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Authors: Justin Cronin

El pasaje (86 page)

BOOK: El pasaje
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Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de dónde estaba, ni de que había llegado a lo alto de la rampa. Se detuvo para beber. Las turbinas estaban por allí, girando en el viento que estaba abofeteando su cara. Lo único que deseaba era llegar a la central, tenderse a oscuras y cerrar los ojos. Los puntos danzantes habían empeorado, descendían a través de su estrecho campo de visión como una nevada resplandeciente. Estaba pasando algo terrible. Pensó que sería incapaz de continuar. Alguien tendría que darle un relevo. Se volvió hacia Dale, que se había colocado detrás de él.

—Escucha —dijo—, ¿crees...?

No había nada a su lado.

Giró en su silla. No había nadie detrás de él. Ni un jinete. Como si un gigante se los hubiera llevado, con monturas y todo, y los hubiera eliminado de la faz de la tierra.

Una oleada de bilis ascendió hacia su garganta.

—¿Chicos?

Fue entonces cuando oyó el sonido, desde debajo del paso elevado. Un sonido como de hojas de papel mojado partidas en dos, o de alguien que arrancara la piel de una naranja repleta de zumo.

43

Llegaron a Joshua Valley con diez minutos de margen. Cuando pararon ante el parque de bomberos, casi no había luz. El parque estaba ubicado en el borde occidental de la ciudad, un edificio rechoncho con techo de hormigón y un par de puertas arqueadas que daban a la calle, precintadas con bloques de cemento. Hollis los guió hasta la parte de atrás, donde el depósito de agua se alzaba entre matorrales de altas hierbas. El agua que salía de la bomba era tibia, con sabor a herrumbre y tierra. Todos bebieron con ansia y vertieron grandes cascadas sobre sus cabezas. Peter pensó que el agua nunca le había sabido tan bien.

Se agruparon a la sombra del edificio, mientras Hollis y Caleb arrancaban las tablas que cubrían la entrada posterior del cuartel. Tras un empujón la puerta cedió sobre sus goznes herrumbrados, y exhaló una ráfaga de aire atrapado tan denso y tibio como el aliento humano. Hollis cogió el rifle.

—Esperad aquí.

Peter escuchó los pasos de Hollis, que resonaban en el espacio oscuro. Se sentía extrañamente indiferente. Habían llegado hasta allí, y parecía imposible que el parque de bomberos les negara refugio por una noche. Después, Hollis volvió.

—Todo despejado —dijo—. Hace calor, pero esto es lo que hay.

Lo siguieron hasta una amplia sala de techo alto. Las ventanas estaban atrancadas con más bloques de hormigón, con estrechas rendijas en lo alto para ventilar, a través de las cuales se colaba el resplandor amarillento de la luz diurna agonizante. El aire olía a polvo y animales. Contra las paredes había un batiburrillo de herramientas y trastos diversos: sacos de hormigón, palas de plástico y mangueras incrustadas de cemento, una carretilla, rollos de cuerda y cadenas. Las plataformas sobre las que habían descansado los vehículos estaban vacías. La edificación hacía las veces de establo improvisado, con media docena de compartimentos y arreos colgados de las tablas. A lo largo de la pared del fondo, un tramo de escaleras de madera ascendía hacia la nada, pues el segundo piso había desaparecido.

—Hay literas en la parte de atrás —explicó Hollis. Se había arrodillado para llenar el farol con un jarro de plástico. Peter vio el color dorado claro del líquido y reconoció el olor. No era alcohol, sino petróleo. Gasolina o, lo más probable, queroseno—. Todas las comodidades del hogar. Hay una cocina y un baño, aunque sin agua corriente, y la chimenea está sellada.

Alicia condujo el caballo al interior.

—¿Y esa puerta? —preguntó.

Hollis encendió el farol con una cerilla, hizo una pausa para ajustar la mecha y se lo pasó a Mausami, quien estaba a su lado.

—Échame una mano, Zapatillas.

Hollis sacó un par de llaves inglesas y le dio una a Caleb. Sobre la entrada central, colgando de las vigas mediante un par de cadenas bloqueadas, había una barricada de gruesas planchas metálicas, enmarcadas por pesados maderos. La colocaron en la jamba, la sujetaron con tornillos y se quedaron encerrados.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Peter.

Hollis se encogió de hombros.

—Ahora esperaremos hasta el amanecer —contestó—. Yo haré la primera guardia. Tú y los demás deberíais dormir.

En el cuarto de atrás estaban las literas de las que Hollis había hablado, una docena de colchones sobre muelles hundidos. Una segunda puerta conducía a la cocina y, al otro lado, un cuarto de baño, con una hilera de lavabos oxidados bajo un espejo rajado y cuatro urinarios. Todas las ventanas estaban atrancadas. Habían arrancado un váter, y ahora estaba inclinado hacia adelante como la cara de un borracho, al fondo de la sala. En vez de ello había un cubo de plástico y, en el suelo, a su lado, una pila de revistas antiguas. Peter recogió la de encima:
Newsweek
. En la portada había la foto borrosa de un viral. La imagen estaba extrañamente achatada, como si la hubieran tomado desde una gran distancia y de muy cerca al mismo tiempo. El ser estaba parado en una especie de nicho, delante de un aparato con las letras ATM escritas encima. Peter no sabía qué era, aunque había visto uno como ése en el centro comercial. En el suelo, al lado de donde yacía el viral, había un solo zapato. El pie de foto de una sola palabra rezaba: CRÉANLO.

