El pendulo de Dios (21 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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—¿Sabe lo que más me ha dolido? —yo mismo me contesté—. Que todo el mundo supiese mis sentimientos por Azul y al mismo tiempo todos se esforzaran en que la dejase, incluido usted, porque ni siquiera ha pestañeado cuando le he dicho que Azul es en realidad la hermana María de no sé qué de la Orden del Císter.

—Lo siento, Cècil. Solo lo supe cuando me llamaron para preguntarme quién eras tú.

—¿Quién le llamó, la loca esa que se llama «condesa»? No es necesario que me lo diga, casi prefiero no saberlo. Es increíble que un montón de gente a quien yo no había visto jamás supiese más de mí que yo mismo.

—A veces, las cosas son complejas.

—Pues necesito que sean otra vez sencillas —le dije.

—Me temo que todavía no lo puedan ser, no de golpe, el comisario anda tras de ti y Azul. Seguro que cuando se entere de que has vuelto a Barcelona te invita para hacerte unas preguntas.

—Bueno, quizá merezca un castigo por lo que hice.

—¡Ni se te ocurra volver a mencionar eso en la vida!

—¿Como lo del Códice de Vitelio? —sonreí con ironía a una nueva advertencia de lo que podía o no podía contar, pero la cara de Oriol Nomis no se hizo eco de mi gracia, más bien al contrario, vi cómo intentaba mantener una compostura que casi lo desencajó—. No se preocupe, si me encuentro con el comisario, no le haré una lectura tan fidedigna como a usted. Lo que sí quería pedirle es que me asigne alguna auditoría lo más rápido posible. Necesito volver a la normalidad.

—Claro, Cècil —intentó controlar la voz que emergía temblorosa—; sin embargo, creo que deberías ir tú mismo a ver al comisario. ¿Qué te parece?

—Quizá tenga razón y esta misma tarde me pase a verlo.

—Me alegro de que estés bien —me dijo en un tono algo más repuesto y que sentí sincero.

—Gracias, yo también de estarlo. Solo una pregunta más.

—Dime.

—¿Cómo está Martí?

—¿El programador?

—Sí —contesté. No tenía muy claro si sería bueno para él que lo fuese a saludar, pero en todo caso necesitaba tranquilizar mi conciencia.

—Pues no estoy muy seguro porque solo me enteré de su accidente, pero creo que ya está en casa. ¿Quieres llamarlo desde aquí?

—No, gracias, necesitaba comprar un nuevo ordenador y había pensado en él. Por favor, no se olvide de ponerme en marcha lo más pronto que pueda, ya estoy preparado —y salí de su despacho. Ni siquiera había jugado con la bola del mundo.

—Por cierto, ¿llegaron a averiguar algo sobre el códice?

—No, ¿por qué lo pregunta?

—Por nada, Cècil, era solo curiosidad, no te preocupes. Te haré una llamada en cuanto tenga algo, ahora vé y estate tranquilo.

No fue necesario acudir en busca del comisario, justo en la puerta de la diócesis estaba estacionado un vehículo blanco con la sirena en intermitencia. Al tiempo que yo traspasaba la puerta de cristal reforzado del edificio se abrían las del coche patrulla y, sin que nadie tuviese que decirme nada, me encaminé tranquilo en busca de la pareja de policías que me acomodaron en la parte trasera del vehículo.

—¡Cuánto tiempo sin verle, señor Abidal! —me saludó el comisario. No había cambiado nada en su despacho. Es curioso cómo la vida tiene diferentes tiempos para cada uno; mientras que a mí me había sacudido en pocas semanas como a una manta vieja, al despacho del comisario Aripas parecía haberle caído encima otra que lo había dejado en el siglo pasado.

—Pues ya ve, comisario, de vacaciones.

—Con su amiga, supongo.

—No —mentí—, en absoluta soledad.

—Vamos, señor Abidal, le hemos seguido, sabemos que estuvo con ella de vacaciones.

—Pues si ya lo sabe, no sé qué hago aquí —contesté. El comisario permaneció unos segundos en silencio, como calibrando qué podía y qué no decirme.

