El perro de terracota (23 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El perro de terracota
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—De modo que usted nunca supo quién era este «él» —dijo el comisario.

—No. Jamás me lo quiso decir.

—Después de esta carta, ¿ya no recibió ninguna más?

—¿Bromea? Ya es un milagro que recibiera ésta en aquellos días en que el estrecho de Messina no se podía cruzar, pues lo bombardeaban sin cesar. Después, el 9 de julio desembarcaron los americanos y las comunicaciones quedaron interrumpidas de manera definitiva.

—Disculpe, señora, pero, ¿recuerda la dirección de su amiga en Serradifalco?

—Pues claro. En casa de la familia Sorrentino, via Crispi, 18.

Hizo ademán de introducir la llave en la cerradura, pero se detuvo, alarmado. Desde el interior de su casa se oían voces y ruidos. Sopesó la conveniencia de regresar al coche y tomar la pistola, pero no lo hizo. Abrió con cautela la puerta, sin hacer ruido.

Y de pronto, recordó que se había olvidado por completo de Livia. Quién sabe el rato que debía de llevar esperándolo.

Le llevó la mitad de la noche volver a hacer las paces.

A las siete de la mañana se levantó sin hacer ruido, marcó un número de teléfono y habló en voz baja.

—¿Fazio? Tienes que hacerme un favor... Debes llamar y decir que estás enfermo.

—No hay problema.

—Quiero, antes de esta noche, vida, muerte y milagros de un tal Stefano Moscato, fallecido aquí en Vigàta hace unos cinco años. Pregunta por el pueblo, echa un vistazo a las fichas y a lo que te parezca. Por lo que más quieras...

—No se preocupe.

Colgó, tomó un bolígrafo y papel y escribió:

Querida: tengo que irme por un compromiso urgente y no quiero despertarte. Seguramente regresaré a casa a primera hora de la tarde. ¿Por qué no tomas un taxi y te vas a ver los templos griegos? Siguen siendo tan espléndidos como siempre. Un beso.

Salió como un ladrón; si Livia hubiera abierto los ojos, habrían tenido una pelea.

Tardó una hora y media en llegar a Serradifalco; el cielo estaba despejado y se sentía tan contento, que le entraron ganas de silbar. Le vino a la mente Caifás, el perro de su padre, que paseaba triste y aburrido por la casa, pero que se animaba de golpe en cuanto veía que el amo empezaba a preparar los cartuchos, y se transformaba en una masa de energía cuando lo llevaban de caza. Encontró enseguida via Crispi; el número 18 correspondía a una mansión del siglo XIX, de dos pisos. Había un timbre con una placa que decía SORRENTINO. Una joven simpática, de unos veinte años, le preguntó qué deseaba.

—Quisiera hablar con el señor Andrea Sorrentino.

—Es mi padre, pero no está en casa. Lo puede encontrar en el Ayuntamiento.

—¿Trabaja allí?

—Sí y no. Es el alcalde.

—Pues claro que me acuerdo de Lisetta —dijo Andrea Sorrentino.

Llevaba muy bien sus sesenta y tantos años; sólo tenía alguna que otra cana y era un hombre muy apuesto.

—Pero, ¿por qué me pregunta por ella?

—Se trata de una investigación muy reservada. Lamento no poderle decir nada. Pero tenga la certeza de que para mí es muy importante averiguar algunos datos.

—Muy bien, señor comisario. Mire, guardo recuerdos muy hermosos de Lisetta. Dábamos largos paseos por el campo y yo a su lado me sentía orgulloso, como un adulto, pues ella me trataba como si yo tuviera su edad. Cuando su familia abandonó Serradifalco y regresó a Vigàta, ya no tuve noticias directas suyas.

—¿Cómo es posible?

El alcalde titubeó un instante.

