Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Desde donde estaba era imposible ver el faro de Burnt Head, y el ruido del viento y de las olas era tan fuerte que tendría que estar prácticamente encima de la boya sonora para oírla. Aferrado al timón, se preguntó con desesperación qué hacer. La isla Ragged estaba a menos de un kilómetro. Clay sabía que incluso un marinero muy experimentado tendría muchas dificultades en conducir el barco con este tiempo a través de los arrecifes y hasta el muelle de Thalassa. Pero aunque ya no estaba tan decidido a desembarcar en la isla Ragged, sabía que sería todavía más difícil navegar los doce kilómetros infernales que le separaban de Stormhaven.
Creyó oír en dos ocasiones el ruido de los motores del
Cerberus
. Pero no tenía sentido: primero se dirigía hacia el este y luego en dirección contraria, hacia el oeste, como si estuvieran buscando —o esperando— alguna cosa.
Miró la brújula a la luz de un relámpago, sin soltar el timón, mientras el barco descendía una vez más tras haber remontado una gigantesca ola. Corrigió ligeramente el rumbo, dirigiéndose casi directamente a alta mar. El barco arremetió contra otra ola, y un muro de agua se alzó ante la proa, más y más alto, y Clay se dio cuenta de que la corrección había sido un error. La ola barrió la cubierta y la cabina del timón, y todo el barco se vio arrastrado en un remolino demoledor. La tremenda fuerza del agua arrancó una de las ventanas de su marco y el agua azotó a Clay. Le dio tiempo apenas para abrazarse con más fuerza al timón y resistir el golpe.
El barco se sacudió y descendió más y más en la sima hirviente, y cuando Clay ya pensaba que se iba a pique definitivamente, sintió que volvía a subir. Remontó la ola, y el pastor vio ante sí la mar revuelta por la tormenta. Pero más adelante había una zona en sombras donde las aguas estaban más tranquilas, al socaire de la isla Ragged.
Clay levantó la vista al cielo y unas pocas palabras escaparon de sus labios: «Señor, hágase tu voluntad…» Y luego continuó luchando contra el mar. Viró el barco en diagonal y volvió a abrazarse al timón cuando otra ola penetró en la cabina por la ventana abierta. El barco remontó la ola y descendió hacia aguas más tranquilas.
Clay no tuvo tiempo de respirar aliviado, pues enseguida advirtió que las aguas estaban más serenas sólo en comparación con la tormenta que agitaba el mar un poco más lejos. Pero a pesar de las fuertes corrientes, ahora al menos podía rodear la isla hasta llegar al fondeadero. Aumentó un poco la velocidad y el motor le respondió con un zumbido tranquilizador.
La velocidad parecía haber aumentado la estabilidad del barco, pero con la ventana rota y el faro de proa apagado, Clay sólo tenía breves momentos de visibilidad cuando estaba en la cresta de las olas, y le resultaba muy difícil navegar en esas condiciones. Pensó que tal vez sería mejor aminorar la velocidad, por si…
El barco encalló con estrépito en los arrecifes. La sacudida arrojó a Clay violentamente contra el timón y le hirió la nariz, y luego fue lanzado de rebote contra la pared de la timonera. Una ola anegó el barco y otra lo zarandeó hacia adelante. Clay, escupiendo sangre y aturdido, trató de llegar al timón. Y en ese instante una tercera ola hizo escorar peligrosamente el barco, y el pastor fue despedido de la cubierta y lanzado a un perfecto caos de agua y viento.
Hatch entró con el
Plain Jane
en el canal del puerto. A sus espaldas se oía la sinfonía de las cuerdas golpeando contra los mástiles de los barcos, que se agitaban histéricos en sus amarraderos. El viento era frío, y el cielo estaba cargado de agua. Hatch había visto mares como éste en su infancia, pero nunca había sido tan imprudente como para aventurarse a navegar en ellos.
