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Authors: Justin Cronin

El pasaje (30 page)

BOOK: El pasaje
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Entonces la vio. Allí estaba. Una chica. Estaba sola y recorría el sendero entre los edificios del instituto. Había un dormitorio donde los estudiantes reían, una biblioteca de pasillos silenciosos, con los ventanales cubiertos de escarcha, un despacho vacío que una mujer estaba limpiando, mientras escuchaba música de Motown en los auriculares, inclinada para enjuagar la fregona en el cubo. Lo sabía todo, oía las risas, el sonido de quienes estudiaban en silencio y contaban los libros de las estanterías, oía la letra de la canción que canturreaba la mujer del cubo:
«Whenever you’re near... Uh-uh... I hear a symphony»
, y la chica, delante de él, una figura solitaria en el camino, llena de vida. Caminaba hacia él, la cabeza inclinada para protegerla del viento, los hombros alzados en una curva delicada bajo la pesada chaqueta, para decirle que sostenía algo en los brazos. Era la chica, que volvía apresurada a casa. Tan sola. Se había quedado hasta tarde, estudiando las palabras del libro que apretaba contra el pecho, y ahora tenía miedo. Grey sabía que debía decirle algo, antes de que se le escapara. «Te gusta esto, es eso lo que te gusta, yo te enseñaré.» Se estaba alzando, y se estaba hundiendo, a punto de caer sobre ella...

«Ámala, Grey. Tómala.»

Se sintió mal. Osciló hacia adelante en la silla y en un solo espasmo liberó el contenido de su estómago sobre el suelo: la sopa y la ensalada, la remolacha en vinagre, el puré y el jamón. Con la cabeza entre las rodillas, una larga ristra de baba colgaba de sus labios.

¿Qué demonios? Ay, Dios.

Se enderezó. Su mente empezó a despejarse. Nivel 4. Estaba en el nivel 4. Había pasado algo, pero no recordaba el qué. Había tenido un sueño espantoso, relacionado con huir. Estaba comiendo algo en el sueño; todavía conservaba el sabor en la boca. Un sabor parecido al de la sangre. Se preguntó si se habría mordido la lengua. Y después había vomitado sin más.

Vomitar, pensó, y notó que su estómago se encogía: eso era muy malo. Muy, muy malo. Sabía lo que debía vigilar. Vómitos, fiebre y convulsiones. Incluso un estornudo fuerte surgido de la nada. Los letreros estaban por todas partes, no sólo en el Chalé, sino en los barracones, el comedor, incluso en los váteres. «Si advierten cualquiera de los síntomas reseñados a continuación, informen de inmediato al oficial de servicio...»

Pensó en Richards. Richards, con su luz danzarina, y los llamados Jack y Sam.

Oh, mierda. Oh, mierda, mierda, oh, mierda.

Tenía que proceder con celeridad. Nadie podía descubrir aquel gran charco de vómito en el suelo. Se obligó a calmarse. Tranquilo, Grey, tranquilo. Consultó su reloj: eran las 2:31 de la madrugada. No iba a esperar tres horas y media más. Se levantó, rodeó la inmundicia y abrió la puerta con sigilo. Echó una rápida ojeada al pasillo: no había ni un alma a la vista. Velocidad, ésa era la cuestión: acabar deprisa y salir cagando leches. Daban igual las cámaras. Paulson debía de tener razón. ¿Cómo era posible que alguien las estuviera mirando día y noche sin parar? En el armario de la limpieza encontró un mocho, empezó a llenar un cubo en el fregadero y le echó lejía. Si alguien le veía, diría que había derramado algo, un Dr. Pepper o una taza de café, cosa que en teoría estaba prohibida, aunque la gente lo hacía. Había derramado Dr. Pepper. No podía lamentarlo más. Eso diría.