—Bueno, se lo cuento porque ya son historias pasadas. Creo que mi padre y el padre de Lisetta se pelearon a muerte. A fines de agosto del 43, mi padre regresó a casa una noche con el rostro desencajado. Había ido a Vigàta a ver a
u zu Stefanu
, como yo lo llamaba, por no sé qué asunto. Estaba pálido, tenía fiebre; recuerdo que mamá se asustó mucho y que, al verlo, yo también me asusté. No sé qué habrá ocurrido entre ambos, pero al día siguiente, a la hora de comer, mi padre dijo que en casa no se debería pronunciar nunca más el apellido Moscato. Yo obedecí a pesar de mi deseo ardiente de preguntarle por Lisetta. Mire, estas peleas tan tremendas entre parientes...

—¿Usted recuerda al soldado americano que Lisetta conoció aquí?

—¿Aquí? ¿Un soldado americano?

—Sí. Por lo menos, eso creo haber entendido. En Serradifalca conoció a un soldado americano, se enamoraron, ella lo siguió y, al cabo de algún tiempo, se casaron en América.

—De esta historia de la boda oí decir algo porque una tía, hermana de mi padre, recibió una fotografía de Lisetta vestida de novia, con un soldado americano.

—Pues entonces, ¿por qué se ha extrañado?

—Me ha extrañado que usted diga que Lisetta conoció al americano aquí. Mire, cuando los americanos ocuparon Serradifalco, ya hacía por lo menos diez días que Lisetta había desaparecido de casa.

—¿Qué me dice?

—Lo que oye. Una tarde, sobre las tres o las cuatro, vi que Lisetta se disponía a salir de casa. Le pregunté cuál sería aquel día la meta de nuestro paseo. Me contestó que no me enojara, pero que ese día prefería salir sola a dar el paseo. Sin embargo, yo me lo tomé a mal. Por la noche, a la hora de cenar, Lisetta no había regresado. Tío Stefano, mi padre y unos cuantos campesinos salieron en su busca, pero no la encontraron. Pasamos horas terribles, andaban por allí muchos soldados italianos y alemanes y los mayores temieron que la hubieran violado... A la tarde del día siguiente,
u zu Stefanu
se despidió de nosotros y dijo que no regresaría sin antes haber encontrado a su hija. En casa se quedó la madre de Lisetta, deshecha la pobre mujer.

»Después se produjo el desembarco y el frente nos separó. El mismo día en que pasó el frente, Stefano Moscato regresó para recoger a su mujer; nos dijo que había encontrado a Lisetta en Vigàta y que la fuga había sido una chiquillada. Ahora, si usted me ha seguido, habrá comprendido que Lisetta no pudo haber conocido a su futuro esposo aquí en Serradifalco sino en Vigàta, en su pueblo.

Veinte

Los templos griegos ya sé que son espléndidos desde que te conozco me he visto obligada a visitados unas cincuenta veces y por eso te los puedes meter, columna por columna, en el sitio que tú sabes, me voy por mis asuntos y no sé cuándo volveré.

La nota de Livia rezumaba furia. Montalbano la asimiló pero, como al regreso de Serradifalco le había entrado un hambre canina, abrió el refrigerador: nada. Abrió el horno: nada. El sadismo de Livia, que no quería ver a la asistenta cuando ella estaba en Vigàta, había llegado hasta el extremo de limpiar impecablemente todo; no se veía en la casa ni una miga de pan. Montalbano regresó a su automóvil y llegó a la
trattoria
San Calogero cuando ya estaban bajando las persianas.

—Para usted siempre está abierto, señor comisario.

Porque estaba muerto de hambre y para vengarse de Livia, se pegó un atracón que por poco lo obliga a llamar al médico.

—Hay una frase que me da que pensar —dijo Montalbano.

—¿Cuando dice que quiere hacer una locura?

El comisario, el director Burgio y la señora Angelina estaban tomando café en el salón.

Montalbano sostenía en la mano la carta de la joven Moscato, que acababa de volver a leer en voz alta.