—¿Es usted consciente de que ha salido del país con una sospechosa de asesinato y que incluso usted mismo podría ser sospechoso de evasión de impuestos, fraude y estafa por venta de antigüedades ilegales?

—¡Vamos, hombre! ¡Si fueron ustedes mismos quienes me metieron en esto!

—De eso no hay ninguna prueba, y de que usted abrió una cuenta en Suiza sí. Y también de que habrá realizado ya algún egreso con su querida amiga. ¿Me equivoco?

El comisario no se equivocaba, más bien todo lo contrario. Acababa de ver cuán estúpido había sido de colaborar en todo este asunto. No solo me había trastocado emocionalmente, había perdido una gran cantidad de tiempo y, lo peor, había matado a un hombre, sino que encima ahora corría el riesgo de ser acusado de venta ilegal y estafa si no accedía a colaborar con él. Pero sus palabras fallaron en algo vital. Si el comisario especulaba sobre la posibilidad de que Azul y yo hubiésemos retirado fondos de Suiza era porque no sabía si realmente eso se había producido, y lo más importante, no me amenazaría con el tema de la subasta si supiese que había matado a un hombre. El comisario jugaba duro, pero no tenía ni idea de la realidad.

—Pues no se equivoca usted, señor comisario. Creo que estoy en sus manos, así que dígame qué desea saber y acabemos cuanto antes.

—Solo dónde está su novia y dónde, el dinero.

—Lo primero no lo sé, y el dinero se encuentra donde siempre ha estado, en una cuenta numerada de un banco de Suiza.

Aripas descargó todo su peso contra el respaldo del sillón, que cedió con un crujido, y suspiró largo, no supe si de cansancio o como preparación del siguiente e inevitable paso. Cuando se frotó con dureza los ojos con sus puños, supe que suspiraba de puro agotamiento.

—Señor Abidal, le ruego esté localizable. Puede marcharse.

Me sorprendió, sinceramente, pero me levanté, estreché su mano tendida sin ánimo y me fui a casa, aunque antes pasé por un bazar de productos informáticos y me compré un nuevo portátil. Todo lo que había sacado de esa aventura era tiempo malgastado, sentimientos doloridos y dinero perdido.

Por la mañana, recibí una llamada de Oriol Nomis en la que me preguntaba si ya estaba listo para una nueva auditoría en el extranjero, le contesté que sí y me envió un correo electrónico con los datos de mi pasaje, la empresa, las causas y el destino de mi nuevo trabajo. Había recobrado la normalidad.

No se trataba en realidad de una auditoría al uso como las que se ocupaba de realizar la fundación, más bien parecía un trabajo para una consultoría de gestión financiera. Tenía la función de optimizar los recursos de una unidad que el Hospital de Sant Pau de Barcelona tenía en Mozambique y que, por un par de intoxicaciones inoportunas, se había quedado sin técnicos economistas. El pago por un par de meses no era lo que podríamos decir atractivo, pero la tarea se preveía apasionante. Comenzaba a sentir esa angustia previa a cada viaje, la presión de armar una maleta con todo lo necesario para algo desconocido. Pasaporte, menos mal que el comisario Aripas no me lo había retirado como pensé que haría, dólares y dos o tres meses en una realidad tan lejana como verdadera, apartado de las mentiras expuestas en vallas de publicidad y de mis últimos recuerdos.

