El pozo de la muerte (40 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—En todos los lugares donde ha estado la espada de San Miguel, ha muerto gente. Primero, el mercader, su familia y la tripulación del barco. Después los monjes. Y cuando Ockham se apodera de ella, ochenta miembros de su tripulación mueren en esta isla. Seis meses más tarde, el barco de Ockham es encontrado a la deriva, igual que el barco del mercader de Cádiz, y toda la gente que iba a bordo estaba muerta.

—Es una historia interesante —dijo Neidelman—, pero no creo que valiera la pena interrumpir el trabajo para escucharla. Estamos en el siglo XX; todo esto no tiene nada que ver con nosotros.

—Se equivoca usted. ¿O no ha notado la cantidad de enfermos que tenemos?

Neidelman se encogió de hombros.

—En un grupo tan grande siempre hay bajas. Sobre todo cuando la gente comienza a estar cansada y el trabajo es peligroso.

—Estoy hablando de enfermos de verdad, no de gente que se finge enferma. He hecho los correspondientes análisis de sangre, y en casi todos los casos, la cantidad de glóbulos blancos es extremadamente baja. Y esta tarde uno de los miembros de su equipo de excavadores vino a mi consulta con una rarísima enfermedad de la piel. Está lleno de ronchas y de bultos en los brazos, los muslos y las ingles.

—¿Y qué tiene?

—Todavía no lo sé. He mirado en mis libros de consulta, y aún no puedo hacer un diagnóstico seguro. Yo diría que son bubones, por extraño que parezca.

—¿Peste bubónica? ¿En Maine y en este siglo?

—Ya le he dicho que aún no tengo un diagnóstico seguro.

—¿Y a qué viene entonces tanta charla?

Hatch respiró hondo para controlar su ira.

—Gerard, no sé exactamente qué es la espada de San Miguel, pero es evidente que se trata de algo muy peligroso. Ha dejado un rastro de muerte en todos los lugares por donde ha pasado. Me pregunto si no nos hemos equivocado dando por sentado que los españoles pensaban utilizarla para atacar a Ockham. Quizá lo que hacían era ponerla a su alcance para que él la robara.

—De modo que después de todo, quizá la espada esté maldita —dijo Neidelman con mal disimulado sarcasmo. Streeter, a poca distancia, soltó una risita burlona.

—Usted sabe muy bien que yo tampoco creo en maldiciones —replicó Hatch—. Pero eso no significa que no haya una causa física que justifique la leyenda. Podría ser una epidemia, o algo parecido.

—¿Cómo se explicaría entonces que seis de nuestros hombres padezcan infecciones microbianas, mientras otro tiene una' neumonía vírica, y hasta hay uno que sufre una extraña infección en la dentadura? ¿De qué tipo de epidemia se trataría, doctor?

—Ya sé que la diversidad de enfermedades es desconcertante. Pero el caso es que la espada es peligrosa. Tenemos que averiguar el cómo y el porqué antes de seguir adelante y sacarla a la superficie.

Neidelman sonrió fríamente.

—Ya veo. Usted no ha podido averiguar por qué los hombres están enfermos, ni ha podido diagnosticar qué enfermedad padecen algunos de ellos. Pero está convencido de que la espada es la causa de síntomas tan diversos.

—No son sólo las enfermedades —contestó Hatch—. Usted debe saber que se aproxima una gran tormenta por el nordeste. Si continúa su camino y llega hasta aquí, la tormenta de la semana pasada parecerá un chaparrón de primavera. Es una locura seguir.

—Así que es una locura seguir —repitió Neidelman—. Y dígame, ¿cómo pienso convencerme de que debemos suspender la excavación?

Hatch hizo una pausa, mientras meditaba una respuesta.

—Apelando a su sentido común —dijo.

Hubo un silencio tenso.

—No —respondió Neidelman, con un tono que no dejaba lugar a réplica—. La excavación continúa.