—No, señora, la locura ya sabemos que la cometió después, me lo dijo el señor Sorrentino, que no tenía ningún motivo para contarme una cosa por otra. Pocos días antes del desembarco, a Lisetta se le ocurre la idea ingeniosa de fugarse de Serradifalco para regresar a Vigàta y reunirse con el hombre que ama.

—Pero, ¿cómo pudo hacerlo? —preguntó angustiada la señora.

—Debió de pedir que la llevara algún vehículo militar...

Por aquel entonces había un constante ir y venir de italianos y alemanes. Siendo bonita como era, no le habrá costado demasiado —terció Burgio, que había decidido colaborar, rendido a regañadientes a la evidencia de que, de vez en cuando, las fantasías de su mujer tenían un fundamento real.

—¿Y las bombas? ¿Y los ametrallamientos? Dios mío, qué valor tuvo —exclamó la señora.

—Pues entonces, ¿cuál es la frase? —preguntó con impaciencia el director.

—Ésa en que Lisetta le cuenta a su esposa que él le ha hecho saber que, después de todo el tiempo que llevaban en Vigàta, han recibido la orden de irse.

—No entiendo.

—Verá, señora, esa frase nos dice que él se encontraba en Vigàta desde hacía mucho tiempo, lo cual significa implícitamente que no era un joven del pueblo. Segundo: le hace saber a Lisetta que está a punto de verse obligado a abandonar Vigàta.

Tercero: utiliza el plural y, por consiguiente, quien tiene que abandonar el pueblo no es sólo él sino un grupo de personas. Todo ello me induce a pensar que era un militar. Quizá me equivoque, pero me parece la suposición más lógica.

—Lógica... —repitió el director Burgio.

—Dígame, señora, ¿cuándo fue la primera vez que Lisetta le dijo que se había enamorado? ¿Lo recuerda?

—Sí, porque estos días no he hecho otra cosa más que esforzarme en recordar todos los más mínimos detalles de mis encuentros con Lisetta. Debió de ser hacia el mes de mayo o junio del 42. Me refresqué la memoria con un viejo diario que encontré.

—Ha revuelto toda la casa —rezongó el marido.

—Tendríamos que averiguar qué guarniciones militares fijas había aquí entre principios del 42, y puede que antes, y julio del 43.

—¿Cree que va a ser fácil? —preguntó el director—. Yo, por ejemplo, recuerdo un montón... Estaban las baterías antiaéreas, las navales, había un tren blindado con un cañón, escondido en el interior de una galería, estaban los militares del cuartel y los de los búnkers... Los marinos no, ésos iban y venían. Es una investigación prácticamente imposible.

Se desanimaron. De repente, Burgio se levantó.

—Voy a llamar a Burruano. Él siempre estuvo en Vigàta, antes, durante y después de la guerra. Yo, en cambio, en deter­minado momento, me largué.

La señora intervino de nuevo.

—Tal vez fuera un enamoramiento pasajero, a aquella edad no se sabe distinguir, pero debió de ser una cosa muy seria, seria hasta el extremo de inducirla a fugarse de casa, aun a riesgo de enfrentarse con su padre, que era un carcelero, o eso me decía ella, por lo menos.

A Montalbano le subió a los labios una pregunta; no deseaba hacerla, pero su instinto de cazador ganó la partida.

—Perdone que la interrumpa. ¿Podría concretar... podría decirme en qué sentido utilizaba Lisetta la palabra «carcelero»? ¿Eran los típicos celos sicilianos hacia la hija? ¿Celos obsesivos?

La señora lo miró un instante y después bajó los ojos.

—Mire, tal como ya le dije, Lisetta era mucho más madura que yo... Yo era todavía una niña. Mi padre me tenía prohibido ir a casa de los Moscato y por eso teníamos que vernos en la escuela o en la iglesia. Allí conseguíamos permanecer unas cuantas horas tranquilas. Hablábamos. Y ahora yo estoy tratando de recordar lo que me decía o insinuaba. Creo que hubo muchas cosas que entonces no comprendí...

