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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (38 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Hatch fondeó la lancha en la playa y cogió su caja de pinturas y la silla plegable. Miró un momento alrededor y finalmente eligió un lugar debajo de un solitario abedul. El árbol lo protegería del resplandor del sol, y el calor no le resecaría las pinturas. Dejó la caja y la silla a la sombra del árbol y volvió a la lancha a buscar el caballete y la carpeta.

De regreso en el lugar elegido, recorrió la escena con la mirada, eligió tema y punto de vista, ordenó mentalmente los elementos del paisaje. Se sentó y contempló la escena a través de un visor, entrecerrando los ojos para comprender mejor la distribución de masa y color. El gris claro de los promontorios de conchillas al fondo era un contraste perfecto para el púrpura lejano del monte Lovell. No necesitaba hacer un rápido esbozo a lápiz; comenzaría a pintar directamente con acuarela.

Abrió la carpeta, sacó una gran hoja de papel de lino, la puso en el caballete y le pasó suavemente los dedos por encima, apreciando su gran calidad. Era cara, pero valía cada céntimo de lo que costaba. El papel tenía un mordiente que retenía muy bien la pintura y facilitaba el trabajo más fino, incluso con la técnica de mojado sobre mojado que él solía utilizar.

Sacó los pinceles de sus estuches de cartón y examinó la selección: un pincel de punta cuadrada, un par de pinceles redondeados de pelo de marta, uno grueso de pelo de cabra y otro plano para las nubes del fondo. El siguiente paso fue poner agua en el cuenco de la paleta hasta la mitad. Cogió luego un tubo de azul cerúleo, mezcló la pintura con el agua y removió. Le molestaba que su mano herida no cicatrizara tan rápido como él deseaba. Humedeció el papel con un trozo de algodón y luego estudió unos minutos el paisaje. Por fin, y después de suspirar muy hondo, mojó el pincel y cubrió con una capa de azul dos tercios del papel.

Y mientras pintaba, Hatch sintió que comenzaba a relajarse. Pintar este paisaje era como una terapia. Y estaba bien que hubiera regresado a este lugar. Nunca más había vuelto después de la muerte de Johnny. Pero ahora, un cuarto de siglo más tarde —y especialmente después del hallazgo del cadáver de su hermano—, Hatch sentía que terminaba una etapa de su vida. La pena, por fin, tenía un final. Habían encontrado los restos de su hermano. Una vez que él hubiera tomado una decisión sobre la tumba más adecuada, probablemente los sacarían de aquel lugar donde habían reposado durante tantos años. Y tal vez podrían comprender cómo funcionaba el diabólico mecanismo que le había causado la muerte. Pero hasta eso era ahora menos importante. Lo fundamental era que él podía dar vuelta a la página y seguir adelante.

Hatch continuó pintando. Tenía un ocre amarillento que era perfecto para los guijarros de la playa. Y podía mezclar ocre con gris para conseguir el color de los montículos de conchas.

Buscaba otro pincel cuando oyó el ruido de una lancha que se acercaba por el río. Miró y vio a la arqueóloga, que parecía estar buscando algo en las orillas del río, el rostro moreno medio oculto por un sombrero de paja de ala ancha. Bonterre le sonrió y lo saludó con la mano; después fondeó la lancha en la playa y paró el motor.

—¡Isobel! —exclamó Hatch.

La joven bajó de la lancha y fue hacia él, y por el camino se quitó el sombrero y apartó la larga cabellera negra.

—Te he espiado desde la oficina de correos. Tienen un bonito telescopio. He visto que ibas río arriba con la lancha, y me ha picado la curiosidad.

De modo que ha decidido comportarse como si no hubiera sucedido nada, pensó Hatch. Nada de miradas comprensivas, ni menciones emocionadas a lo sucedido el día antes. Hatch se sintió mucho más tranquilo.

La joven señaló hacia el río con el pulgar.

—Las casas de allí abajo son impresionantes —dijo.

—Fueron construidas por un grupo de familias acaudaladas de Nueva York que pasaban los veranos en Black Harbor. F.D.R. veraneaba en la isla Campobello, a veinte kilómetros al norte.

—I F.D.R. ? —Bonterre frunció el entrecejo.

—Sí, el presidente Roosevelt.

—¡Ah, ya entiendo! Ustedes los americanos sois muy aficionados a abreviar el nombre de vuestros líderes. J.F.K., L.B.J. Pero… ¡estás pintando! —Bonterre abrió los ojos como platos—. Monsieur el docteur, nunca imaginé que fuera un artista.

—Será mejor que no me juzgues hasta que veas el producto terminado —replicó él, mientras pintaba los guijarros de la playa con pinceladas cortas—. Comencé a interesarme por la pintura cuando estaba en la facultad de medicina. Me ayudaba a relajarme. Descubrí que lo que más me gustaban eran las acuarelas, sobre todo para paisajes como éste.