—Si es así, su obstinación no me deja alternativa. Seré yo mismo quien dé por terminada la excavación por esta temporada. Y la suspensión de las obras es efectiva a partir de este mismo instante.

—¿Y cómo lo hará?

—Invocando la cláusula diecinueve de nuestro contrato.

Nadie habló.

—Es la cláusula que me da derecho a interrumpir la excavación si considero que las condiciones se han vuelto demasiado peligrosas.

Neidelman sacó lentamente su pipa de un bolsillo y la llenó con tabaco.

—Es curioso —dijo en voz baja y monocorde, dirigiéndose a Streeter—. Es muy curioso, ¿verdad, señor Streeter? Ahora que sólo faltan treinta horas para que lleguemos a la cámara del tesoro, el doctor Hatch quiere que abandonemos la búsqueda.

—En treinta horas —dijo Hatch— la tormenta estará sobre nosotros y…

—De todas formas —le interrumpió el capitán—, yo creo que usted no está preocupado por la espada, o por la tormenta. Y esos documentos suyos no son más que cotilleos de la Edad Media. Y eso, suponiendo que realmente existan. No entiendo por qué usted…

Neidelman hizo una pausa. Y luego sus ojos se iluminaron.

—Pero… sí, claro que sí —continuó luego—. Ahora entiendo. Usted tiene otro motivo. ¿Verdad?

—¿De qué está hablando?

—Si interrumpimos ahora la excavación, Thalassa perderá todo el capital invertido. Usted sabe muy bien que nuestros inversores ya han tenido que aportar un diez por ciento más de lo que se había calculado en un principio. No van a poner veinte millones más para continuar buscando el tesoro el año que viene. Pero usted cuenta con eso, ¿no?

—No me complique en sus fantasías paranoicas —se enfadó Hatch.

—No son fantasías —Neidelman bajó aún más la voz—. Ahora que usted ha obtenido de Thalassa toda la información que necesita, ahora que prácticamente le hemos abierto la puerta de la casa, usted quiere que fracasemos. Y entonces, el año que viene, podrá venir a terminar el trabajo y se quedará con todo el tesoro. Y lo que es más importante, la espada de San Miguel también será suya. —Los ojos de Neidelman lo miraban llenos de recelo—. Ahora todo tiene sentido. Esto explica por qué, por ejemplo, usted insistió tanto en la cláusula diecinueve. Y también explica los problemas de los ordenadores y los interminables retrasos. Y por qué todo lo que en el
Cerberus
funcionaba perfectamente, en la isla era un fracaso. Usted lo había planeado todo desde el principio. Y pensar que yo acudí a usted cuando sospeché que entre nosotros había un saboteador.

—Yo no intento quedarme con su tesoro. Su tesoro me importa un rábano. Lo que me preocupa es la seguridad de los empleados.

—La seguridad de los empleados —repitió Neidelman con tono de burla. El capitán cogió una caja de cerillas del bolsillo, y encendió una cerilla. Pero en lugar de darle fuego a la pipa, la acercó de repente a la cara de Hatch.

—Quiero que entienda una cosa —continuó Neidelman, apagando la cerilla—. Dentro de treinta horas, el tesoro será mío. Ahora sé cuál es su juego, Hatch, y no voy a jugar. Y si intenta detenerme, le responderé mediante la fuerza. ¿He hablado claro?

Hatch miró fijamente a Neidelman. Quería descifrar qué había detrás de la fría expresión del capitán.

—¿La fuerza? ¿Es una amenaza?

Hubo un largo silencio.

—Sí —dijo Neidelman en voz aún más baja.

—Si mañana no se ha marchado de esta isla —dijo Hatch con tono firme—, será expulsado. Y le doy mi palabra de que si alguien resulta herido, o muere, usted será acusado de homicidio por imprudencia.

—Señor Streeter —llamó Neidelman.

Streeter se acercó.

