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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe

BOOK: El policía que ríe
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Originalmente publicado en Suecia en 1968,
El policía que ríe
tiene como escenario Estocolmo, en medio de las protestas antiamericanas. Una borrascosa noche de noviembre, alguien dispara a ocho personas y al conductor dentro de un autobús. Pronto se supone que se trata de un asesinato múltiple. ¿Pero es coincidencia que uno de los muertos sea un policía fuera de servicio? ¿Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado? ¿O llegó a seguir tan de cerca al asesino, que al final éste le dio caza?

Maj Sjöwall & Per Wahlöö

El policía que ríe

Martin Beck, 4

ePUB v1.0

ErikElSueco
01.01.11

Prólogo

Un sueco de verdad, Ekström, que compartía habitación conmigo en la residencia universitaria, fue quien me dio a conocer este libro. Me regaló una edición barata, de bolsillo, en cuya portada aparecía la foto cutre de un individuo enfundado en una gabardina, que lucía gafas de sol de estilo mod y apuntaba a la cara del lector con una ametralladora. Esto sucedió en 1979. Por entonces, yo sólo leía gran literatura (Shakespeare, Kafka, Goethe) y aunque podía perdonar a Ekström por no advertir que me había convertido en una persona seria, lo cierto es que no sentí ni el más mínimo interés por leer un libro con una portada tan escabrosa. Sólo al cabo de muchos años, una mañana que estaba en cama, enfermo y demasiado débil para enfrentarme a Faulkner, Henry James y gente por el estilo, volví por azar a echar mano al libro. En esa época, yo estaba casado con una mujer que también se dedicaba a escribir, e invertía buena parte de mis energías en la obsesiva tarea de evitar resfriados, hasta tal punto que me lavaba las manos de forma compulsiva y llegué a inventar un pequeño gesto privado, para recordar a mi mujer que antes de llevarse las manos a los ojos debía limpiarlas de gérmenes. La razón de todo esto era que cada vez que cogía un catarro era incapaz de escribir y de fumar, y cuando era incapaz de escribir y de fumar no lograba sentirme inteligente, puesto que sentirme inteligente constituía mi única defensa frente al mundo. Pues bien, ¡qué consuelo más perfecto resultó ser
El policía que ríe
! Después de conocer al comisario Beck perdí para siempre el miedo a los catarros (y mi mujer, a su vez, dejó de sentir miedo ante mi malhumor, cada vez que cogía uno). Y es que, desde ese momento, los catarros quedaron asociados al lúgubre y divertido mundo de la policía criminal sueca. Diez eran, en total, las novelas negras de Martin Beck, todas ellas dignas de ser leídas de cabo a rabo durante el peor día de dolor de garganta. Mi entrega favorita, la que leía más a menudo, era
El policía que ríe
. Sus autores, el feliz matrimonio de Maj Sjöwall y Per Wahlöö, conseguían casar en ellas la satisfactoria sencillez de la novela de género y el aliento tragicómico de la gran literatura. En sus libros el bello y hábil trabajo de la investigación detectivesca se combina con poderosas y puras evocaciones del tipo de sufrimiento que tanto ansia la gente con dolor de garganta.

«El tiempo era horrible», nos informan los autores en la primera página de
El policía que ríe
. E igual de horrible seguirá siendo durante toda la obra. El suelo de la jefatura de policía «aparecía cubierto de suciedad», y quienes lo ensuciaban estaban «empapados de sudor y lluvia». La acción de uno de los capítulos se desarrolla durante «un miércoles repulsivo». Otro comienza: «Lunes. Nieve. Viento. Un frío de todos los demonios». Y lo que vale para el tiempo vale también para la sociedad en general. La visión negativa que tienen Sjöwall y Wahlöö de la Suecia de posguerra, tema recurrente en todas sus novelas, alcanza extremos delirantes en
El policía que ríe
. El invierno sueco es indefectiblemente un asco, los periodistas suecos son indefectiblemente sensacionalistas y estúpidos, las caseras suecas son indefectiblemente racistas y codiciosas, las autoridades policiales suecas miran indefectiblemente por su propio interés, la clase alta sueca es indefectiblemente decadente o depravada, los manifestantes pacifistas suecos son indefectiblemente perseguidos, los ceniceros suecos están indefectiblemente llenos a rebosar, el sexo en Suecia es indefectiblemente sórdido o repulsivamente crudo y las calles suecas en período navideño constituyen indefectiblemente una pesadilla. Cuando el inspector Lennart Kollberg consigue por fin una tarde libre y se sienta a tomarse un buen trago de aguardiente, el lector sabe con seguridad que su teléfono está a punto de sonar con algún asunto urgente. Es probable que el Estocolmo de los años sesenta tuviese su buena dosis de fealdad y frustraciones, pero la fealdad absoluta y la frustración absoluta que se describen en la novela son, evidentemente, exageraciones cómicas.