Volvió con Alicia al garaje.

—¿Dónde están las demás provisiones? —preguntó a Hollis.

Hollis le enseñó el punto en el que se levantaban las tablas del suelo, revelando un hueco de un metro de profundidad, el contenido cubierto por una pesada lona de plástico. Peter se introdujo allí y levantó la lona. Había más jarras de combustible y agua, y filas de cajas muy apretadas, como las que habían encontrado debajo de las escaleras en la central eléctrica.

—Estas diez de aquí contienen más rifles —señaló Hollis—. Allí, pistolas. Sólo trasladamos las armas más pequeñas, los explosivos no. Demo no sabía si estallarían solos y derribarían el edificio, así que los dejamos en el búnker.

Alicia había abierto una de las cajas. Extrajo una pistola negra. Tiró de la corredera, apuntó y apretó el gatillo. Oyeron el chasquido del percutor sobre una recámara vacía.

—¿Qué clase de explosivos son?

—Sobre todo granadas. —Hollis dio unos golpecitos sobre una de las cajas con la punta de la bota—. Pero la auténtica sorpresa es esta de aquí. Échame una mano.

Los demás se habían congregado alrededor del hueco. Hollis y Alicia estaban a cada lado de la caja, y la subieron hasta el suelo del garaje. Hollis se arrodilló y la abrió. Peter esperaba más armas, de modo que se quedó sorprendido al ver una colección de pequeñas bolsas grises. Hollis entregó una a Peter. Apenas pesaba unos pocos kilos. En un lado había una etiqueta blanca, cubierta de letras negras diminutas. Encima vio las letras CPC.

—Significa «Carnes Preparadas para Comer» —explicó Hollis—. Comida del ejército. Hay miles en el búnker. Tenemos... Déjame ver —dijo, y cogió la bolsa que Peter sujetaba para leer la letra diminuta—. HAMBURGUESA DE SOJA CON SALSA DE CARNE. Nunca la he probado.

Alicia sostenía una bolsa y la contemplaba con escepticismo.

—Hollis, estas cosas llevan «preparadas» unos noventa años. No pueden continuar en buen estado.

El hombretón se encogió de hombros y empezó a pasar las bolsas.

—Muchas no, pero si siguen cerradas al vacío se pueden comer. Créeme, lo sabrás en cuanto tires de la tapa. La mayoría son muy buenas, pero cuidado con el buey stroganoff. Demo lo llamaba «Carne que Pasa de dejarse Comer».

Todos se sentían reticentes, pero tenían demasiada hambre como para negarse. Peter tenía dos: la hamburguesa de soja y un budín dulce y pegajoso llamado «flan de mango». Amy se sentó en el borde de una litera y masticó con suspicacia un puñado de galletas amarillas y un trozo de algo que parecía queso correoso. De vez en cuando levantaba los ojos con cautela, como para verificar dónde estaba. Después, reanudaba su furtiva comida. El flan de mango era tan dulce que Peter se sintió mareado, pero cuando apoyó la cabeza en el catre notó que la fatiga se desenroscaba en su pecho y supo que el sueño no tardaría en apoderarse de él. Su último pensamiento fue para Amy, que mordisqueaba sus galletitas mientras paseaba la mirada por la sala. Como si estuviera esperando que sucediera algo. Pero esa idea era como una cuerda que no pudiera sujetar en las manos, y sus manos se vaciaron pronto. El pensamiento se había desvanecido.

Después, la cara de Hollis estaba flotando sobre la de Peter en la oscuridad. Parpadeó para disipar la niebla de su desorientación. En la sala hacía un calor asfixiante. Tenía la camisa y el pelo empapados en sudor. Antes de que Peter abriera la boca para hablar, Hollis se llevó un dedo a los labios para silenciarlo.

—Coge el rifle y vamos.

Hollis, cargado con el farol, lo guió hasta el garaje. Sara estaba apoyada contra las paredes de bloques de hormigón, donde habían estado las puertas del área de carga y descarga, una pequeña portilla de observación en una de las puertas, una placa metálica que se deslizaba a un lado mediante una guía atornillada en el hormigón.

Sara se alejó.

—Echa un vistazo —susurró.

Peter miró por la mirilla. Percibió el olor del viento, la fría noche del desierto. La ventana daba a la calle principal de la población, la Ruta 62. Enfrente del parque de bomberos había un bloque de edificios derruidos, y detrás de ellos, la línea ondulada de las colinas, todo ello bañado en la luz azulina de la luna.

Había un solo viral acuclillado en la carretera.