—Acompañe al doctor Hatch al muelle.

Streeter asintió con una sonrisa.

—No tiene derecho a hacer esto —dijo Hatch—. Esta isla es mía.

Streeter se adelantó y lo cogió del brazo.

Hatch se apartó y le pegó un puñetazo en el pecho. No fue un golpe fuerte, pero sí asestado con perfecto conocimiento de la anatomía. Streeter se desplomó de rodillas, sin aliento, la boca abierta en un esfuerzo desesperado por respirar.

—Si vuelve a tocarme le pongo los cojones de sombrero —le dijo Hatch.

Streeter le dirigió una mirada furiosa y consiguió ponerse de pie.

—Señor Streeter, no creo que sea necesario el uso de la fuerza —dijo Neidelman cuando el capataz se adelantó con gesto amenazador—. El doctor Hatch se irá a su barco sin causar más problemas. El sabe que ahora que hemos descubierto su plan, no puede hacer absolutamente nada por detenernos. Y creo que se ha dado cuenta de que sería una tontería intentarlo.

Neidelman se volvió hacia Hatch.

—Soy un hombre justo. Su plan ha fracasado, Hatch. Ya no le necesitamos en la isla Ragged. Con todo, si se marcha y me permite terminar tal como habíamos acordado, recibirá su parte del tesoro. Pero si intenta detenerme…

Neidelman se llevó las manos hacia atrás y luego se las puso en las caderas; su impermeable se entreabrió y Hatch vio que llevaba una pistola en el cinturón.

—Hombre, quién lo diría, el capitán va armado —dijo Hatch.

—Váyase ya —le ordenó Streeter, y dio un paso adelante.

—Conozco el camino —dijo Hatch.

Hatch se dirigió hacia la escalera de cuerda y, sin apartar los ojos del capitán, subió hasta la base de la de titanio, donde los trabajadores del siguiente turno salían del ascensor.

41

El sol naciente se abrió paso a través de la barrera de nubes e iluminó los barcos que abarrotaban el pequeño puerto de Stormhaven desde la entrada al canal hasta los muelles.

Un pequeño remolcador navegaba lentamente en medio de los barcos; Woody Clay iba al timón. El barco llevaba un rumbo titubeante y por poco roza la boya al final del canal, pero luego enderezó el rumbo y continuó la marcha. Clay no era un buen navegante. Cuando llegó a la entrada del puerto, viró en redondo y paró el motor. Clay cogió un megáfono y le dio instrucciones a los restantes barcos, con una voz tan llena de convicción que incluso resistía a la distorsión producida por el anticuado equipo amplificador. Le respondió el rugido de los motores de los demás barcos que se pusieron en marcha. Poco a poco todos los barcos se hicieron a la mar rumbo a la isla Ragged, y las aguas de la bahía se rizaron con las estelas que dejaba a su paso la flota de pesqueros comandados por el remolcador del pastor.

Tres horas más tarde y doce kilómetros al sudeste, la luz luchaba contra la niebla en el vasto y húmedo laberinto de vigas y puntales en la boca del Pozo de Agua, y lo iluminaba con una luz espectral. En el fondo, a más de cincuenta metros de profundidad, no tenía importancia que fuera de día o de noche. Gerard Neidelman, de pie en un andamio, contemplaba a los hombres que cavaban febrilmente. Faltaban pocos minutos para las doce. El capitán alcanzó a oír, por encima del ruido de los aparatos de ventilación y de la cadena de cabrestante, un estrépito de sirenas y de cañones de barco que venía del exterior.

Escuchó con atención por un instante y luego cogió su teléfono móvil.

—¿Streeter?

—Sí, capitán —le contestaron desde Orthanc, sesenta metros más arriba.

—Dígame qué está pasando.