Echó una última mirada a la costa y luego aceleró. Pasaron junto a los carteles flotantes, VELOCIDAD MÁXIMA I o KM PH, y NO LEVANTAR OLAS, tan zarandeados por el mar que colgaban de costado, como aceptando su derrota.
Bonterre se puso al lado de Hatch, y se cogió con las dos manos al cuadro de mandos.
—¿Y bien? —le gritó al oído.
—Isobel, he sido un tonto —le respondió Hatch, también gritando—. He visto los mismos síntomas cientos de veces. Lo he tenido todo el tiempo ante mí y no me he dado cuenta. Todo aquel que ha recibido radioterapia para tratar un cáncer sabe muy bien de qué se trata.
—¿ Radioterapia ?
—Sí. ¿ Qué les sucede a esos pacientes ? Sufren náuseas. Pierden sus fuerzas. Se les cae el pelo. Y sus glóbulos blancos disminuyen radicalmente. Y en todas las extrañas enfermedades que he tratado esta semana aparecen estos síntomas.
Bonterre lo miró con ojos como platos.
—La espada de San Miguel es radiactiva. pienso en eso. La exposición prolongada a la radiactividad mata las células de la médula; básicamente impide la multiplicación celular. Deteriora el sistema inmunológico y hace de ti una presa fácil. Es por eso que los trabajadores de Thalassa tenían todas esas enfermedades exóticas que me despistaron. Pero la falta de multiplicación celular hace que se detenga el proceso de cicatrización y provoca la caída del cabello. Mira qué lentamente ha cicatrizado mi propia mano. Una exposición intensa y prolongada produce osteoporosis y pérdida de dientes. Son síntomas semejantes a los del escorbuto.
—Y la radiactividad podría explicar también los problemas con los ordenadores.
—¿Qué quieres decir?
—Las radiaciones esporádicas provocan el caos en los aparatos microelectrónicos. —Bonterre miró fijamente a Hatch, el rostro mojado por la lluvia y el agua de mar—. Pero ¿por qué vamos a la isla con esta tormenta infernal?
—Lo único que sabemos de la espada es que es radiactiva. Siempre ha estado guardada dentro de un estuche de plomo, y aun así ha matado a todos los que se le han acercado en los últimos setecientos años. Sólo Dios sabe lo que podría suceder si Neidelman la sacara de su cofre. No podemos permitir que lo haga.
Cuando el barco salió del socaire de Burnt Head, las olas golpearon el casco del
Plain Jane
con fuerza brutal. Hatch aminoró la marcha y giró el timón para enfrentarse al revuelto mar en diagonal. El aire estaba lleno de agua pulverizada y espuma. Hatch miró la aguja de marear, corrigió el rumbo y examinó el lorán.
—Pero ¿de dónde ha salido esa espada? —preguntó Bonterre, cogida con las dos manos a la borda, la cabeza gacha para evitar la lluvia.
—Sólo Dios lo sabe. Pero sea lo que sea, está caliente como el infierno. De todas formas, yo no quiero…
Hatch se interrumpió. Frente a ellos, en la oscuridad y más alta que el barco, se veía una línea blanca. Por un momento se preguntó si sería una nave muy grande.
—Jesús —murmuró, sorprendido por la tranquilidad de su propia voz—. Mira eso.
No era un barco. Hatch se dio cuenta, con horror, de que era la espumosa cresta de una ola inmensa.
—¡Ayúdame a aguantar el timón! —gritó.
Bonterre cogió el timón con las dos manos mientras Hatch se ocupaba del acelerador. El barco se elevó casi en vertical mientras Hatch aumentaba la velocidad, en un esfuerzo por mantenerlo a flote. Cuando los golpeó la cresta de la ola, se produjo una explosión de blanca espuma y se oyó un sordo rugido; Hatch contuvo el aliento y se preparó para resistir la masa de agua.