Huelga decir que el modélico sufridor del libro, Martin Beck, no le ve la gracia al asunto. Es más, si algo hace de esta novela una lectura tan reconfortante es precisamente su negativa a reconfortar al protagonista. Cuando sus hijos, el día de Navidad, pinchan en el tocadiscos una grabación de la canción
El policía que ríe
, en la que Charles Penrose suelta enormes carcajadas entre verso y verso, Beck escucha serio como una tumba mientras sus hijos ríen sin parar. Beck se suena la nariz y estornuda -arrastra un catarro aparentemente incurable- sin dejar de fumar su tabaco malo, marca Florida. Es un hombre caído de hombros y de tez grisácea, mal jugador de ajedrez. Padece úlcera, toma demasiado café («para empeorar las cosas») y duerme solo en el sofá del cuarto de estar (para no tener que vérselas con su mujer, una auténtica tarasca). En ningún momento contribuye de forma espectacular a la aclaración de la matanza cometida en el capítulo 2 del libro. Su única aportación valiosa consiste en descubrir qué viejo caso archivado estaba investigando un joven colega fallecido. Pero olvida comentar este dato con los demás y, por no registrar a conciencia el escritorio de su difunto colega, hace que su equipo de trabajo pase por toda una serie de contratiempos, que se prolongan durante mes y medio y bien hubieran podido evitarse. En este libro, su intervención más digna de mención no viene a resolver un crimen sino a evitar otro, quitando las balas del cargador de una pistola.

Un rasgo llamativo de Sjöwall y Wahlöö, como autores de novela de intriga, es el insobornable distanciamiento que mantienen frente al protagonista. Dejan que Martin Beck sea un policía de verdad, lo cual significa que no caen en la tentación de convertirlo en rebelde romántico, héroe inadaptado, genio en la resolución de enigmas, bebedor interesante, benefactor anónimo o cualquier otra máscara autocomplaciente, de esas que los autores de novela negra suelen proyectar sobre sus protagonistas. Beck es cauteloso, retraído, flemático y, en general, poco literario. Sin embargo, Sjöwall y Wahlöö, al representarle con comprensión no exenta de rigor, hacen justicia a la realidad del trabajo policial. Es verdad que a veces se permiten ciertas libertades con los personajes secundarios, especialmente con Lennart Kollberg, hombre «sensual» y que odia las armas, en cuyas diatribas izquierdistas resulta difícil no percibir la voz y las opiniones de los propios autores. Pero Kollberg, significativamente, es el detective que más extraño se siente dentro del departamento de policía. En una entrega posterior de la serie acabará incluso abandonando la policía, mientras que Martin Beck, fiel a su deber, continuará subiendo en el escalafón. Aunque se ha insistido mucho -y con razón- en que la pretensión de Sjöwall y Wahlöö, en los diez volúmenes que componen la serie, era trazar el retrato de una sociedad moderna y corrompida, no menos impresionante resulta el modo en que, libro a libro, se nos va revelando cuan obstinadamente Otro es el mundo en que se desarrolla el trabajo policial.