Tampoco era que estuviera enfermo, de eso estaba seguro, a pesar de los síntomas. Estaba sudado debajo de la camisa, pero sólo era el pánico. Mientras veía llenarse el cubo y lo levantaba, con aquel fuerte olor a cloro que subía del fregadero, su cuerpo se lo estaba comunicando con certeza. Algo le había hecho vomitar, algo del sueño. La sensación perduraba en su boca, no sólo el sabor (un dulzor en exceso pegajoso, tibio, que parecía permear su lengua, garganta y dientes), sino la sensación de carne blanda disolviéndose bajo sus mandíbulas, repleta de zumo. Como si hubiera dado un mordisco a una pieza de fruta podrida.

Arrancó unos cuantos metros de papel higiénico del dispensador, cogió una bolsa protectora y guantes del armario, y lo llevó todo a la habitación. El charco de vómito era demasiado grande como para fregarlo, de modo que se puso de rodillas e hizo lo posible por absorberlo con las toallas, procurando reunir los fragmentos más grandes para recogerlos con los dedos. Lo tiró todo en la bolsa y la cerró con fuerza, y después empapó el suelo de agua y lejía, trabajando en círculos. Tenía pedazos de algo pegados a las zapatillas, y también los desprendió. El sabor de su boca era diferente ahora, como algo echado a perder, y le llevó a pensar en
Osopardo
, cuyo aliento era así a veces. Era su único defecto, como aquella vez que regresó al remolque apestando a vete a saber qué animal aplastado en la carretera y clavó la cara en la de Grey, sonriente como un perro y enseñando las muelas. Grey no se lo tuvo en cuenta, porque
Osopardo
no era más que un perro, aunque no le gustara el olor, y menos sobre su boca como ahora.

Se cambió a toda prisa en los vestuarios, tiró el pijama al cubo de la ropa sucia, y subió en el ascensor al nivel 3. Davis estaba en su sitio, reclinado en la silla con los pies sobre la mesa, leyendo una revista, mientras seguía con las botas el ritmo de una canción que sonaba en los pequeños auriculares que tenía metidos en los oídos.

—No sé por qué sigo mirando estas cosas —gritó Davis por encima de la música—. ¿De qué sirve? Nunca saldré de esta bola de hielo.

Davis bajó los pies al suelo y levantó la portada para que Grey la viera: dos mujeres desnudas abrazadas, con la boca abierta y los extremos de sus lenguas tocándose. La revista se llamaba
Hoteez
. Sus lenguas se le antojaron pedazos de músculo a Grey, algo que pondrías en hielo dentro de un contenedor de una tienda de comida para llevar. La escena consiguió que una nueva oleada de náuseas recorriera su cuerpo.

—Ah, tranquilo —dijo Davis cuando vio la expresión de Grey. Se quitó los auriculares—. Ya sé que no os gustan estas cosas. Lo siento. —Davis se inclinó hacia adelante y arrugó la nariz—. Apestas, tío. ¿Qué es eso?

—Creo que he comido algo en mal estado —dijo con cautela Grey—. Necesito tumbarme un rato.

Davis se encogió, alarmado. Se apartó del escritorio para alejarse de Grey.

—No digas eso, joder.

—Juro que no hay nada más.

—Hostia puta, Grey. —El soldado tenía los ojos desorbitados a causa del pánico—. ¿Qué intentas hacerme? ¿Tienes fiebre o algo?

—Lo vomité todo, nada más. Tal vez me pasé comiendo. Necesito tumbarme un rato.

Davis tardó un momento en pensar, mientras miraba a Grey con nerviosismo.

—Está bien. Os he visto comer, Grey. A todos vosotros. No deberíais poneros tan hasta el culo. Y vuestro aspecto da pena, perdona que te lo diga. No te ofendas, pero estáis hechos una mierda. Creo que debería denunciarte.

Grey sabía que tendrían que aislar el nivel. Eso significaba que Davis también se quedaría aislado. En cuanto a él, ignoraba qué sucedería. No quería pensar en eso. Pero le estaba pasando algo. Había tenido pesadillas antes, pero nada le había hecho vomitar.

—¿Estás seguro? —insistió Davis—. O sea, ¿me lo dirías si te encontraras realmente mal?

