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Authors: Justin Cronin

El pasaje (85 page)

BOOK: El pasaje
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Alicia cerró la escotilla detrás de él y giró la rueda. Después, se arrodilló para cubrirla con matojos.

—Nos perseguirán —dijo Peter en voz baja, acuclillado a su lado—. Irán montados a caballo. No podremos ir más deprisa que ellos.

—Lo sé. —Su expresión era resuelta—. La cuestión es quién llega primero a los fusiles.

Alicia se levantó, dio media vuelta y empezó a descender la montaña.

VII
Las tierras oscuras
42

Llegaron al pie de la montaña antes de mediodía. El sendero zigzagueante que descendía por la cara este de la montaña era demasiado empinado para los caballos. En algunos puntos, a cien metros por encima de la central eléctrica, el sendero dejaba de existir. Daba la impresión de que una parte de la montaña se había desintegrado. Había un montón de escombros abajo. Se encontraban sobre un estrecho cañón, y un muro de roca situado hacia el norte ocultaba la central. Soplaba un viento cálido y seco. Volvieron a subir en busca de otra ruta, mientras transcurrían los minutos. Por fin, encontraron un camino de bajada (sin darse cuenta se habían desviado del sendero) y llevaron a cabo el descenso final.

Se acercaron a la central desde atrás. No detectaron la menor señal de movimientos dentro del recinto cercado por la valla.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Alicia.

Peter se detuvo a escuchar.

—Yo no he oído nada.

—Porque la verja está desconectada.

La puerta estaba abierta. Entonces vieron un bulto oscuro en el suelo, debajo del toldo de la caballeriza. Cuando se acercaron más, dio la impresión de que el bulto se desintegraba y transformaba en una nube remolineante.

Era una mula. La nube de moscas se dispersó cuando se aproximaron. El suelo que la rodeaba estaba manchado de sangre.

Sara se arrodilló al lado de la mula. Estaba tumbada de costado, revelando la curva hinchada de su estómago, lleno de gas putrefacto. Un largo corte, que bullía de gusanos, seguía la línea de su garganta.

—Yo diría que lleva muerta un par de días. —Sara arrugó la cara al percibir el olor. Tenía el labio inferior partido, los dientes manchados de sangre. El ojo izquierdo estaba hinchado y amoratado—. Da la impresión de que alguien ha utilizado un cuchillo.

Peter se volvió hacia Caleb. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en el cuello del animal. Se había subido el cuello del jersey hasta la nariz para protegerse del hedor.

—¿Como la mula de Zander? ¿La del campo?

Caleb asintió.

—Peter...

Alicia estaba señalando hacia la verja. Había una segunda forma oscura en el suelo.

—¿Otra mula?

—No lo creo.

Era Rey Ramírez. No quedaba gran cosa de él, tan sólo huesos y carne chamuscada, que todavía proyectaba un leve olor a carne asada. Estaba arrodillado contra la verja, los dedos rígidos enganchados en los espacios abiertos entre los alambres. Como tenía los huesos de la cara al aire, daba la impresión de estar sonriendo.

—Eso explica lo de la verja —dijo Michael al cabo de un momento. Parecía a punto de vomitar—. Agarrado así, debió de provocar un cortocircuito.

La escotilla estaba abierta. Bajaron a la central, atravesaron su espacio en tinieblas de habitación en habitación. Parecía que todo seguía como antes. El panel todavía brillaba debido a la corriente, que ascendía montaña arriba. Finn había desaparecido. Alicia los guió hacia la parte de atrás. La estantería que ocultaba la escotilla de escape seguía en su sitio. Cuando abrió la puerta y Peter vio los fusiles, todavía guardados en sus cajas, cayó en la cuenta de que había temido que no estuvieran. Alicia sacó una caja y la abrió.

Michael lanzó un silbido de admiración.

—No estabais bromeando. Están flamantes.

—Hay más en su lugar de origen. —Alicia miró a Peter—. ¿Crees que localizarás el búnker en esos planos?

