El policía que ríe (8 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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Señaló los periódicos y añadió:

— En cuanto vean esto.

— El reloj de Stenström se detuvo a las 23 horas 03 minutos y 37 segundos —continuó Kollberg con voz monótona—. Hay motivos para suponer que se trata del momento exacto en que se efectuaron los disparos.

— ¿Los primeros o los últimos? —preguntó Hammar.

— Los primeros —dijo Martin Beck.

Luego se dirigió hacia el croquis colgado en la pared y puso el índice derecho sobre la cruz que había dibujado un poco antes.

— Suponemos que quien disparó estaba situado precisamente aquí, en la plataforma que conduce a las puertas de salida.

— ¿En qué te basas para suponerlo?

— En las trayectorias de las balas. En la posición de los casquillos en relación a los cuerpos.

— Vale. ¿Qué más?

— También suponemos que el individuo en cuestión disparó tres ráfagas. La primera, hacia delante, de izquierda a derecha, alcanzando a todas las personas que viajaban en la parte delantera del autobús, esto es, las que en el croquis aparecen representadas con los números uno, dos, tres, ocho y nueve. El uno es el conductor; el dos, Stenström.

— ¿Y luego?

— Luego se dio la vuelta, probablemente por la derecha, y disparó una segunda ráfaga contra los cuatro que se hallaban en la parte trasera del coche, también de izquierda a derecha, matando a los números cinco, seis y siete e hiriendo al número cuatro, el tal Schwerin, que yacía de espaldas en la parte posterior del pasillo. En nuestra interpretación, esto quiere decir que iba sentado en el banco transversal izquierdo del autobús y que tuvo tiempo de levantarse. Habría sido, por tanto, el último en recibir los disparos.

— ¿Y la tercera descarga?

— Fue también hacia delante —respondió Martin Beck—, pero esta vez de derecha a izquierda.

— ¿Y el arma sería una metralleta?

— Sí —respondió Kollberg—. Lógicamente. Si se trata del tipo corriente en el ejército,…

— Un momento —le interrumpió Hammar—. ¿Cuánto tiempo requeriría todo esto? Quiero decir: disparar hacia delante, dar media vuelta, disparar hacia atrás, dirigir nuevamente el arma hacia delante y vaciar el cargador…

— Teniendo en cuenta que ignoramos el tipo de arma… —comenzó a decir Kollberg, pero Gunvald Larsson le interrumpió:

— Unos diez segundos.

— ¿Y cómo salió del autobús? —preguntó Hammar.

Martin Beck hizo un gesto con la cabeza a Ek y dijo:

— Tu turno, haz el favor.

Ek pasó los dedos por su cabello plateado, se aclaró la voz y dijo:

— El acceso abierto era la puerta posterior de las puertas de entrada. Con toda probabilidad, el asesino salió del autobús por allí. Para poder abrirla, tuvo que desplazarse primero a lo largo del pasillo hasta el asiento del conductor, extender el brazo por encima o esquivando al conductor y apretar un interruptor.

Sacó las gafas, las limpió con un pañuelo y se acercó a la pared.

— He mandado ampliar dos dibujos que ilustran las instrucciones de uso. En el primero puede verse el cuadro de mandos en su conjunto; el segundo muestra sólo la manija de las puertas delanteras. En el primer dibujo, el interruptor que da corriente a la zona de las puertas está marcado con el número quince, y la manija de la puerta con el número dieciocho. La manija se halla, por tanto, a la izquierda del volante, un poco por debajo de la ventanilla lateral. Como podéis ver en la figura, la manija admite cinco posiciones distintas.

— No se entiende una mierda —exclamó Gunvald Larsson.

— En la posición horizontal, o posición número uno, ambas puertas permanecen cerradas —prosiguió Ek imperturbable—. En la posición número dos, un punto más arriba, se abre la puerta posterior de las puertas delanteras; en la posición número tres, dos pasos más arriba, se abren ambas puertas. La manija admite además otras dos posiciones hacia abajo, número cuatro y número cinco. La primera de ellas abre la puerta anterior de las puertas delanteras. La otra vuelve a abrir ambas puertas.

— Resume —intervino Hammar.

— En resumen —dijo Ek—, el individuo de marras tuvo que desplazarse a lo largo del pasillo, desde el lugar en que presuntamente se hallaba hasta el asiento del conductor. Una vez allí, se inclinó por encima del conductor, que yacía tumbado sobre el volante, y llevó la manija a la posición número dos. De esta manera logró abrir la puerta posterior de las puertas delanteras, que era precisamente la que seguía abierta cuando llegó al lugar el primer coche de policía.

Martin Beck se apresuró a recoger el testigo:

— De hecho, hay indicios de que los últimos disparos se realizaron mientras el tirador avanzaba hacia delante a lo largo del pasillo. Por la izquierda. Uno de esos disparos parece haber alcanzado a Stenström.

— Guerra de trincheras en toda regla —terció Gunvald Larsson—. Fuego a discreción.