Grey asintió. Una gota de sudor resbaló sobre su torso.

—Joder, tío, vaya mierda de día. —Davis lanzó un suspiro de resignación—. De acuerdo, espera. —Tiró a Grey la llave del ascensor y soltó el comunicador de su cinturón—. No dirás que nunca hice nada por ti, ¿verdad? —Habló en el auricular—. ¿Eres el centinela del nivel 3? Necesitamos un barrendero de relevo...

Pero Grey no se había quedado a escuchar. Ya se había ido en el ascensor.

11

En algún lugar situado al oeste de Randall, en Oklahoma, unos kilómetros al sur de la frontera de Kansas, Wolgast decidió entregarse.

Estaban aparcados dentro de un túnel de lavado de coches, frente a una carretera rural cuyo número había olvidado hacía un buen rato. Casi había amanecido. Amy dormía como un tronco, acurrucada como un cachorro en el asiento trasero del Tahoe. Llevaba tres horas conduciendo sin cesar a toda leche, con Doyle siguiendo una ruta que había bajado del GPS, una hilera de luces destellando en la distancia a su espalda, que a veces desaparecía cuando doblaban una curva, pero siempre volvía a materializarse, siguiendo su rastro. Eran poco más de las dos de la mañana cuando Wolgast había visto el túnel de lavado. Se arriesgó y entró. Se quedaron sentados en la oscuridad y escucharon el ruido de las patrulleras cuando pasaron de largo.

—¿Cuánto tiempo crees que deberíamos esperar? —preguntó Doyle. Toda su chulería se había evaporado.

—Un rato —contestó Wolgast—. Vamos a dejar que se alejen de nosotros un poco.

—Eso les dará tiempo para disponer controles de carretera en la frontera del estado. O dar media vuelta cuando se den cuenta de que nos han perdido.

—Si tienes una idea mejor, me gustaría que la compartieras conmigo —dijo Wolgast.

Doyle pensó un momento. Los grandes cepillos de fregar que colgaban sobre el parabrisas conseguían que el espacio del interior del coche pareciera más estrecho.

—Pues no, la verdad.

Siguieron sentados. Wolgast suponía que, en cualquier momento, una lluvia de luces bañaría el coche, y oiría la voz de un policía estatal ordenando con el altavoz que salieran con las manos en alto. Pero eso no ocurrió. Tenían señal, pero era analógica y no estaba codificada, de modo que no podían decir a nadie dónde estaban.

—Escucha —dijo Doyle—, siento lo ocurrido antes.

Wolgast estaba demasiado cansado para entablar conversación. Tenía la sensación de que habían transcurrido varios días desde la feria.

—Olvídalo.

—El asunto es que me gustaba mi trabajo. La Agencia y toda la pesca. Es lo que siempre quise hacer. —Doyle respiró hondo y tocó una gota de condensación en la ventanilla del pasajero—. ¿Qué crees que pasará?

—No lo sé.

Doyle frunció el ceño.

—Sí que lo sabes. Ese tipo, Richards. Tenías razón sobre él.

Las ventanas del túnel de lavado habían empezado a palidecer. Wolgast consultó su reloj. Eran casi las seis. Habían esperado lo máximo posible. Giró la llave del Tahoe y salió del túnel de lavado dando marcha atrás.

Amy despertó entonces. Se sentó y se frotó los ojos, y luego paseó la vista a su alrededor.

—Tengo hambre —anunció.

Wolgast se volvió hacia Doyle.

—¿Qué hacemos?

Doyle dudó. Wolgast vio que la idea cobraba forma en su mente. Sabía lo que Wolgast estaba diciendo en realidad: «Se acabó».

—¿Por qué no?