—¿Cuáles?

—Por ejemplo, hasta un momento determinado Lisetta llamó a su padre «mi padre», pero, a partir de cierto día, lo llamó siempre «ese hombre». Puede que eso no signifique nada. Otra vez me dijo: «Ese hombre acabará por hacerme daño, mucho daño». Yo entonces pensé que se refería a una cuestión de golpes, de palizas, ¿comprende? Ahora me asalta una terrible duda acerca del verdadero significado de aquellas palabras. —Hizo una pausa, tomó un sorbo de café y añadió: —Era valiente, y mucho. En el refugio, cuando caían las bombas y todos temblábamos y llorábamos de miedo, era ella la que nos daba ánimos y nos consolaba. Pero, para haber hecho lo que hizo, debió de necesitar el doble de valentía; desafiar a su padre e irse en medio de los ametrallamientos, venir aquí y hacer el amor con un hombre que ni siquiera era su novio oficial. Por aquel entonces, éramos distintas de las chicas de diecisiete años de hoy en día.

El monólogo de la señora fue interrumpido por el regreso del director Burgio, tremendamente alterado.

—No encontré a Burruano, no estaba en casa. Venga, señor comisario, acompáñeme.

—¿A buscar al contable?

—No, no, se me ha ocurrido una idea. Si tenemos suerte y acierto, le regalaré a San Calogero cincuenta mil liras en las próximas fiestas.

San Calogero era un santo negro muy venerado por los habitantes del pueblo.

—Si usted acierta, yo le regalaré otras cincuenta mil —dijo Montalbano, arrastrado por el entusiasmo.

—Pero ¿se puede saber adónde van?

—Después te lo digo —contestó Burgio.

—¿Y a mí me dejan plantada? —insistió la señora.

El director Burgio ya había alcanzado la puerta, furioso. Pero Montalbano le dijo:

—Yo la tendré informada de todo.

—Pero ¿cómo carajo es posible que me haya olvidado de la
Pacinotti
? —murmuró el director Burgio, una vez en la calle.

—¿Quién es esta señora? —preguntó Montalbano.

Se la imaginaba cincuentona y rechoncha. El director no contestó. Montalbano siguió con sus preguntas.

—¿Tomamos el coche? ¿Tenemos que ir muy lejos?

—Pero qué lejos ni qué demonios. Son cuatro pasos.

—¿Quiere explicarme quién es esta señora Pacinotti?

—Pero, ¿por qué la llama señora? Era un buque nodriza; se utilizaba para reparar los desperfectos que se podían producir en los navíos de guerra. Quedó anclado en el puerto hacia fines del año 40 y de allí no se movió. Su tripulación estaba formada por marineros que también eran mecánicos, carpinteros, electricistas, plomeros... Eran todos jóvenes. Muchos de ellos, después de su larga permanencia aquí, acabaron siendo como gente del pueblo. Se hicieron amistades y hubo noviazgos. Dos de ellos se casaron con chicas de aquí. Uno ya ha muerto, se llamaba Tripcovich; el otro es Marin, el propietario del taller mecánico de Piazza Garibaldi. ¿Lo conoce?

—Es mi mecánico —contestó Montalbano.

Pensó con amargura que estaba volviendo a hacer un viaje por la memoria de los viejos.

Un cincuentón gordo y malhumorado, enfundado en un overol muy sucio, atacó al director Burgio sin saludar al comisario.

—¿Por qué viene a perder el tiempo? No está listo, le dije que el trabajo sería muy largo.

—No ha venido por el coche. ¿Está su padre?

—¡Pues claro que está! ¿Adónde quiere que vaya? Se queda aquí a fastidiarme y a decirme que no sé trabajar, que los genios mecánicos de la familia son él y su nieto.

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