El pendulo de Dios (31 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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—¡Aquí está, os lo decía!

Apartó de un manotazo todo lo que había sobre la mesa de la cocina y lo abrió sobre ella. Con suma delicadeza comenzó a pasar las hojas, amarilleadas ya en el siglo pasado, hasta que dio con una serie de grabados a plumilla. Deslizó su dedo índice por ellos hasta dar con el que buscaba, un dibujo exacto al grabado a los pies del sepulcro que habíamos encontrado en Clairvaux.

—¡Petrus Rex, lo sabía, lo sabía! —comenzó a gritar. Nosotros estábamos desconcertados.

—Perdone,
madame
Bouvier, ¿quién es Petrus Rex, y qué tiene que ver con el códice? —preguntó Mars.

—Pequeña niña, seguro que nuestro amigo catalán sí que habrá oído hablar de Petrus Rex, o como era más conocido, Pedro III —negué, en mi vida había oído hablar de él—. ¿Y de Pere el Gran, hijo de Jaume I el Conqueridor?

—¡Del Conqueridor por supuesto! —me justifiqué—, y de Pere el Gran algo me suena —mentí—, pero no mucho.

—¡Hemos dado un salto de casi doscientos años! Pere II, como le conocen ustedes los catalanes, fue rey de Aragón, Valencia y Catalunya, pero no de Mallorca ni del resto de los reinos conquistados por su padre, que pasaron a manos de su hermano Jaume. Sin embargo, lo bueno de la historia es que ocurrió algo en su vida personal que lo hizo diferente —hizo una pausa para ayudarnos a reflexionar, o a dudar, y siguió—. Pere II el Gran fue excomulgado, además su padre fue un claro defensor y aliado de los templarios.

—¿Pero qué tiene que ver este rey con el códice? —preguntó de nuevo Mars—. Yo no había oído hablar nunca de él, ni a Marie Stewart ni a nadie.

—Más de lo que les parece, pero no comprendo qué hace allí ese ataúd de piedra con su escudo —admitió la señora Bouvier.

—Una cosa sí me parece segura, si Azul llegó hasta él y tuvo la paciencia de limpiar el sepulcro es porque alguna relación guarda.

—¿Qué más sabe del rey? —preguntó Mars.

—De memoria no mucho, pero si me permitís un momento… —y la señora volvió a su biblioteca para encaramarse un par de veces más por los estantes antes de regresar con tres extraordinarios volúmenes encuadernados vaya a saberse qué año—. Veamos, según dice este volumen de historia, el rey Pere II nació en el año 1239 en Valencia, hijo de Jaume I, como ya os he dicho, y de su segunda mujer, Violante de Hungría. Es nombrado gobernador de Catalunya en 1257 y rey de Aragón y Valencia años más tarde, tras la muerte de su padre. Tuvo que hacer frente a varios alzamientos de la nobleza catalana —no pude evitar una sonrisa al imaginarlo, «seguro que fue por dinero», pensé— y aragonesa. También luchó contra las revueltas moras en Valencia. Pero lo más destacado de su vida fue que consiguió la paz con Castilla, acuerdos con Portugal e Inglaterra, y tuvo una relación de odio con el rey de Francia, con los sucesivos reyes de Francia, de hecho. Al parecer, después de un levantamiento siciliano en contra de los reyes de Francia, le fue ofertado el trono de la isla. Lo aceptó, pero tuvo que conseguirlo por las armas contra la Corona francesa, por lo que lejos de contentarse con la derrota, el entonces rey de Francia, Carlos de Anjou, se alió con el papa Urbano IV y levantaron un ejército conjunto contra Sicilia. Aquí aparece una nueva figura, Roger de Llúria, un general a las órdenes del rey valenciano que mantuvo a raya a las tropas francesas en Sicilia, pero que no pudo hacer nada contra el ejército del nuevo rey francés, Felipe III, aliado con el papa de entonces, Martín IV, y que atacaron Catalunya e invadieron toda la parte norte, lo que hoy es el sur de Francia —nos aclaró—. Incluso llegaron a sitiar la ciudad de Girona durante tres meses. Pero lo más increíble es que su propio hermano, Jaume II de Mallorca, luchó brazo con brazo con el rey francés para derrocar y conseguir los reinos que su hermano había heredado y conquistado. Aquí viene lo que os había adelantado, el papa Martín IV lo excomulgó por no ceder el Reino de Sicilia. En esa batalla, el rey francés Felipe III fue herido en el Coll de Panissars y murió en Perpinyà poco después. Pere II, una vez vencido el ejército francés en su propia casa, mandó una flota contra su hermano Jaume, a quien le confiscó el Reino de Mallorca, aunque jamás llegó a verlo porque murió pocos días después de enviar la flota fratricida. Quizá con el reinado de este rey, Catalunya vivió sus años más gloriosos en la historia medieval; de él vienen las famosas Corts de Barcelona y las de Valencia, y también la base del constitucionalismo catalán, sin precedentes en la época. De hecho, Dante, Boccaccio y Shakespeare lo nombran en sus escritos y lo elevan a la categoría de modelo de caballero medieval.