Wolgast dio la vuelta al Tahoe y volvieron sobre sus pasos, hacia la ciudad de Randall. La calle mayor no era gran cosa, no superaba las seis manzanas de longitud. Un aire de abandono flotaba sobre la calle. Casi todas las ventanas estaban cubiertas con papel o manchadas de jabón. Era probable que hubiera un Wal-Mart cerca, pensó Wolgast, u otros grandes almacenes por el estilo, de esos que borraban del mapa pequeñas ciudades como Randall. Al final de la manzana, un cuadrado de luz bañaba la acera. Media docena de camionetas estaban aparcadas junto al bordillo.

—Desayuno —anunció.

El restaurante consistía en una única y estrecha sala, con un techo inclinado, manchado por años de humo de cigarrillos y grasa suspendida en el aire. A un lado había una barra larga, ante una hilera de reservados acolchados de respaldo alto. El aire olía a café requemado y mantequilla frita. Había algunos hombres en pantalones vaqueros y camisas de trabajo, sentados a la barra, con sus anchas espaldas encorvadas sobre platos de huevos y tazas de café. Los tres ocuparon un reservado del fondo. La camarera, una mujer de edad madura, de cintura prominente y ojos de color gris claro, les llevó café y cartas.

—¿Qué les apetece, caballeros?

Doyle dijo que no tenía hambre y que se conformaba con café. Wolgast miró a la mujer, que llevaba una etiqueta con el nombre: Luanne.

—¿Qué tenéis de bueno, Luanne?

—Todo es bueno cuando hay hambre. —Sonrió sin comprometerse—. La sémola no está mal.

Wolgast asintió y le devolvió la carta.

—Suena bien.

La mujer miró a Amy.

—¿Y para la pequeña? ¿Qué quieres, cariño?

Amy levantó los ojos de la carta.

—¿Crepes?

—Y un vaso de leche —añadió Wolgast.

—Enseguida llegan —dijo la mujer—. Te gustarán, cariño. El cocinero las hace de una manera especial.

Amy había entrado con la mochila en el restaurante. Wolgast la acompañó al lavabo de señoras para que se lavara.

—¿Necesitas que entre contigo?

Amy negó con un movimiento de cabeza.

—Lávate la cara y los dientes —dijo—. Y péinate.

—¿Aún vamos a ver al médico?

—No creo. Ya veremos.

Wolgast volvió a la mesa.

—Escucha —dijo en voz baja a Doyle—, no quiero ir a parar a un control de carreteras. Algo podría salir mal.

Doyle asintió. El significado era meridiano. Con tantas armas, podía suceder cualquier cosa. A la que se descuidaran, el Tahoe estaría acribillado a balazos y todo el mundo muerto.

—¿Y la oficina del distrito de Wichita?

—Demasiado lejos. Creo que no podríamos llegar. En este momento, creo que nadie dirá que nos conoce. Nos hemos saltado todas las normas.

Doyle contempló su taza de café. Tenía el rostro desencajado, derrotado, y Wolgast sintió pena por él. No se había alistado para esto.

—Es una cría estupenda —dijo Doyle. Suspiró con fuerza por la nariz—. Joder.

—Creo que nos irá mejor con los nativos. Tú decides lo que quieres hacer. Te daré las llaves, si te parece. Voy a contarles todo lo que sé. Me parece que es lo mejor que podemos hacer.

—Sobre todo para ella.

Doyle no lo dijo en tono acusador. Tan sólo estaba afirmando un hecho.

—Sí. Sobre todo para ella.

Su comida llegó justo cuando Amy regresaba del baño. El cocinero había hecho las crepes como si fueran una cara de payaso, con ojos y boca de crema batida de tubo y arándanos. Amy vertió almíbar sobre todo y atacó el desayuno, entre enormes sorbos de leche. Era estupendo verla comer.

Wolgast abandonó la mesa cuando terminaron y volvió al pequeño vestíbulo de los lavabos. No quería utilizar su PDA, y en cualquier caso estaba en el Tahoe. Había visto un teléfono de pago, una reliquia. Marcó el número de Lila en Denver, pero el teléfono sonó y sonó, y cuando se disparó el buzón de voz no supo qué decir y colgó. De todos modos, si David oía el mensaje, lo borraría.

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