— Gunvald hizo hace un rato un comentario bastante atinado —intervino Hammar secamente—. Dijo que no entendía nada. Todo esto apunta a que el autor de los disparos estaba bien familiarizado con el autobús y sabía manejar el cuadro de mandos.

— Por lo menos, que la persona en cuestión sabía manejar las puertas —matizó Ek.

Se hizo el silencio en la sala. Hammar arrugó la frente. Finalmente, dijo:

— O sea, ¿queréis decir que alguien se plantó de repente en mitad del autobús, disparó a todos los presentes y luego se fue como si nada? ¿Sin que nadie tuviera tiempo de reaccionar? ¿Sin que el conductor viera nada en su espejo panorámico?

— No —dijo Kollberg—. No exactamente.

— ¿Qué pensáis entonces?

— Que alguien descendió por la escalera trasera desde el piso de arriba con la metralleta ya lista —dijo Martin Beck.

— Alguien que llevaba ya un rato sentado allí arriba —añadió Kollberg—. Alguien que se tomó su tiempo, esperando el momento más adecuado.

— ¿Cómo puede saber el conductor si hay alguien en el piso de arriba? —preguntó Hammar.

Todos miraron inquisitivamente a Ek, quien volvió a aclararse la voz y dijo:

— En las escaleras hay células fotoeléctricas, que se encuentran conectadas a un sistema de cómputo instalado en el cuadro de mandos. Cada vez que una persona accede al piso superior por la escalera delantera, el sistema de cómputo añade una unidad. De esta manera, el conductor puede saber en todo momento cuántas personas hay arriba.

— ¿Y cuando el autobús apareció, el sistema de cómputo marcaba cero?

— Sí.

Hammar permaneció en silencio unos segundos. Luego dijo:

— No, no concuerda.

— ¿El qué? —preguntó Martin Beck.

— La reconstrucción.

— ¿Por qué no? —dijo Kollberg.

— Porque todo parece demasiado elaborado. Un asesino en masa enajenado no actúa siguiendo un plan tan minucioso.

— Bueno… —intervino Gunvald Larsson—. El asesino que en América disparó el verano pasado a más de treinta personas desde lo alto de un campanario lo había planificado todo de cojones. Llevaba incluso comida encima.

— Sí —dijo Hammar—. Pero había una cosa con la que no había contado.

— ¿Qué?

Fue Martin Beck quien respondió:

— Cómo salir de allí.

CAPÍTULO XII

Siete horas más tarde, a eso de las diez, Martin Beck y Kollberg seguían todavía en la Jefatura de Kungholmsgatan.

Era ya de noche y la lluvia había cesado.

Por lo demás, no había sucedido nada particular. Oficialmente, esto se expresaba diciendo que la investigación continuaba sin novedad.

La persona que agonizaba en el hospital Karolinska seguía todavía agonizando.

A lo largo de la tarde se presentaron hasta veinte testigos dispuestos a colaborar. De ellos, resultó que diecinueve habían viajado en otros autobuses.

El testigo restante era una muchacha de dieciocho años que había subido al autobús en Nybroplan y continuado en él dos paradas, hasta la plaza de Sergel, donde tomó el metro. Declaró que, junto a ella, se apearon del autobús varios pasajeros más, cosa que parecía verosímil. Llegó incluso a reconocer al conductor, pero eso fue todo.

Kollberg andaba inquieto de un lado a otro y no paraba de mirar de reojo la puerta, como si esperase todo el tiempo que alguien la abriese de un empujón y entrase corriendo en el despacho.

Martin Beck estaba de pie junto a los croquis colgados en la pared. Tenía las manos cruzadas sobre la espalda y se balanceaba de atrás adelante sobre las plantas de los pies, hábito irritante que había adquirido mucho tiempo atrás cuando patrullaba las calles y que luego ya nunca había conseguido desterrar.

Habían colgado sus chaquetas sobre los respaldos de las sillas y se habían arremangado las camisas. Kollberg había tirado la corbata encima de la mesa y, aunque no hacía demasiado calor, sudaba por la cara y las axilas. Martin Beck tosió larga y ruidosamente, luego se llevó la mano a la mejilla en señal de reflexión y se puso a estudiar los croquis.

Kollberg se paró en seco, lo examinó críticamente y sentenció:

— Esa tos suena fatal.

— Cada día que pasa te pareces más a Inga.

Justo en ese momento, Hammar abrió la puerta de un tirón y entró.

— ¿Dónde están Larsson y Melander?

— Se han ido a casa.

— ¿Y Rönn?

— En el hospital.

— Claro, claro. ¿Se sabe algo de allí?

Kollberg negó con la cabeza.

— A partir de mañana estaremos al completo.

— ¿Al completo?

— Refuerzos. De fuera. —Hammar hizo una breve pausa. Luego dijo, con ambigüedad—: Se considera necesario.

Martin Beck se sonó la nariz larga y cuidadosamente.

— ¿Quién? —preguntó Kollberg—. ¿O debo decir «quiénes»?

— Mañana llega un tal Månsson de Malmö. ¿Lo conocéis?