Fueron interrumpidos por unos pasos que bajaban las escaleras. Era Caleb.

—Alguien se acerca.

—¿Cuántos son?

—Creo que sólo uno.

Alicia distribuyó las armas a toda prisa. Subieron al patio. Peter vio un solo jinete a lo lejos, que levantaba una nube de polvo. Caleb le pasó los prismáticos a Alicia.

—Que me aspen —dijo.

Momentos después, Hollis Wilson atravesaba la puerta y desmontaba. Tenía los brazos y la cara cubiertos de polvo.

—Será mejor que nos apresuremos. —Bebió un largo momento de su cantimplora—. Me persigue una partida de seis hombres, como mínimo. Si queremos llegar al búnker antes de que anochezca, deberíamos irnos ahora mismo.

—¿Cómo sabes adónde vamos? —preguntó Peter.

Hollis se secó la boca con el dorso de la muñeca.

—Lo has olvidado. Yo iba con tu padre, Peter.

El grupo se había reunido en la sala de control. Estaban cargando provisiones a la mayor velocidad posible, todo cuanto pudieran transportar: comida, agua y armas. Peter había extendido los planos sobre la mesa central para que Hollis los examinara. Encontró el que buscaba: CUENCA DE LOS ÁNGELES Y SUR DE CALIFORNIA.

—Según Theo, el búnker se encontraba a dos días de marcha a caballo —dijo Peter.

Hollis se inclinó sobre el plano con el ceño fruncido debido a la concentración. Peter observó por primera vez que se estaba dejando barba. Por un segundo, tuvo la sensación de que era Arlo quien estaba a su lado.

—Yo lo recuerdo más como si fueran tres, pero íbamos tirando de los carros. A pie, yo diría que podría hacerse en dos. —Se inclinó sobre el plano y señaló—. Nosotros estamos aquí, en el paso de San Gorgonio. La vez que fui con tu padre, seguimos esta carretera, la Ruta 52, al norte de la carretera del Este, la Interestatal 10. Está cortada en algunos puntos a causa del terremoto, pero a pie no debería plantearnos ningún problema. Pasamos la noche aquí —volvió a señalar—, en la ciudad de Joshua Valley. Está a unos veinte kilómetros, pero podrían ser veinticinco. Demo fortificó un antiguo cuartel de bomberos y dejó provisiones allí. Es pequeño, y hay una bomba de servicio, de modo que tendremos agua si la necesitamos, y seguro que la necesitaremos. Desde Joshua hay otros treinta kilómetros hacia el este por la autopista de Twentynine Palms, otros diez hacia el norte a campo abierto hasta el búnker. Es un paseo de la hostia, pero podríamos hacerlo en otro día más.

—Si el búnker es subterráneo, ¿cómo lo encontraremos?

—Yo podré localizarlo. Tienes que ver ese lugar, créeme. Tu viejo lo llamaba el «cofre de guerra». También hay vehículos, y combustible. Nunca supimos cómo poner uno en marcha, pero quizá Caleb y Circuito sepan hacerlo.

—¿Y los pitillos?

—No vimos mucho durante el trayecto. Eso no significa que no los haya. Pero esto es el desierto, y no les gusta. Hace demasiado calor, no tienen protección, y no vimos mucha caza mayor. Demo la llamaba la zona dorada.

—¿Y más hacia el este?

Hollis se encogió de hombros.

—Sabes tanto como yo. Nunca fui más allá del búnker. Si dices en serio lo de Colorado, yo diría que lo mejor sería que nos mantuviéramos alejados de la I-40 y viajáramos hacia el norte por la Interestatal 15. Hay más víveres escondidos en Celso, una antigua estación ferroviaria. El terreno es accidentado, pero sé que tu viejo llegó al menos hasta allí.

Alicia iría a caballo. El resto del grupo la seguiría a pie. Cuando acabaron de cargar el material a la sombra de los establos, Caleb aún estaba en el tejado de la central y hacía señas de que todo estaba despejado. La mula había desaparecido. Hollis y Michael la habían arrastrado hasta la verja.