—Sigo sin ver qué buscamos ni qué relación tiene todo esto con ese dichoso códice —al hablar, la señora había refrescado antiguas clases de historia, pero nada más.

—¿Qué más sabe de este rey,
madame
Bouvier? —preguntó Mars, que ignoró por completo mi queja.

—No mucho más, que como os he dicho murió pocos días después de enviar la flota contra su hermano en Mallorca, el 2 de noviembre de 1285, ¡y que está enterrado cerca de Barcelona, en el monasterio cisterciense de Santes Creus!

—¡Otra vez el Císter! —exclamé—. Conozco bien el lugar, el Monasterio de Santes Creus está cerca de Tarragona. A todos los niños catalanes nos han llevado alguna vez de excursión allí.

—Pero ¿quién puede estar enterrado con ese escudo a los pies de su tumba, y por qué bajo los suelos de Clairvaux? —preguntó Mars, ganándose una reprobación en mi mirada.

—¿Bajo los suelos? —preguntó a su vez
madame
—. ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Bajo la Abadía de Clairvaux hay algunos pasadizos pertenecientes a la primera época. Allí encontramos el sepulcro —me adelanté a explicar para evitar que Mars fuese más prolífica en su detalle.

—Increíble. Pues no lo sé, hija, no sé quién puede estar enterrado allí. Quizá puedan volver y averiguarlo.

—¡Imposible! —grité. No estaba dispuesto a meterme de nuevo en esa ratonera—. Creo que lo que debemos hacer es buscar a qué hace referencia el escudo, y no prepararnos para un examen de Historia Medieval.

—Hay algo más —miró a Mars—. El rey Pere II fue el padre de Santa Elisabeth —Mars la miró y yo no comprendí su código de mensajes.

—Deberíamos seguir la pista de ese escudo y ver a dónde nos conduce —Mars intervino en mi favor, lo que le valió una sonrisa de disculpa por mi parte.

—Veamos —la señora agarró el primer libro y lo abrió por los grabados—, veamos qué dice aquí, «escudo utilizado por Pere II en la moneda acuñada en Barcelona entre los años 1276 y 1285».

—Usted dijo que este rey lo fue de varios reinos, ¿no? —tenía una idea.

—Sí —asintió la anciana.

—¿Y cada uno de esos reinos acuñó su propia moneda? —volví a preguntar.

—Claro, era un signo de distinción y soberanía. Incluso muchas veces varias ciudades en un mismo reino acuñaban monedas diferentes.

