Dormimos en un pequeño hotel que emulaba las celdas de los antiguos monjes y regresamos por la mañana, bastante más temprano de la hora prevista para la primera visita guiada. Nos hicimos pasar por dos peregrinos en la ruta del Císter, y una buena propina nos abrió las puertas.
Acudimos directos a la tumba del rey. La luz entraba por el gran rosetón del altar, orientado, como ya sabía por tantas explicaciones, al este para aprovechar la luz de la mañana. El retablo barroco restaba el esplendor que imaginé en los primeros tiempos de la vida monacal, pero no pude evitar sentir un escalofrío ante la imponencia y austeridad de la nave.
Mars no parecía comulgar de mi emoción y recorría una y otra vez la tumba del rey Pere.
Era en efecto un sepulcro extraño. Entre toda la piedra blancuzca destacaba esa bañera rojiza que para nada casaba con el resto, no solo de la tumba, sino de todo el conjunto histórico. Estaba apoyada sobre cuatro perros de mármol que la sostenían en sus esquinas. Su estructura era la de cualquier bañera convencional, en forma cóncava, y estaba decorada con la cabeza de un león a cada lado. En sus extremos aparecían cuatro argollas talladas en la piedra, y la cerraba una roca labrada en forma de tejado, con monjes y santos pintados en ocres, rojos y azules, bajo arcos grabados en sus lados. Alrededor de todo el sepulcro, nueve columnas de piedra hasta el techo con capiteles policromados parecían proteger el descanso centenario del rey.
—Es extraño —me dijo Mars.
—Sí, todo este conjunto, los capiteles dorados, la representación de santos pintados con esos colores estridentes…
—… tan poco comunes en la orden —continuó mi frase Mars.
—Quizá deberíamos fijarnos en las figuras —y dimos un par de vueltas más al sepulcro.
—No hay ninguna que señale nada.
—¿Conoces la iconografía de los santos? —pregunté.
—Sí, de algunos, ese por ejemplo de las llaves, San Pedro, aquel parece San Juan, pero tampoco tenemos la seguridad de que todos sean santos.
—¡No, santos no! ¿Cuántos hay? —¡ya sabía lo que eran!
—¡Seis a cada lado! ¡Son los doce apóstoles! —contestó Mars.
—¡Es cierto!
—Veamos, ninguno señala nada. Ninguno escribe nada —iba diciendo mientras recorría de nuevo el conjunto mortuorio—, todos miran al frente…
—La bandera catalana pintada en el tejado de la casita del muerto… —imité su acento y el tono de maestra de su última reflexión.
—¡Cècil! —me reprendió Mars, aunque mientras daba vueltas a las columnas, vi cómo sonreía.
—Bueno, los apóstoles no hacen nada —admití.
—Quizá la pista no esté aquí —me dijo Mars—. A lo mejor, deberíamos mirar en otro lugar.
—No. La pista está aquí, estoy seguro. Sigamos. Si los apóstoles no miran, ni señalan, ni hacen nada, ¿qué más nos queda? —pregunté en voz alta.
—Los arcos bajo los que están los apóstoles son todos iguales, también me he fijado.
—Sí, todos pintados en color rojo, como las columnas que los separan —afirmé.
—¡Columnas! Cècil, fíjate, los doce apóstoles están metidos en doce arcos, pero no son iguales.
—A mí me parecen iguales… —no veía dónde quería ir a parar.
—Sí, los arcos sí, pero fíjate en las columnas. Son todas rojas.
—¿Y?
—Cècil, mira las columnas. El primero y el último arco de la serie carecen de columna, salen de la piedra, como si la serie de arcos comenzara y acabara contra una pared.
En efecto, los apóstoles, separados seis a cada cara de la urna de piedra, estaban cada uno de ellos bajo un arco sostenido en la columna de la que surgía el siguiente arco. Pero el primero y el último estaban, por decirlo de alguna forma, apoyados en una pared ficticia.
—Cinco columnas a cada lado hacen diez columnas, ¿no? —me preguntó, y asentí—. ¿Y cuántas columnas protegen la tumba del rey? —preguntó eufórica.
—¡Nueve! —grité.
—Así pues, falta una columna, y si hacemos caso de la escultura, debería ser roja.
—¡La columna de pórfido de la otra sala!
La columna que buscábamos estaba justo al otro lado del claustro. Corrimos hasta lo que debió ser una sala un tanto especial, pero cuya explicación nos había pasado inadvertida pendientes como estábamos únicamente de la tumba del rey. Frente a una gran puerta cerrada de madera se levantaba un arco apoyado en una columna de pórfido rojo, el mismo material de la tumba, y descansaba contra la pared lateral de la sala, como en la representación del sarcófago real. El capitel de la columna también estaba decorado con el mismo diseño con que habían labrado los artesanos la tumba del rey. No había duda de la relación entre ambos lugares.
—Aquí es —me dijo Mars.
La puerta de la sala era imposible de abrir sin la llave o material de derribo, así que nos centramos en la columna. Además, en los bajorrelieves no había puertas, sino columnas y arcos. Comenzamos a circundarla, la tocamos, la acariciamos y la golpeamos por si estaba hueca. Pero tras varios intentos comprendimos que, aunque estábamos más cerca, nos encontrábamos perdidos de nuevo.
