bien.

Un destello de conciencia iluminó su cara. Paseó la mirada alrededor de la habitación, y sus ojos se posaron en Michael.

—Michael. Hola.

Los auriculares estaban escondidos debajo de la mesa.

—Hola, Sanjay.

—Parece que... he salido a dar un paseo.

Michael reprimió una carcajada. ¿Qué estaba haciendo Sanjay plantado delante de la caja de los fusibles?

—Gloria ha sido tan amable de venir a buscarme para acompañarme a casa. Así que me iré con ella.

—De acuerdo.

—Gracias, Michael. Siento haber interrumpido tu importante trabajo.

—Ningún problema.

Y con eso, Gloria Patal sacó a su marido de la habitación, de vuelta a la cama para concluir lo que el hombre hubiera empezado en su mente inquieta y plagada de sueños.

Bien, ¿qué cabía deducir? Cuando Michael se lo contó a Elton a la mañana siguiente, el hombre se limitó a contestar:

—Supongo que le está afectando como al resto de nosotros.

Y cuando Michael preguntó a qué se refería, Elton no dijo nada, como si careciera de respuesta.

Le daba demasiadas vueltas a las cosas. Sara tenía razón: pasaba demasiado tiempo con la cabeza metida en el agujero de la preocupación. La señal llegaba entre ciclos. Tendría que esperar otros cuarenta minutos para volver a escucharla. Sin otra cosa en qué ocupar su mente, buscó en la pantalla los controladores de baterías, con la esperanza de recibir buenas noticias, pero sin encontrarlas. Eran las 22:15, un viento fuerte soplaba todo el día a través del paso, y las pilas estaban por debajo del 50 por ciento.

Dejó a Elton en la cabaña y fue a dar una vuelta para despejarse. La señal marcaba 1.432 megahercios. Significaba algo, pero ¿el qué? Antes que nada, lo evidente, o sea, que las cifras comprendían los cuatro primeros números enteros en una pauta que se repetía: 14321432143214321432, y así sucesivamente, el uno cerraba la secuencia, que se reiniciaba con el 4. Resultaba interesante, aunque tal vez se tratara de una casualidad. Pero eso mismo sucedía con todo lo relacionado con la señal fantasma: parecía que nada era una casualidad.

Llegó al Solárium, que solía estar lleno de gente, ya avanzada la noche. Parpadeó debido a la luz que se reflejaba. Una solitaria figura estaba sentada en la base de la Lápida, y su cabello oscuro caía sobre sus brazos enlazados, que apoyaba sobre las rodillas. Mausami.

Michael carraspeó para avisarla de su llegada. Pero cuando se acercó, ella lo miró con una curiosidad pasajera. Su significado era diáfano: estaba sola y así quería continuar. Pero Michael había pasado horas en la cabaña (Elton apenas contaba), persiguiendo fantasmas en la oscuridad, y estaba dispuesto a afrontar un leve rechazo a cambio de unos mendrugos de compañía.

—Hola. —Se paró ante ella—. ¿Te importa que me siente?

Ella levantó la cara. Vio que sus mejillas estaban surcadas de lágrimas.

—Lo siento —dijo Michael, avergonzado—. Ya me voy.

Pero ella negó con la cabeza.

—No pasa nada. Siéntate, si quieres.

Era un poco violento, porque el único sitio donde podía sentarse era a su lado, con los hombros casi en contacto, la espalda apoyada en la Lápida como ella. Empezaba a pensar que no había sido una gran idea, sobre todo cuando el silencio se prolongó. Comprendió que, al quedarse, había aceptado de manera tácita preguntar qué le pasaba, incluso tratar de encontrar las palabras pertinentes que le ofrecieran cierto consuelo. Sabía que las mujeres podían tener depresiones durante el embarazo, aparte de que ya eran de por sí depresivas, y su conducta podía alterarse en cualquier momento. Casi siempre se entendía con Sara, pero sólo porque era su hermana y estaba acostumbrado a su forma de ser.

—Me he enterado de la noticia. Felicidades, supongo.

Ella se secó los ojos con las yemas de los dedos. Tenía mocos en la nariz, pero Michael no tenía pañuelo que ofrecerle.

—Gracias.