—Bien, pues si es así, lo que nos indica el escudo limpiado por Azul es que la siguiente pista se encuentra en Barcelona, o como mínimo, en Catalunya —las dos asintieron a mis suposiciones—, y usted misma ha dicho que el rey está enterrado en otro monasterio del Císter. Como hasta ahora todas las pistas se mueven entre esa orden, creo bastante probable que el siguiente paso pueda estar en Santes Creus, ¿no?

Mars miró a la señora. Ellas sabían más de lo que me decían, en sus miradas se leían códigos y secretos que no debían ser desvelados en mi presencia. Aun así, Mars asintió. Dijo que en efecto la historia que ella conocía del códice estaba estrechamente ligada al Císter, así que mi suposición tenía muchos visos de cierta.

A pesar del cansancio, haber podido hilvanar cuatro datos a partir del escudo de un féretro subterráneo me hizo recobrar una cierta alegría que Mars se encargó de defenestrar enseñándome el teléfono móvil que acababa de sacar de su bolsillo.

—Espera, si llamamos ahora vendrán aquí —le advertí—. Creo que sería mucho mejor emprender el camino a Santes Creus y parar en cualquier lugar para hacer esa llamada.

Estuvo de acuerdo y nos despedimos de la señora, que nos instó a llamarla ante cualquier duda o novedad. Subimos al Citroën negro y enfilamos camino al sur, de vuelta a casa.

Capítulo
27

Valencia, Reino de Valencia, finales de junio, año 1276

E
l calor comenzaba a hacer mella, y el capitán Miquel de Pontroig sentía aumentar la temperatura de sus armas mientras guardaba la tienda del rey. La derrota con los moros en Llutxent había agravado su salud, deteriorada también por los casi setenta años que se le contaban. El capitán
almogàver
hacía veinticinco que lo servía siguiendo los pasos de su padre, Roger de Pontroig. Había luchado brazo con brazo con el monarca en la conquista de Murcia, y fue uno de los elegidos para las Cruzadas a Tierra Santa, su gran fracaso y el inicio de todas sus dolencias. Nadie hablaba de ello en presencia del rey, pero el capitán todavía seguía preguntándose cómo un ejército formado por Maestres del Temple, Hermanos Hospitalarios y los mejores hombres de la infantería
almogàver
fueron derrotados antes incluso de abandonar Occitania por culpa de una gran tempestad.

Mientras recordaba de nuevo aquella maldita empresa, los físicos entraban y salían de la tienda del rey, que todavía tenía redaños para amenazarlos de muerte cada vez que los veía acudir con la bacinilla de babosas. El único por quien el hombre más poderoso del mundo, Jaume I de Aragón, rey de Mallorca y de Valencia, conde de Barcelona y de Urgell, y señor de Montpeller, se dejaba examinar era por un judío flaco de Murcia que había reclutado diez años atrás, y que acababa de salir de la tienda para pedir que buscaran al infante Pere. El judío apenas exhaló un suspiro y se arrastró de nuevo al interior de la estancia real. Pocos, o nadie, lo habían visto jamás fuera de la órbita de su señor. También advirtió al capitán de que no le quedaba demasiado tiempo.

Cuando llegó el infante Pere, el judío administró un bebedizo al rey para permitirle una última charla con su hijo, y salió.

—Sabéis que vuestro hermano Alfonso era el escogido para heredar todo mi linaje —no era una pregunta—, pero el Señor se lo llevó, como pronto hará conmigo, así que atended porque vos seréis el portador de mi carga. Habéis demostrado como Procurador General de Catalunya hábiles maneras diplomáticas, que siempre me faltaron, grandes dotes en el uso de la maza y la caza, y sobre todo un amor por las letras que hace sentirme orgulloso de vos.

—No digáis eso, padre, el Señor todavía debe conservaros muchos años.

—No digáis vos tamañas tonterías —lo reprendió el rey—. De todos mis hijos, solo quedáis vos mismo, vuestra hermana Violante y vuestro hermano Jaume. Sabéis que carezco de vuestra retórica, así que no perdamos este tiempo tan preciado. Debéis comprender el peso que recaerá sobre vuestras espaldas con urgencia.