—¡Maldita sea! ¿Y ahora qué? —pregunté. Era un juego maldito, euforia, pesadumbre, rabia, miedo, euforia…, una y otra vez, la misma combinación.
Mars me pidió las llaves del coche y comenzó a golpear la columna desde la base hasta donde alcanzó su estatura. Era totalmente maciza. Miró al arco, pero su altura era demasiada para alcanzarlo sin la ayuda de una escalerilla, o un taburete. Quizás allí alguien hubiese podido habilitar un escondrijo, ¡pero cómo alcanzarlo! El pedestal era algo más ancho que la columna y quizá, si era capaz de auparme desde allí, podría alcanzar al arco. Me abracé a la columna y me subí sobre el pedestal, di un pequeño salto y golpeé con los nudillos la roca. Un golpe sordo nos indicó que allí tampoco parecía haber nada. Al caer, pisé con fuerza el borde del pedestal.
—¡Cècil, el pedestal! —la miré extrañado—. Ha sonado a hueco.
Mars me ayudó a levantarme y después lo golpeó con las llaves del coche. El golpe sonó como un tambor. ¡La base de la columna estaba hueca!
Buscamos algo con que golpear el pedestal. En apenas unos minutos, el guardia abriría las puertas al primer grupo de turistas y un montón de gente nos robaría la intimidad necesaria para nuestro propósito. Teníamos muy poco tiempo. Mars me llamó. Frente a las escaleras que daban acceso al piso superior había un expositor metálico con el plano del monasterio, uno con patas de hierro colado para dar sensación de antiguo.
Agarramos el cartel y comencé a golpear el pedestal de la columna. Los golpes resonaban con dureza, pero confiamos en que la distancia hasta la puerta de la iglesia, con el claustro de por medio y la puerta exterior cerrada, los amortiguara. Al cuarto o quinto golpe, la piedra se deshizo en una esquina. Mars intentó rascar con las manos, pero fue incapaz de hacer mayor el hueco, así que golpeé un par de veces más hasta que la piedra se rajó y dejó al descubierto su secreto, el secreto de un rey.
Mars se agachó y sacó un pequeño cofre de madera, sucio de cascotes blancos, y que me clavó en el estómago mientras me besaba en uno de los mejores momentos de mi vida.
¡Lo teníamos!
M
arco Santasusanna la miraba. Aquella muchacha tenía unos ojos hermosos, aunque ahora estuvieran ocultos tras unos párpados demasiado hinchados. Los lamentos desgarrados de
Tosca
amortiguaban el sonido de los motores del avión que trazaba una estela transgresora del pacífico azul celeste.
—Señorita, esté tranquila. Si colabora, no volverá a ver a ese hombre en la vida, se lo aseguro.
Pero Azul no contestó. Sabía que tras aquellos modales refinados se escondía un ser despreciable, el mismo que había consentido que aquel salvaje la golpeara sin piedad. Miraba por la ventana del avión. «Todo en la distancia era hermoso», pensó, «solo la cercanía nos da la visión de la realidad, solo entonces se sufre o se vive, lo demás es simplemente una ilusión», como cuando era niña y aquellos niños franceses la dejaban mirar mientras ellos jugaban con sus trenes eléctricos. Así veía ahora el mundo, en una maqueta lejana llena de muñequitos de plástico y árboles de fibra.
—¿Me oye, señorita?
Un camarero le preguntó si deseaba tomar algo durante el trayecto. Negó con la cabeza.
—Señorita, no confunda mis formas. No estoy acostumbrado a que se me ignore, me cuesta un movimiento de mano hacer que este avión dé la vuelta y la reúna con su amiga para hacer un hermoso trío. ¿Me comprende? Mientras usted colabore, mantendremos a su amiga apartada de él, incluso a usted, pero si continúa con esta actitud, no dudaré ni un segundo en cambiar de táctica.
—¿Qué desea? —preguntó Azul.
—Ya sabe qué deseamos, lo mismo que usted, solo que parece que nos lleva algo de ventaja. De sus palabras hemos destilado que tiene algo más de información que nosotros, incluso estamos seguros de que sabe cómo seguir desde Cîteaux, ¿me equivoco?
Azul no se dejó impresionar por las palabras del italiano. Su acento era dulce, pero su voz sonaba fría, como el filo de un cuchillo japonés, y bastante más afilada.
—Ya les dije todo lo que sé, que el códice, en caso de haber existido, estuvo en manos de Bernardo de Claraval, heredado de Roberto de Molesmes, pero desconozco si eso fue así o no.
—Bien, ahora lo investigaremos juntos. ¿Empezaremos por Cîteaux, verdad?
¡Cîteaux! Esa era la solución, los hermanos la descubrirían de inmediato y avisarían a la Policía, quizá después de todo quedaba alguna esperanza. Marco Santasusanna vio el brillo de esperanza en los ojos de Azul.