—¡Y qué paisaje! —dijo Bonterre señalando los montículos de conchas—. \Mon dieu, son enormes!

—Sí. Las conchas de la base tienen unos tres mil años, y las de la cima son de comienzos del siglo XVII, cuando expulsaron a los indios de estos territorios. Hay varios asentamientos prehistóricos a lo largo del río. Y un interesante campamento micmac en la isla Rackitash.

Bonterre se alejó para ver los montículos de conchas.

—Pero ¿por qué dejaban las conchas en este lugar? —preguntó.

—Nadie lo sabe. Y les debe de haber dado mucho trabajo. Recuerdo haber leído que seguramente lo hacían por motivos religiosos.

Bonterre se echó a reír.

—¡Ah, motivos religiosos! Sí, eso es lo que los arqueólogos dicen cuando ignoran la razón.

Hatch cogió otro pincel.

—Dime, Isobel, ¿a qué se debe esta visita? —preguntó—. Debes de tener cosas más divertidas que hacer en domingo que seguir a un médico solterón.

Ella sonrió con malicia.

—Quería averiguar por qué no me habías invitado a salir otra vez.

—Creía que pensabas que yo era un aburrido. ¿Te acuerdas de que dijiste que los del norte no tenemos sangre en las venas?

—Es verdad. Pero yo jamás diría que tú no tienes sangre en las venas. Tú lo que necesitas es una mujer que sepa encender tu pasión. —Cogió una concha y la arrojó al agua—. Y el único problema sería conseguir que no ardieras demasiado rápido.

Hatch se concentró en su acuarela. En esta clase de combates, Bonterre siempre llevaba las de ganar.

Ella volvió junto a él.

—Además, temía que tú estuvieras viendo a esa otra mujer —dijo.

Hatch la miró.

—Sí, la mujer del pastor. Tu amiga de la infancia.

—Somos viejos amigos, nada más —respondió Hatch con un tono más cortante de lo que pretendía.

Bonterre lo miró con curiosidad, y él suspiró.

—Claire me lo ha dicho muy claramente —añadió.

—Y tú estás decepcionado.

—Si he de decirte la verdad, no sé qué esperaba cuando regresé a Stormhaven. Pero Claire ha dejado bien claro que nuestra relación pertenece al pasado, y no al presente. De hecho, me ha escrito una carta. Y me ha dolido. Pero ¿sabes una cosa? Ella tiene razón.

Bonterre lo miró y una sonrisa comenzó a esbozarse lentamente en su rostro.

—¿De qué te ríes? —preguntó Hatch—. ¿Del médico y sus problemas sentimentales? Seguro que tú también tienes tus historias.

Bonterre rió, pero no cayó en la trampa.

—Es una sonrisa de alivio, monsieur. Pero es evidente que usted se equivoca conmigo —le acarició suavemente con el dedo índice el dorso de la mano—. Me gusta coquetear,
comprends
? Pero sólo dejaré que me atrape el hombre de mi vida. Mi madre me ha educado como a una buena católica.

Hatch la miró sorprendido. Después volvió a coger el pincel.

—Pensaba que hoy ibas a encerrarte con Neidelman, a estudiar mapas y diagramas.

—No —respondió ella, y el buen humor desapareció de su cara—. El capitán ya no tiene paciencia para la arqueología. Lo único que quiere es que nos demos prisa, mucha prisa, y al diablo con todo lo demás. Ahora está dentro del pozo, preparándose para comenzar a excavar en el fondo. Ya no hay más sondeos en busca de artefactos, ni análisis estratigráficos. Me resulta insoportable.

—¿Neidelman está trabajando hoy? —se sorprendió Hatch.

Trabajar en domingo, y con el médico de la compañía ausente, iba en contra de lo establecido por los convenios.

Bonterre afirmó con la cabeza.

—Desde que descubrieron que el pozo es un capitel invertido, el capitán parece un poseso. Trabaja tanto que pienso que no ha dormido en toda la semana. Pero, a pesar de su desesperación por avanzar muy rápido, tardó dos días en pedirle ayuda a mi excavador favorito. Yo le dije una y otra vez que Christopher, con sus conocimientos de arquitectura, era el hombre que necesitaba para reconstruir el encofrado. Pero no parecía escucharme. Yo nunca le he comprendido. Pero ahora creo que le entiendo aún menos.

Hatch consideró por un instante la posibilidad de contarle que Neidelman sospechaba la existencia de un traidor, pero luego decidió no hacerlo. Pensó también en hablarle de los documentos que había encontrado, pero finalmente no lo hizo. Aquello podía esperar. Que Neidelman se rompiera la espalda trabajando en domingo, si eso le hacía feliz. Pero era el día libre de Hatch, y lo único que él quería era terminar su pintura.