— Lo he visto alguna vez —dijo Martin Beck sin el menor asomo de entusiasmo.

— Yo también —añadió Kollberg.

— Y van a intentar traerse a Gunnar Ahlberg, de Motala.

— Ése está bien —dijo Kollberg cansinamente.

— Es todo lo que sé —añadió Hammar—. Se habló de alguien de Sundsvall. No sé quién.

— Vale —dijo Martin Beck.

— Si no lo solucionáis antes, claro —remarcó Hammar con aspereza.

— Claro —dijo Martin Beck.

— Los hechos parecen indicar que… —Hammar se interrumpió y miró inquisitivamente a Martin Beck—. ¿Qué te pasa?

— Estoy resfriado.

Hammar continuó con los ojos clavados en él. Kollberg siguió su mirada y dijo, cambiando de tema:

— Los hechos parecen indicar que alguien tiroteó a nueve personas en un autobús ayer por la noche. Y que el autor de los hechos, al contrario que en otros casos de matanzas sensacionalistas conocidos internacionalmente, ni dejó huellas particulares ni tampoco fue detenido. Puede, desde luego, haberse suicidado, pero aun suponiendo que fuera así, no sabemos nada. Tenemos dos hilos sustanciales de los que tirar. Las balas y los casquillos que, llegado el caso, pueden conducirnos hasta el arma homicida, y el hombre del hospital que quizá vuelva a la vida y pueda hablar del autor de los disparos. Iba sentado al fondo del autobús, así que tuvo que ver al asesino.

— Ya— murmuró Hammar.

— Desde luego, no es mucho —continuó Kollberg—. Especialmente, si el tal Schwerin muere o resulta que ha perdido la memoria. Sus heridas son muy graves. Además, ignoramos el móvil. Y tampoco tenemos testigos que merezcan la pena.

— Tal vez aparezcan —comentó Hammar—. Y el móvil no tiene por qué ser un problema. Los asesinos en masa son psicópatas y las causas que provocan sus acciones a menudo forman parte del cuadro patológico.

— ¿Sí? —dijo Kollberg—. Bueno, Melander se ha encargado de la parte científica del asunto. Presentará un informe cualquier día de éstos.

— Nuestra mejor baza…

Empezó Hammar, y miró el reloj.

— Es la investigación interior —dijo Kollberg.

— Exacto. En nueve de cada diez casos conduce a la detención del criminal. No os quedéis aquí mucho más tiempo. Es mejor que estéis descansados mañana. Buenas noches.

Salió y se hizo un silencio en la sala. Pasados unos segundos, Kollberg suspiró y preguntó:

— A ver, ¿qué te pasa?

Martin Beck no respondió.

— ¿Es por Stenström?

Kollberg cabeceó para sí y dijo filosóficamente:

— Con todo lo que me he metido con el chaval estos años. Y van y lo matan a tiros.

— El Månsson ese… —dijo Martin Beck—. ¿Te acuerdas de él? Kollberg asintió.

— El de los mondadientes —respondió—. No creo para nada en todo este despliegue de gente. Sería mejor que nos encargásemos de esto nosotros solos. Tú, yo y Melander.

— Bueno, en cualquier caso, Ahlberg está bien.

— Es cierto —reconoció Kollberg—. Pero, ¿cuántas investigaciones de asesinato ha realizado allá en Motala en los últimos diez años?

— Una.

— Exacto. Además, no me gusta la forma que Hammar tiene de venir y empezar a soltar topicazos y obviedades en nuestras narices: investigación interior, psicópata, un elemento del cuadro patológico, al completo. ¡Bah!

Volvió a hacerse el silencio durante un rato. Luego, Martin Beck miró a Kollberg y dijo:

— Bueno.

— ¿Bueno qué?

— ¿Qué hacía Stenström en ese autobús?

— Eso es —dijo Kollberg—. ¿Qué coño se le había perdido allí? La tía esa, quizá. La enfermera…

— ¿Iba a ir armado, si salía con una chica?

— Quizá, para darse aires.

— Él no era así —replicó Martin Beck—. Lo sabes tan bien como yo.

— Bueno, la verdad es que llevaba muy a menudo la pistola encima. Más que tú. Y muchísimo más, desde luego, que yo.

— Sí. Pero cuando estaba de servicio.

— Yo sólo lo he visto estando de servicio —dijo Kollberg secamente.

— Y yo igual. Pero es un hecho que fue uno de los primeros en morir en ese maldito autobús. Con todo, tuvo tiempo de desabrocharse dos botones del abrigo y de coger la pistola.

— Lo cual indica que ya antes se había desabrochado el abrigo —dijo Kollberg meditabundo—. Otra cosa.

— Sí.

— Hammar dijo algo hoy en la reunión.

— Sí, ya sé —le interrumpió Martin Beck—. Dijo más o menos: «Eso no concuerda: un asesino en masa enajenado no actúa siguiendo un plan tan minucioso».

— ¿Crees que tiene razón?

— Sí, en principio.

— Y esto, ¿qué implicaría?

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