—Lo siento, padre, pero me apena veros postrado.

—Y os creéis que a mí me agrada. Si tuviera un ápice de fuerza, me levantaría y echaría a esos malditos moros al mar uno tras otro, pero la muerte no distingue entre nobles y vasallos, y ahora siento cómo la bestia me ha mordido en las entrañas…, pero no me agotéis con una charla que vos y yo sabemos infértil. Atendedme, Pere, porque lo que debo explicaros es de vital importancia y solo en vos puedo confiar.

El infante Pere se arrodilló a los pies de su padre y le besó la mano. No recordaba que jamás le hubiese hablado así. En verdad, el viejo monarca sentía cómo la vida se le escapaba en cada palabra que sus ancianos pulmones conseguían arrancar.

—Antes de detallaros el hecho por el que os he mandado llamar, debéis saber que he decidido dividir el reino en dos; aun a pesar de ser vos el mejor heredero que hubiese podido desear, recibiréis solo una parte y otra para vuestro hermano, el infante Jaume —el infante Pere se removió inquieto—. Aragón, Valencia y Barcelona respetarán vuestro mando, y el Reino de Mallorca y las tierras occitanas serán para vuestro hermano.

—Será como decís, padre. No ansiaré las tierras que con justicia legáis al infante Jaume, y defenderé las mías contra cualquier invasor, sea de la sangre que sea —respondió Pere.

Esas eran las informaciones que sus espías le habían anticipado, pero aun a pesar de conocerlas, no le agradaba la idea de dejar las posesiones de las islas a su hermano. Él pretendía el trono robado a su esposa, doña Constanza de Hohenstaufen, por el bastardo francés Carlos de Anjou, y no tener las islas bajo su dominio complicaba el asalto que imaginaba a Sicilia. Había calculado incluso las naves y los hombres necesarios para el éxito de la campaña, y esa partición ideada por su padre no hacía más que complicársela.

—Dejad vuestros pensamientos para cuando haya muerto y atended a lo que debo deciros. Sabéis de mi vida, antes incluso de vuestro nacimiento, por mis escritos, que espero sepáis cuidar, y también por la información de vuestros espías —el infante le mantuvo la mirada—. Pero hay algo que jamás escribí ni conté, algo que por primera vez en mi vida os relataré y que jamás volveré a detallar, como no deberéis hacer vos jamás, ¿lo juráis? —el infante Pere miró a su padre, extrañado. La voz del rey temblaba, no supo si por emoción o por la cercanía de la muerte, pero todo aquello se asemejaba a una última locura, otra fantasía como la de iniciar una cruzada a Tierra Santa con sesenta años. Sin embargo, juró.

—Juro, padre —susurró el infante.

—¡No me tengáis en tal menosprecio, todavía podría levantarme y abofetearos! —gritó el monarca, que parecía leer en la mente de su hijo.

—Lo siento, padre, pero os adentráis en un sendero del que no reconozco salida.

El rey suspiró. Tras la muerte de su esposa Violante de Hungría, dejó a su hijo en manos de dos fieles vasallos, Jazberto y Guillem de Castellnou, que, como buenos catalanes, eran escépticos y desconfiados, y de quienes su hijo había heredado tales actitudes. No sería sencillo convencer al infante Pere de nada que no pudiese contrastar con sus propios ojos. Capaz de sobrevivir cual
almogàver
con una sola camisilla, tal fuera en las naves valencianas como en los riscos nevados, era portador de la misma decisión y arrojo que él mismo recordaba haber tenido.

—Atended. Sabéis que me crié de niño tras las paredes sagradas del Temple —el infante asintió. El rey Jaume I había sido entregado a los Caballeros del Temple de Monzón tras la derrota de su padre en Muret, quien enterró las ambiciones catalanas en una estúpida batalla.

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