Por un instante, el barco pareció suspendido dentro de la ola, y luego se liberó de repente y flotó sobre la cresta con un violento movimiento en tirabuzón. Hatch disminuyó la velocidad y el
Plain jane
descendió al seno de la ola. Hubo un instante de rara calma, con el barco protegido en la hondonada entre dos olas. Y luego se alzó otra vez ante ellos una nueva muralla de verde agua, coronada de espuma.
—¡Cuando dejemos atrás la isla Wreck será aún peor! —gritó Hatch.
Bonterre no se molestó en responderle, aferrada al timón mientras otra ola zarandeaba el barco.
Hatch miró la pantalla del lorán y vio que una corriente los arrastraba hacia el sudeste a una velocidad de cuatro nudos. Corrigió el rumbo para compensar, con una mano en el acelerador y la otra en el timón.
—¡El profesor tenía razón! —gritó Hatch—. Yo no habría podido arreglármelas sin ti.
El viento y la lluvia habían hecho que a Bonterre se le soltara el pelo que llevaba recogido bajo la gorra, y le caía sobre la espalda en una seductora maraña negra. El rostro de la joven estaba sonrosado, Hatch no sabía si de miedo o emoción.
Otra gran ola se alzó amenazante y Hatch apartó sus ojos del rostro de Bonterre.
—¿Y cómo harás para convencer a Neidelman de que la espada es radiactiva? —preguntó la arqueóloga.
—Cuando instalaron la consulta, compraron toda clase de aparatos. Entre ellos, un radiómetro, que es un medidor de radiaciones usado por los radiólogos. En otras palabras, un contador Geiger de alta tecnología. Yo nunca lo puse en marcha. Si lo hubiera hecho, me habría vuelto loco. Todos esos excavadores enfermos, que salían del pozo cubiertos de lodo radiactivo. No importa cuánto desee Neidelman la espada, no podrá negar la evidencia del radiómetro.
Hatch oía a estribor, por encima del ruido del viento y de su propia voz, el golpear distante de las olas en los acantilados de la isla Wreck. Cuando la dejaron atrás, aumentó la fuerza del viento. Ahora podía ver una gigantesca línea blanca, mucho más grande que cualquiera de las olas anteriores, que se alzaba amenazante sobre el
Plain Jane
. El barco descendió en la silenciosa hondonada y volvió a subir. Hatch, con el corazón retumbándole en el pecho, aceleró tan pronto como sintió que la ola comenzaba a elevarlos otra vez.
—¡No te sueltes! —gritó cuando los alcanzó la cresta de la ola, y apuntó la proa directamente hacia la rugiente masa de agua.
El
Plain Jane
fue lanzado con violencia al interior de un extraño y tenebroso mundo donde no había límites entre el aire y el agua. Y luego, de repente, ya estaban fuera. Pero cuando descendían a la hondonada entre dos olas, Hatch vio una segunda línea blanca que surgía de la oscuridad, rugiendo como un monstruo enloquecido.
Hizo un esfuerzo para contener el pánico. De modo que la última ola gigante no había sido un fenómeno aislado, y todo iba a seguir igual durante los próximos seis kilómetros.
Comenzó a sentir una sensación ominosa con cada sacudida del barco: era una vibración rara, un tirón en la rueda del timón. Era como si el barco fuera de repente mucho más pesado, como si llevara un exceso de lastre. Le echó un vistazo a la popa. Las bombas de sentina habían funcionado a tope desde que dejaron el puerto, pero el viejo
Plain Jane
no tenía un medidor de agua, y no había manera de saber cuánta agua había en la bodega sin medirla uno mismo.
—¡Isobel! —gritó, agarrado al timón y afirmándose con los pies en las paredes de la caseta—. Ve a la cabina de atrás, abre la escotilla metálica del suelo y dime cuánta agua hay en la bodega.
Bonterre se quitó con la mano el agua de la cara e hizo un gesto de asentimiento. Cruzó luego a gatas la timonera y abrió la puerta de la cabina. Salió poco después y anunció:
—¡Está llena hasta la cuarta parte!