—Hermana, sé que tiene la ilusión de que sus amiguitos, o quienes sean, la reconozcan y la rescaten cual Sant Jordi de las garras del dragón, pero debo advertirle algo, este dragón no está solo, está en contacto constante con el resto de la manada, y si algo no sale como está previsto, la otra princesa no se salva. Vamos, no ponga esa cara, no me creerá imbécil, ¿verdad?
No, Azul no lo creía imbécil.
—Entonces no podemos ir a Cîteaux, allí me conoce toda la comunidad.
—Ya he pensado en eso, acudiremos como un par de turistas.
—No creo que mi aspecto nos lo permita, además en Cîteaux ya no queda nada.
Los ojos del italiano se abrieron como trufas.
—Explíquese —se limitó a decir.
—Encontré la pista que dejó el santo en Cîteaux, ¡no el códice! —se apresuró a decir—, pero sí una pista que creo nos puede llevar a él. Sin embargo, debe prometerme algo, sin su palabra no seguiré adelante. Usted mismo me ha asegurado que tiene valor.
—No creo que esté en condiciones de hacer muchas peticiones.
—Esta sí —lo desafió Azul.
—Hable.
—Si les ayudo, dejarán en libertad a mi amiga.
—Señorita, lo que sí le puedo garantizar es que si se trata de una nueva estratagema, ¿ustedes también utilizan esta palabra para el arte de la mentira, verdad? —nadie contestó a su pregunta—, las dos desearán no haber nacido. Hable.
—No me ha dado su palabra —insistió Azul con una fuerza que parecía imposible arrancar de aquel menudo cuerpo.
—Veré qué puedo hacer, ahora no me haga perder más tiempo, hable de una vez.
—Encontré un escrito —le dijo Azul— que hablaba del códice, con las pistas para encontrar dónde lo ocultó el santo.
—¿Y dónde está ese escrito? —preguntó Marco Santasusanna, que no consiguió ocultar la emoción en el tono de su voz.
—En Barcelona, lo dejé en casa de un amigo.
Marco se levantó y se dirigió a la parte trasera del avión, Azul vio cómo cerraba una mampara que aislaba su despacho del resto de la cabina.
—¿De la Vega?, atiende. La chica dice que sabe cómo llegar hasta el códice, que el santo dejó testimonio del escondite en un escrito —esperó a que su socio se tranquilizase y prosiguió—. Parece ser que lo dejó en casa de un amigo, en Barcelona. Sí, ya había pensado hacer eso. No, no creo que se trate de ninguna trampa, sabe que si nos engaña, su amiga morirá. No te preocupes, ya me conoces, no me gusta hacer las cosas sin tener en cuenta los posibles riesgos. Sí, comunícate con los demás. Te mantendré informado.
Cuando Marco Santasusanna abrió de nuevo la mampara, pasó por delante de Azul sin ni siquiera parar a mirarla. Entró como un rayo en la cabina del piloto y le ordenó un cambio de ruta. Aterrizarían en el Aeropuerto de Sabadell en menos de una hora.
—Quiero que nos esperen con un vehículo cerrado —fue todo lo que Azul escuchó antes de dejarse vencer por un sueño entre fingido y real que la mantuvo segura por una hora más de vida.
E
n poco menos de una hora, llegaríamos a Barcelona. Habíamos decidido escondernos en mi casa hasta resolver lo que escondía nuestro hallazgo, y después llamar a aquellos locos que tenían secuestradas a Azul y a la condesa.
Mars no había parado de dar vueltas al pequeño cofre en todo el camino. Era un estuche de madera de unos cuarenta centímetros de largo por unos doce de diámetro, cerrado con una extraña cerradura en forma de pez, en uno de los extremos. Me recordó a un tubo portaplanos como los que utilizan los arquitectos. No existían marcas de unión entre las láminas de la madera, por lo que supusimos que lo habían fabricado de una sola pieza. Solo la tapa en un extremo delataba que algo se escondía en su interior.
Llegamos a casa cerca del mediodía. Después de examinar con más cuidado el tubo de madera, comprendimos que sería imposible forzar la cerradura. Ni Mars ni yo teníamos idea de cómo hacer una cosa así, incluso aunque hubiésemos dispuesto de las herramientas necesarias. Solo quedaba una opción. Abrí mi pequeño cajón de sastre y saqué una antigua sierra de calar que había sido de mi padre, además de dos «sargentos», dos pinzas metálicas que asegurarían el tubo mientras yo aplicaba la sierra contra la tapa.
Incliné un poco el estuche al sujetarlo contra la mesa, por si había algún líquido en su interior, y decidí serrar a medio centímetro del extremo en donde estaba el pez grabado. El ruido y el serrín ocuparon todo el salón, hasta que cayó al suelo un anillo de cinco milímetros de grosor.
Mars corrió a ver el interior del estuche, como yo, pero la tapa resultó más gruesa que el medio centímetro, y tuve que cortar de nuevo. Agarré la sierra y corté a cinco milímetros del primer corte. Otro disco de madera perfecto cayó sobre el
parquet
sin descubrir todavía el interior. Fueron necesarios dos cortes más hasta que descubrimos una bolsa de tela color púrpura que Mars me ayudó a sacar con extremo cuidado.