Mientras la matanza sigue sin resolver, Beck no puede dejar de sentirse abatido. Él y sus colegas investigan miles de pistas inútiles, van de puerta en puerta desafiando gélidos vientos, aguantan los improperios que les dirigen todo tipo de necios y sádicos, emprenden largos y sufridos viajes en coche por carreteras invernales, se tragan un número inimaginable de indigestos informes. Hacer trabajo policial es, en una palabra, sufrir. Los lectores, que no somos Martin Beck, podemos reírnos de lo horrible que resulta dicho mundo y de su espantosa capacidad para infligir sufrimiento a los detectives. Para los lectores, el libro es un entretenimiento de principio a fin. Con todo, son precisamente esos sufridos maderos quienes consiguen el bello resultado final: la aclaración simultánea de un crimen viejísimo y de otro reciente, espantoso, resolución que se articula en torno a un delicioso motivo de recóndita erudición automovilística y que viene preludiada por las palabras que, uno tras otro, van repitiendo todos los testigos: «Eso mismo me preguntó él».
El policía que ríe
atraviesa la fealdad del mundo real para alcanzar finalmente la belleza autosuficiente del trabajo policial bien hecho. El libro se nutre de la tensión entre la visión antiutópica de los autores y el optimismo propio del género- Cuando Martin Beck finalmente ríe, en la última página, lo hace al advertir cuan innecesario ha sido todo el sufrimiento. Y cuan irreal.

J
ONATHAN
F
RANZEN

CAPÍTULO I

En la tarde del 13 de noviembre en Estocolmo llovía a cántaros. Martin Beck y Kollberg estaban en casa de este último, situada no muy lejos de la estación de metro de Skärmarbrink, en una de las zonas residenciales del sur, enfrascados en una partida de ajedrez. Ambos libraban, pues los últimos días no había sucedido nada de particular.

Martin Beck era un pésimo jugador de ajedrez, pero de todas maneras se obstinaba en jugar. Kollberg tenía una hija de poco más de dos meses. Precisamente esa tarde se veía obligado a ejercer de niñero. Martin Beck, por su parte, no tenía muchas ganas de volver a casa antes de lo estrictamente necesario. El tiempo era horrible. La lluvia caía a rachas, barriendo los tejados de las casas y golpeando con estrépito en los cristales de las ventanas. Las calles estaban en general desiertas, pobladas tan sólo por un pequeño número de personas, que creían tener razones de peso para salir de casa con un tiempo así.

Ante la embajada de Estados Unidos, sita en Strandvägen, y a lo largo de las calles adyacentes, cuatrocientos doce policías se enfrentaban a aproximadamente el doble de manifestantes. Los agentes del orden iban provistos de bombas de gas lacrimógeno, pistolas, látigos, porras de goma, coches, motocicletas, estaciones de onda corta, megáfonos de pilas, perros—policía y caballos alborotados. Los manifestantes no tenían más arma que una misiva y pancartas de cartón, que comenzaban a deslavazarse bajo la lluvia torrencial. Resultaba difícil ver en ellos un grupo unitario, pues había gente de la más variada extracción social: desde colegialas de trece años con vaqueros y trenkas y estudiantes universitarios serios como tumbas, hasta provocadores y pendencieros de oficio, y como mínimo una artista de ochenta y cinco años con boina y paraguas de seda azul. Algún poderoso interés común los había echado a la calle, a despecho de la lluvia y de lo que pudiera sucederles. Por otra parte, el bando policial tampoco reunía precisamente a lo más selecto del cuerpo; había sido formado con gente procedente de todos los distritos, pero cualquier policía que tuviera amistad con un médico o que dominase el arte de escurrir el bulto, se había descolgado de tan desagradable empresa. Quedaban, por tanto, los que sabían lo que hacían y hallaban gusto en ello, y también los que en la jerga profesional se denominaban «gallitos», esto es, novatos sin ninguna experiencia que, por ello mismo, no osaban escaquearse y que tampoco tenían la más remota idea de lo que realmente se traían entre manos los otros, ni menos aún de por qué lo hacían. Los caballos se encabritaban y mordían el freno, los policías manoseaban las fundas de sus pistolas y se lanzaban al ataque una y otra vez con las porras de goma. Una chica joven esgrimía una pancarta con la memorable consigna: ¡CUMPLE CON TU DEBER: FOLLAR Y PARIR MÁS POLICÍAS! Tres agentes de ochenta y cinco kilos de peso se abalanzaron sobre ella, rompieron en pedazos la pancarta y arrastraron a la chica a uno de los furgones, donde le retorcieron el brazo tras la espalda y le tocaron las tetas. Ese mismo día había cumplido trece años y aún no había mucho de donde agarrar.

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