—¿Galen sabe que has salido?

Ella lanzó una carcajada lúgubre.

Lo cual le llevó a pensar que no estaba deprimida. Había ido a ver la Lápida debido a Theo. Las lágrimas derramadas eran por él.

—Yo sólo... —Pero no pudo encontrar las palabras—. No sé. —Se encogió de hombros—. Lo siento. Yo también era amigo suyo.

Entonces, ella hizo algo que le sorprendió. Mausami apoyó la mano sobre la de él y enlazó los dedos de ambos sobre la rodilla de Michael.

—Gracias, Michael. La gente no reconoce tus méritos. Has dicho justo lo que debías.

Continuaron sentados un rato sin hablar. Mausami no retiró la mano, sino que la dejó donde estaba. Era extraño. Hasta aquel momento, Michael no había sido consciente de la ausencia de Theo. Se sentía triste, pero también otra cosa. Se sentía solo. Quiso añadir algo, verbalizar aquel sentimiento, pero antes de que pudiera hacerlo, aparecieron otras dos figuras en el otro extremo de la plaza. Se dirigieron hacia ellos. Galen y, detrás de él, Sanjay.

—Escucha —dijo Mausami—, te aconsejo que no te dejes influir por las chorradas de Lish. Es su forma de hacer las cosas. Ya se convencerá.

¿Lish? ¿Por qué estaba hablando de Lish? Pero ya no tuvo tiempo para meditar sobre el tema. Galen y Sanjay se plantaron frente a ellos. Galen sudaba y respiraba con dificultad, como si hubiera estado corriendo por las murallas. En cuanto a Sanjay, el sonámbulo ofuscado de dos noches antes se había esfumado. Delante de él tenía una figura paterna que proyectaba indignación en estado puro.

—¿Qué estás haciendo? —Galen tenía los ojos entornados a causa de la furia, como si intentara enfocar bien a su mujer—. No debes salir del Asilo, Maus. Bajo ningún concepto.

—Estoy bien, Gale. —Se despidió de él con un ademán—. Vete a casa.

Sanjay avanzó unos pasos, una presencia imperiosa bañada por los focos. Su piel parecía rebosar decepción paterna. Miró a Michael una vez, y desechó su presencia con un fruncimiento de ceño, borrando con aquel gesto cualquier esperanza de Michael de que recordara los peculiares acontecimientos de la otra noche.

—Mausami, he sido paciente contigo, pero hasta aquí hemos llegado. No comprendo por qué tienes que dar tantos problemas con esto. Ya sabes dónde se supone que deberías estar.

—Estoy aquí, con Michael. Si a alguien no le gusta, que hable con él.

Michael sintió que se le revolvía el estómago.

—Escucha...

—Mantente al margen de esto, Circuito —replicó Galen—. Y por cierto, ¿qué crees que estás haciendo aquí con mi mujer?

—¿Qué estoy haciendo?

—Sí. ¿Ha sido idea tuya?

—Por el amor de Dios, Galen —suspiró Mausami—. ¿Sabes lo que pareces? No fue idea de Michael.

Michael fue consciente de que todo el mundo lo estaba mirando. Haber caído en mitad de esta escena, cuando lo único que deseaba era un poco de compañía y aire puro, se le antojaba una jugarreta cruel del destino. La expresión de Galen reflejaba humillación. Michael pensó en si el hombre sería capaz de hacerle algún daño. Su actitud transmitía cierta ineficacia, pues siempre parecía que no prestaba suficiente atención a lo que sucedía a su alrededor, pero Michael no se llamaba a engaño: Galen pesaba doce kilos más que él. Para colmo, y más en concreto, Galen creía que, en aquel momento, estaba defendiendo su honor, más o menos. Los conocimientos de Michael sobre la lucha masculina se limitaban a unas cuantas escaramuzas infantiles en el Asilo por cosas sin importancia, pero había intercambiado suficientes puñetazos para saber que era útil poner el corazón en ello. Y no era el caso. Si Galen le lanzaba un puñetazo, todo terminaría enseguida.

—Escucha, Galen —empezó de nuevo—, sólo estaba dando un paseo...

Pero Mausami no lo dejó terminar.

—Tranquilo, Michael. Él ya lo sabe.

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