Todavía no habían pasado dos semanas desde que me separé de Azul y ya me veía con los ojos del estúpido que había sido. Con aquellas dos locas y un grupo de monjes viviendo en la Edad Media a ras de suelo y en el siglo XXI dos plantas más abajo. Quizás en Mozambique consiguiera apartar de mis sueños la cabeza ensangrentada de aquel hombre, que en la distancia ya comenzaba a distorsionarse en una buena persona y me obligaba a esforzarme por rememorar la pistola con la que nos atacó a Azul y a mí. Imprimí la carta que había enviado un doctor a Oriol Nomis y que había desencadenado su ofrecimiento de ayuda en mi persona. Después de leerla, empecé a montar el equipaje, no más de una mochila de acampada y otra pequeña para echar la cámara y algunos trastos. La carta era terrible, de una dureza que hacía volver al mundo al más soñador. Explicaba, entre muchas penurias, que le era imposible palpar las barrigas de sus pacientes, casi todas mujeres, porque estaban tan deshidratadas, desnutridas, doloridas y huesudas que solo las tocaba para que aquellas pobres desgraciadas sintieran un momento de paz al mirar las manos del médico blanco en busca de la misteriosa enfermedad que las mataba. Decía también en su carta que no sabía cómo luchar contra la gran ignorancia sobre el sida y que todas las ayudas que recibían desde Europa resultaban inútiles. Me sorprendió saber que después de las campañas de sensibilización se veían cientos, miles, de condones tirados por el suelo porque los consideraban inútiles en la prevención de la enfermedad, causada eso sí por un mal de ojo o por la presencia de un animal maldito en la zona. Se preguntaba el doctor cómo luchar contra eso, y él mismo daba algunas claves sobre las que yo debería trabajar para hacerlas posibles.

En la unidad, trabajaban tres médicos enviados por el hospital y dos enfermeras que, a pesar de su mucho esfuerzo y de los conocimientos que impartían a voluntarios y doctores locales, se veían desbordados por todas las bandas. Mi tarea consistiría en echarles una mano con los informes y la organización de las ayudas. También me comentaba Oriol Nomis que la tarea de mayor importancia era traspasar toda aquella miseria y muerte a datos económicos sencillos de leer, con la finalidad de presentarlos al Gobierno mozambiqueño para que comprendiese la importancia de invertir en sanidad y prevención. Algo así como trabajador muerto igual a cero producción, mientras que trabajador vivo y sano igual a equis divisas si emigra o equis dólares si produce para el país. Al parecer, esas políticas de concienciación, no sociales ni humanitarias, sino económicas, habían dado muy buenos resultados en otros lugares de África, y deseaban que yo les echase una mano para ponerlas en práctica en el sur del Continente Negro. ¿Porqué no? La sencillez de soportar nuestras miserias desde la contemplación de otras infinitamente mayores se me ponía de nuevo delante, ¡cómo iba a desperdiciarla!

Reconozco que las palabras del doctor jefe de la unidad me tuvieron buena parte del día ensimismado. Yo había visitado lugares terribles, las propias tierras ocupadas de Azul lo eran, pero no conocía el África Negra. Algunos compañeros que habían realizado sus informes allí, y que también conocían Latinoamérica, me decían que ese lugar era en realidad el Infierno donde se reencarnaban los que San Pedro rechazaba, y yo iba a visitarlo sin hablar ni una sola palabra de changana.

Saldría en tres semanas. Lo mínimo para conseguir los visados necesarios. El vuelo era largo, no lo habría imaginado nunca, más incluso que cruzar el océano Atlántico, y venía precedido de una escala técnica en Ámsterdam. Conocía ese aeropuerto de nombre impronunciable, un buen lugar para pasar un par de horas, buena cerveza, buen ambiente y gente de todo el centro de Europa estresándose por sus corredores.

Pasé esos días en visitas a viejos amigos, de paseo entre las calles de la Ciudad Condal que tanto añoraba cuando estaba fuera, y que no soportaba cuando volvía a casa. Ya tenía toda mi ropa preparada, doblada en una esquina del comedor, presta para ser embutida en el interior de mi mochila de setenta y cinco litros, reforzada en la espalda y mil cosas más que me había soltado el vendedor varios años atrás, y que en realidad habían resultado ciertas por el excelente estado en que se encontraba a pesar de la mala vida que le había dado. Algunas veces me entraban ganas de llamar al tío Luali, para saber algo más de Azul, que había desaparecido como otras veces después de un nuevo artificio, aunque en esta ocasión la cosa fuese diferente. Me costaba dormir por las noches, no había conseguido apartar de mi memoria la cara hundida de Azul, sus vendajes, sus muecas de dolor en cada simple cambio de postura, las palabras a veces sabias del abad, aquel secreto oculto bajo la abadía, el pecho de Azul destrozado por el disparo de un miserable al que yo mismo había matado. Demasiadas cosas para reconciliar el sueño en tan poco tiempo. De tanto en tanto, miraba la mochila que llenaría con mi equipaje, estaba vacía, aunque refregada y maltrecha por tantos viajes. Así me quería ver yo, no podría evitar el desgaste del roce con la vida, pero por lo menos debía conseguir vaciar mi mente de todo aquello para poder cargar nuevas experiencias.