Peter nunca había visto uno tan inmóvil, al menos de noche. Estaba de cara al edificio, en cuclillas, contemplando el edificio. Mientras Peter miraba, aparecieron otros dos de entre la oscuridad, avanzaron por la carretera y se detuvieron para adoptar la misma postura vigilante, de cara al parque de bomberos. Era un grupo de tres.

—¿Qué están haciendo? —susurró Peter.

—Nada —dijo Hollis—. Se mueven un poco, pero sin acercarse.

Peter apartó la cara de la mirilla.

—¿Crees que saben que estamos aquí?

—Está cerrado a cal y canto, pero no tanto. Seguro que han olido al caballo.

—Sara, ve a despertar a Alicia —dijo Peter—. Hazlo en silencio, es mejor que los demás continúen dormidos.

Peter volvió a la ventana.

—¿Cuántos has dicho que había? —preguntó al cabo de un momento.

—Tres —contestó Hollis.

—Pues ahora hay seis.

Peter se apartó para que Hollis mirara.

—Esto es malo —dijo Hollis.

—¿Cuáles son los puntos débiles?

Alicia estaba a su lado. Quitó el seguro del rifle y, esforzándose por no hacer ruido, tiró del cerrojo. Entonces oyeron un ruido sordo arriba.

—Están en el tejado.

Michael salió dando tumbos de la sala de atrás. Los observó con el ceño fruncido, los ojos abotargados de sueño.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz demasiado alta.

Alicia se llevó un dedo a los labios y señaló el techo. Había más ruidos arriba. Peter notó en sus tripas una bomba que estallaba. Los virales estaban buscando una forma de entrar.

Algo estaba arañando la puerta.

Un impacto de carne sobre metal, de hueso sobre acero. Era como si los virales la estuvieran poniendo a prueba, pensó Peter. Midiendo sus fuerzas antes del empujón final. Apretó la culata contra el hombro, dispuesto a disparar, justo cuando Amy se interpuso en su línea de visión. Más tarde, se preguntaría si había estado en la sala desde el primer momento, escondida en una esquina, observando en silencio. Se acercó a la barricada.

—Amy, vuelve...

Se arrodilló ante la puerta y apoyó las palmas de las manos contra ella. Tenía la cabeza inclinada, con la frente tocando el metal. Otro golpe desde el otro lado, aunque esta vez más suave, inquisitivo. Los hombros de Amy temblaban.

—¿Qué está haciendo?

Fue Sara quien contestó.

—Creo que está... llorando.

Nadie se movió. No se oyeron más sonidos procedentes del otro lado de la puerta. Por fin, Amy se levantó y se volvió hacia ellos. Tenía los ojos distantes, desenfocados. Era como si no los viera.

Peter levantó una mano.

—No la despertéis.

Mientras observaban en silencio, Amy se volvió y caminó, con el mismo aire extraterrestre, hasta la puerta del dormitorio, justo cuando aparecía Mausami, que había sido la última en despertar. Amy pasó a su lado como si no reparara en su presencia. Lo siguiente que oyeron fue un rechinar de muelles oxidados cuando se tumbó en su catre.

—¿Qué está pasando? —preguntó Mausami—. ¿Por qué me estáis mirando así?

Peter se acercó a la ventana. Apretó la cara contra la mirilla. Vio lo que esperaba. Nada se movía fuera. El campo iluminado por la luna estaba desierto.

—Creo que se han ido.

Alicia frunció el ceño.

—¿Por qué se han ido así como así?

Peter sentía una calma extraña. Sabía que la crisis había pasado.

—Míralo tú misma.

Alicia se colgó el rifle y se ajustó la mirilla. Estiró el cuello mientras intentaba ampliar su campo de visión a través de la abertura.

—Tiene razón —contestó—. Ahí fuera no hay nada. —Apartó la cara y se volvió hacia Peter con los ojos entornados—. ¿Como... animales domésticos?

Él sacudió la cabeza, en busca de la palabra adecuada.

—Como amigos, creo.

—¿Alguien quiere hacer el favor de decirme qué está pasando? —preguntó Mausami.

—Ojalá lo supiera —respondió Peter.

Levantaron la barricada justo después de amanecer. A su alrededor vieron las huellas de los seres en el polvo. Ninguno había dormido mucho, pero aun así, Peter sentía una nueva energía. Se preguntó qué sería, y entonces lo supo. Habían sobrevivido a su primera noche en las Tierras Oscuras.

Con el plano extendido sobre un pedrusco, Hollis explicó su ruta.

—Después de Twentynine Palms, sólo hay desierto, sin carreteras de verdad. La clave para localizar el búnker es esta cordillera hacia el este. Hay dos picos inconfundibles en el extremo meridional, y un tercero detrás. Cuando veamos el tercero justo en medio de los otros dos, deberemos desviarnos hacia el este y encontraremos el camino correcto.

—¿Y si no llegamos antes de oscurecer? —preguntó Peter.

—Podríamos refugiarnos en Twentynine, en caso necesario. Aún quedan algunos edificios en pie, pero si la memoria no me falla son simples estructuras huecas, nada que se parezca al parque de bomberos.

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