—Ya deberíamos verlos —dijo Hollis—. Creo que me seguían a pocos kilómetros de distancia.

Peter se volvió hacia Alicia. ¿Deberían ir a mirar? Pero ella negó con la cabeza.

—Da igual —dijo, como dando el tema por zanjado—. Ahora están solos. Como nosotros.

Caleb bajó las escaleras situadas en la parte trasera de la central y se reunió con ellos en la sombra. Formaban un grupo de ocho. Peter tomó súbita conciencia de lo agotados que estaban. Ninguno había pegado ojo. Amy estaba al lado de Sara, con una mochila como los demás. Forzaba la vista con valentía bajo la luz del sol, protegida bajo una antigua gorra con visera que alguien había encontrado en el almacén. No estaba acostumbrada a la luz fuerte, pero todavía no podían hacer nada al respecto.

Peter se alejó del toldo. Contó los palmos: siete horas hasta que anocheciera. Calculó siete horas en cubrir 25 kilómetros a pie, campo a través. En cuanto iniciaran el viaje, no habría marcha atrás. Alicia, con el rifle colgado al hombro, montó en el caballo de Hollis, una enorme yegua rubia grande como una casa. Caleb le pasó los prismáticos.

—¿Todo el mundo preparado?

—Técnicamente —dijo Michael—, no es demasiado tarde para rendirse. —Estaba al lado de su hermana, con un rifle en bandolera sobre el pecho. Contempló sus rostros silenciosos—. Es broma.

—De hecho, creo que Circuito tiene razón —anunció Alicia desde lo alto de su montura—. No es vergonzoso quedarse. El que quiera hacerlo que hable ahora.

Nadie lo hizo.

—Muy bien —dijo Alicia—. Ojo avizor.

Galen decidió que no estaba hecho para eso. Era así de sencillo. Todo había sido una gigantesca equivocación desde el primer momento.

El calor lo estaba matando, y el sol era como una explosión blanca en sus ojos. Le dolía tanto el culo, de montar, que no podría caminar en una semana. También tenía un dolor de cabeza terrorífico, en el punto donde Alicia le había atizado con la ballesta. Y nadie del grupo le hacía caso. A nadie le importaba una mierda lo que decía.

«Eh, tíos, quizá deberíamos ir más despacio. ¿A qué vienen tantas prisas?»

—Mátalos —había dicho Gloria Patal. Aquella especie de mosquita muerta, asustada de su propia sombra por lo que Galen sabía, pero al parecer había una faceta de Gloria Patal que desconocía. Parada en la puerta, la mujer echaba chispas—. Tráeme a mi hija, pero mata a los demás. Los quiero
muertos
.

Lo había hecho la chica, todo el mundo lo decía, habían sido la chica, Alicia, Caleb, Peter, Michael y... Jacob Curtis. ¡Jacob Curtis! ¿Cómo podía ser el medio tonto de Jacob Curtis responsable de algo? Galen no lo entendía, pero toda la situación era incomprensible. Para él, todo había perdido la lógica. En la puerta, sobre todo, donde todo el mundo se había congregado, chillando y agitando los brazos. Era como si la mitad de la Colonia quisiera matar a alguien, a quien fuera, aquella mañana. Si Sanjay hubiera estado allí, tal vez habría logrado inculcar un poco de sentido común a la gente, conseguir que se calmara y reflexionara. Pero no estaba. Estaba en el hospital, dijo Ian, farfullando y llorando como un bebé.