—Hay unos veinticinco barcos, capitán. Han rodeado el
Cerberus
, con la intención de establecer un bloqueo. Imagino que piensan que todos están allí. —Se oyó un ruido que muy bien podía ser una risa—. A bordo sólo se encuentra Rogerson; es el único que puede oír sus protestas. Anoche envié a tierra firme a los demás integrantes del equipo de investigaciones.

—¿Hay indicios de sabotaje o de interferencia?

—No, capitán, son inofensivos. Mucho ruido pero nada que realmente deba preocuparnos.

—¿Hay algo más que yo deba saber?

—Magnusen ha advertido una anomalía en los sensores situados a veinte metros de profundidad. Es probable que no sea nada importante; en la red secundaria no se observa nada anormal.

—Iré a echar una ojeada. —Neidelman reflexionó durante un instante—. Señor Streeter, me gustaría que bajara y se reuniera conmigo.

—De acuerdo, capitán.

Neidelman trepó por la escalera de cuerda desde la excavación hasta la base del ascensor eléctrico. A pesar de la falta de sueño, sus movimientos eran vigorosos y bien coordinados. Cogió el ascensor para subir hasta los veinte metros de profundidad. Una vez allí, se dirigió hasta donde se encontraba el sensor y verificó que estaba en funcionamiento. Regresó al andamio junto al ascensor en el momento en que Streeter descendía por la escalera de titanio.

—¿Algún problema, capitán? —preguntó Streeter.

—No con el sensor, pero he estado pensando en Hatch —respondió Neidelman después de apagar el intercomunicador que llevaba Streeter para mantener el contacto con Orthanc.

Se oyó un rechinar de poleas, y el potente cabrestante comenzó a subir otra carga de lodo y tierra. Los dos hombres miraron cómo el gran contenedor de acero se elevaba desde el fondo del pozo.

—Sólo nos faltan dos metros y medio para llegar a la cámara del tesoro —murmuró Neidelman mientras contemplaba cómo el cubo ascendía hacia el círculo de luz en lo alto—. Doscientos cincuenta centímetros.

El capitán miró a Streeter.

—Quiero a todo el personal no indispensable fuera de la isla. A todos. Dígales lo que quiera; puede usar la protesta de los pescadores o la posible tormenta como excusa. No quiero a nadie curioseando cuando saquemos el tesoro. Y a las dos, cuando entren los hombres del turno siguiente, envíe a todos los demás excavadores a casa. El equipo entrante terminará el trabajo. Cargaremos el tesoro en el contenedor y lo subiremos, y yo personalmente llevaré la espada. Tenemos que salir de aquí lo antes posible. ¿Se puede confiar en Rogerson?

—Él hará lo que yo le diga, señor.

—Muy bien. Acerque el
Cerberus
y la nave comando a la isla, pero manténgalos lejos de los arrecifes. Usaremos las lanchas para transportar el tesoro, y lo repartiremos entre los dos barcos, como medida de precaución.

Se quedó en silencio, con expresión preocupada.

—No creo que hayamos terminado con él —dijo al cabo, como si hubiera estado todo el tiempo pensando en Hatch—. Cuando llegue a su casa, comenzará a pensar. Se dará cuenta de que le llevará días, y puede que hasta semanas, conseguir un mandato judicial contra nosotros. Y nosotros ya estaremos en posesión del tesoro. Él podrá reclamar hasta cansarse invocando la cláusula diecinueve, pero será una reclamación puramente formal.

»¿ Quién hubiera pensado que mil millones de dólares no le iban a bastar a ese hijo de perra codicioso? Estoy seguro de que maquina algo contra nosotros. Quiero que usted averigüe qué está tramando, y que le impida llevarlo a cabo. Unas pocas horas más, y el tesoro de Ockham será nuestro. Y sabe Dios que no quiero ninguna sorpresa desagradable antes de conseguir nuestro objetivo. —Neidelman cogió a Streeter por las solapas—. Haga lo que crea necesario, pero no deje que Hatch vuelva a poner los pies en esta isla. Podría hacernos mucho daño.

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