Hatch soltó un taco. Debían de haber golpeado contra algo que había abierto una brecha en el casco, y en medio de aquel oleaje, no había percibido el impacto. Miró la pantalla del lorán. Estaban a cuatro kilómetros de la isla. Ya no podían volverse atrás, y posiblemente estaban aún demasiado lejos de la isla para conseguir llegar.
—¡Coge el timón! —gritó—. ¡Voy a examinar la lancha!
Aferrándose con todas sus fuerzas a la regala se arrastró hasta la popa. La lancha aún iba detrás, flotando como un corcho atado a una cuerda. Estaba relativamente seca, pues el
Plain Jane
la había protegido del mar. Pero, seca o no, Hatch rogó a Dios que no tuvieran que usarla.
Cuando Bonterre le dejó otra vez el timón, advirtió que el barco estaba mucho más pesado, y le llevaba más tiempo remontar las masas de agua que lo empujaban al fondo.
—¿Estás bien? —le preguntó Bonterre.
—Sí —dijo Hatch—. ¿Y tú?
—Estoy asustada.
El barco volvió a hundirse en el seno de una ola, y Hatch se preparó para la subida, la mano en la manivela del acelerador. Pero la subida no se produjo.
Hatch esperó. Y por fin comenzaron a subir, pero más lentamente. Por un momento pensó que quizá el lorán no funcionaba bien y que ya estaban al socaire de la isla. Y entonces oyó un ruido sordo e inesperado.
Ante ellos, imponente, rugiendo y gorgoteando como una criatura dotada de vida, se alzaba el Himalaya de todas las olas, coronada por una cresta de espuma.
Bonterre también la había visto. Ninguno de los dos dijo nada.
El barco subió y subió en un instante que pareció durar una eternidad. Luego la ola les dio de lleno; el
Plain Jane
se zarandeó violentamente y quedó casi en posición vertical. Hatch, agarrado al timón, sintió que el suelo se escapaba bajo sus pies. El agua de la bodega hacía escorar el barco.
Y luego, la rueda del timón se aflojó de repente. Y Hatch se dio cuenta de que el
Plain Jane
estaba zozobrando.
La nave quedó de lado y comenzó a hundirse rápidamente, demasiado llena de agua para enderezarse. Hatch miró hacia atrás; en la lancha también había agua, pero aún flotaba.
Bonterre, que seguía atentamente todos sus movimientos, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Agarrados a la borda y sumergidos en el agua hasta la cintura, se dirigieron a duras penas hacia la popa. Hatch sabía que esas olas monstruosas por lo general eran seguidas de otras más pequeñas. Tenían dos minutos, quizá tres, para subir a la lancha y abandonar el
Plain Jane
antes de que los arrastrara al fondo.
Hatch, agarrado a la regala, contuvo el aliento cuando el agua los cubrió una vez, y luego otra. Su mano tocó la barandilla de la popa, pero el perno que sujetaba la lancha estaba ya bajo el agua, demasiado hondo para cogerlo. A tientas encontró el amarre. Soltó la barandilla y comenzó a tirar con todas sus fuerzas de la cuerda, luchando frenéticamente contra el tirón del agua hasta que chocó contra la proa de la lancha. Se arrojó dentro y cayó pesadamente al fondo; se enderezó de inmediato y miró hacia atrás buscando a Bonterre.
Continuaba agarrada a la popa; el
Plain jane
estaba ahora casi completamente sumergido. Hatch cogió la amarra y comenzó a empujar la lancha para acercarla al perno que la sujetaba al barco. Otra gran ola lo levantó. Se inclinó, cogió a Bonterre por debajo de los brazos y la subió a la lancha. Cuando la ola pasó, el
Plain Jane
se dio la vuelta y comenzó a sumergirse en medio de un torbellino de burbujas.