También había hablado un par de veces con Oriol Nomis y había acudido a las oficinas de la fundación para preparar la parte más técnica de mi trabajo. Me había comunicado de igual manera en varias ocasiones con la unidad del Hospital de Sant Pau destinada en el país, y con sus responsables en Barcelona. Ya tenía listos el programa de contabilidad y gestión, los documentos de la fundación, listas, tablas barométricas del país, y todos los protocolos fiscales, leyes y acuerdos internacionales mozambiqueños que había podido conseguir descargados en mi ordenador. Todo, o casi todo, listo para embarcar al día siguiente desde Barcelona hacia Ámsterdam. Alisté de nuevo el equipaje y llamé a la fundación para despedirme de mis compañeros y de mi jefe. También hablé con Pau para que me dispusiera un transporte a las siete de la mañana frente a mi apartamento, que me llevara al aeropuerto. Un anuncio de televisión me avivó la necesidad de escuchar algo de ópera antes de acostarme y lo hice con
Carmen
de fondo. Cuando había llegado al final del primer acto, sonó mi teléfono móvil. Al principio me costó, pero en apenas dos palabras reconocí el acento y el timbre de voz.

—Señor Abidal, necesito hablar con usted.

—Dígame.

—Por teléfono no. Me gustaría verlo en persona, mañana mismo si puede ser.

—Lamento desilusionarla, pero mañana marcho para Ámsterdam a primera hora, así que tendrá usted que esperar a mi vuelta si tanto desea verme —no tenía muchas ganas de seguir con esa llamada.

—Cècil, escúchame con atención, mañana no puedes ir a ningún lugar —había cambiado el tratamiento y el tono, que se había vuelto mucho más serio y trascendente.

—¿Y se puede saber por qué no voy a poder hacer mi vida mañana?

—Porque han raptado a la condesa y a Azul, y solo puedo confiar en ti. Coge mañana ese avión, yo te esperaré en el aeropuerto —y Mars colgó.

¿Cuándo acabaría esta pesadilla?

Capítulo
21

D
esde la puerta de seguridad del lujoso edificio que ocupaba Lunna Co. en la Via Condotti de Roma, avisaron a la secretaria del señor Santasusanna por línea interna. El jefe de seguridad confirmaba la llegada de los invitados del presidente de la compañía, y con su llamada ponía en marcha todo el sistema de seguridad del edificio. Desde sus ocho plantas forradas en acero y cristal, se controlaba el mercado internacional de la moda. Más de las dos mil marcas de ropa y complementos que se podían encontrar en los bulevares de la mayoría de las ciudades del mundo, centros comerciales, aeropuertos y lugares de moda se gestionaban desde allí. Controlaba, mediante una compleja arquitectura económica, la mayoría de la distribución de ropa
prêt-à-porter
en Europa, América y, desde hacía unos años atrás, Asia. Fue en ese momento de lanzamiento a los nuevos ricos de ojos rasgados cuando el señor Marco tuvo la opción de aliarse con sus nuevos socios. Él, el último en entrar al clan, y también el mayor en edad de los cuatro, obtuvo la ayuda necesaria para superar un momento de dificultad en su imperio. Coincidió su interés por el mercado asiático con el crecimiento de la competencia. Diseñadores y empresas norteamericanas ávidas de vestir a los habitantes de la metrópoli, y un nuevo grupo empresarial español que atentaba contra la primacía de las hasta entonces marcas de siempre. ¿Cómo luchar en todos los frentes al mismo tiempo?

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