Fue más o menos en ese momento cuando la muchedumbre fue en busca de Mar Curtis y la llevó a rastras hasta la puerta. No era la persona a la que querían, pero no se podía hacer nada al respecto. La multitud estaba perdiendo los estribos. Una escena patética, la pobre mujer que nunca había tenido la menor suerte en la vida, que no tenía ni un átomo de fuerza para oponer resistencia, subida a la escalera por cien manos y arrojada por las murallas mientras todo el mundo prorrumpía en vítores. Podría haber terminado allí, pero la multitud no había hecho más que empezar, Galen lo intuyó, el primero sólo les había despertado el apetito de más, y Hodd Greenberg estaba gritando: «¡Elton! ¡Elton estaba con ellos en el Faro!». Y al momento siguiente la turba estaba corriendo hacia el Faro, y entre una tormenta de vítores se llevaron al viejo, al viejo ciego, hasta la muralla. Y también lo arrojaron por encima.

Por su parte, Galen mantenía la boca cerrada. No sabía cuánto tiempo le quedaba antes de que alguien preguntara: «Eh, Galen, ¿dónde está tu esposa?», «¿Qué pasa con Mausami?» o «¿Estuvo metida en todo esto? ¡Vamos a tirar a Galen por los aires!».

Por fin, Ian había dado la orden. Galen consideraba absurdo perseguirlos, pero ahora sólo era capitán, puesto que todos los demás capitanes habían muerto, y se daba cuenta de que Ian quería mantener la ilusión, al menos, de que la Guardia seguía al mando. Había que hacer algo, o la muchedumbre empezaría a arrojar a todo el mundo por de la muralla. Fue entonces cuando Ian se lo llevó aparte y le habló de los fusiles. Veinte cajas, detrás de una pared del almacén.

—La caminante me importa un bledo —dijo Ian—. Y tu mujer es asunto tuyo. Pero tráeme esos putos fusiles.

Formaban un grupo de cinco: Galen al mando, Emily Darrell y Dale Levine a continuación, con Hodd Greenburg y Cort Ramírez en la retaguardia. Era su primera misión extramuros, ¿y con qué contaba? El idiota de Dale y un corredor de dieciséis años, y dos hombres que ni siquiera eran de la Guardia.

Una misión inútil, eso era. Exhaló un profundo suspiro, lo bastante fuerte como para que Emily Darrell, que cabalgaba a su lado, le preguntara qué pasaba. Había sido la primera en presentarse voluntaria a la expedición, la única de la Guardia además de Dale. Una chica que quería demostrar algo. Galen no dijo nada.

Casi habían llegado a Banning. Se alegró de no poder ver gran cosa, pero lo poco que había visto mientras atravesaban la población (era imposible dejar de mirar) le había provocado escalofríos. Vio un puñado de edificios hundidos, así como a varios flacuchos, resecos en sus coches como si fueran tiras de cordero, por no hablar de los pitillos, que debían de estar cerca al acecho. «Un disparo. Vienen desde arriba.» En la Guardia te machacaban con estas palabras desde que tenías ocho años, y jamás te revelaban el gran secreto, que todo era un disparate. Si un pitillo caía sobre Galen, éste no tendría la menor posibilidad. Se preguntó si sería muy doloroso. Muchísimo, probablemente.

La verdad era que, tal como estaban las cosas, daba la impresión de que el problema de Mausami estaba resuelto. Se preguntó por qué no lo había comprendido antes. Bien, tal vez lo había hecho y no había podido aceptarlo. Ni siquiera se sentía furioso. Sí, la había querido. Tal vez todavía la quería. Siempre habría un lugar en su recuerdo para Mausami, y también para el niño. El niño no era de él, pero ojalá lo fuera. Un niño podía conseguir que te sintieras mejor en general, incluso si te estabas quedando ciego. Se preguntó si Mausami y el niño estarían bien. Si los encontraba, confiaba en ser lo bastante hombre como para verbalizarlo. «Os deseo lo mejor.»

Se acercaron a la rampa que conducía a la carretera del Este, formando dos filas. ¡Joder, la puta cabeza le iba a explotar! Tal vez era sólo el golpe que Alicia le había propinado, pero no lo creía. Tenía la impresión de estar perdiendo la vista a marchas forzadas. Unas curiosas motas de luz habían empezado a bailar en sus ojos. Se sentía un poco mareado.

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