—Ya es hora de que pinte el monte Lovell —dijo señalando la oscura y distante silueta. Bajo la atenta mirada de Bonterre, mojó el pincel en el color gris, lo mezcló con un poco de azul cobalto, y trazó una gruesa línea sobre el papel, arriba del lugar donde la tierra se unía al cielo. Luego cogió el tablero donde estaba sujeto el papel, lo sacó del caballete y colocó la pintura cabeza abajo. Esperó hasta que la acuarela mojó la línea del horizonte, y entonces le dio la vuelta y la puso otra vez sobre el caballete.

—Mon dieu! ¿Dónde has aprendido eso?

—Todos los oficios tienen sus secretos —respondió Hatch, y limpió los pinceles y guardó los tubos de pintura en la caja. Después se puso de pie—. Ahora tiene que secarse. ¿Por qué no damos un paseo?

Treparon por la ladera del montículo de conchas más alto. Las conchas crujían bajo sus pies. Desde la cima, Hatch miró hacia el río. Los pájaros cantaban en los árboles. El día era cálido y despejado. Si se estaba preparando una tormenta, aún no era visible. Río arriba ya no había indicios de que allí vivieran seres humanos, solamente la corriente azul y las copas de los árboles, y de vez en cuando la verde extensión de un prado.

—Magnifique —dijo Bonterre—. Es un lugar mágico.

—Yo venía aquí con mi hermano —dijo Hatch—. Un profesor del instituto nos traía a veces los sábados por la tarde. Recuerdo que vinimos el día antes de la muerte de Johnny.

—Háblame de tu hermano —le dijo Bonterre.

Hatch se sentó y las conchas crujieron bajo su peso.

—Bueno, era muy mandón. En Stormhaven había pocos chicos, de manera que pasábamos mucho tiempo juntos. Éramos muy amigos… al menos cuando no nos estábamos peleando.

Bonterre rió.

—A Johnny le interesaba la ciencia aún más que a mí. Tenía colecciones increíbles de mariposas, de minerales y de fósiles. Sabía los nombres de todas las constelaciones, y hasta se había hecho su propio telescopio.

Hatch se echó hacia atrás, apoyándose en los codos, y miró la copa de los árboles.

—Johnny hubiera llegado muy lejos en la vida. Creo que una de las razones de que yo estudiara tanto, y consiguiera graduarme en la Facultad de Medicina de Harvard, fue para hacerme perdonar su muerte.

—¿Y por qué tenías que hacerte perdonar? —le preguntó ella.

—Fui yo quien insistió en que fuéramos a la isla Ragged.

Bonterre no dijo ninguno de los tópicos comunes habituales en estos casos, y él se sintió agradecido. Respiró hondo dos veces, exhalando lentamente. Le parecía que junto con el aliento, expulsaba fuera todas las toxinas acumuladas durante muchos años.

—Cuando Johnny desapareció en el túnel —continuó Hatch—, me llevó un buen rato encontrar la salida. No recuerdo cuánto tiempo estuve allí. En verdad, no recuerdo casi nada. Por más que me he esforzado, hay un período de tiempo que permanece completamente en blanco. íbamos gateando por el túnel, y luego Johnny encendió otra cerilla… Y después de eso, lo único que recuerdo claramente es cuando llegué al embarcadero de la casa de mis padres. Ellos volvían en ese momento de una comida, y corrieron a la isla Ragged, junto con media ciudad. Nunca olvidaré la cara de mi padre cuando volvió a salir por la boca del túnel. Estaba cubierto con la sangre de Johnny. Lloraba y gritaba, y golpeaba las vigas.

Hatch se quedó un minuto en silencio, reconstruyendo la escena mentalmente.

—No encontraron el cadáver. Buscaron, hicieron agujeros en los muros y en el techo. Vinieron los guardacostas, y también un ingeniero de minas, con equipos de escucha. Trajeron una excavadora, pero el suelo era muy inestable, y no pudieron utilizarla.

Bonterre lo escuchaba en silencio.

—Trabajaron toda la noche, y el día siguiente, y el siguiente. Y luego, cuando ya era evidente que Johnny no podía estar vivo, la gente comenzó a marcharse. Los médicos dijeron qué con la cantidad de sangre que había en el túnel, Johnny tenía que haber muerto, pero mi padre continuó buscando. No quería marcharse. Al cabo de una semana, casi todos abandonaron la búsqueda. Hasta mi madre renunció, pero papá se quedó en la isla. La tragedia le alteró la mente. Iba y venía por la isla, bajaba por los túneles, cavaba agujeros con un pico y una pala, y gritaba hasta quedarse ronco. No dejaba la isla. Y así pasaron varias semanas. Mi madre le rogaba que se marchara, pero él no hacía caso. Y un día ella fue a llevarle comida, y no lo encontró. Hubo otra búsqueda, pero esta vez apareció el cadáver. Encontraron a mi padre flotando en uno de los pozos. Había muerto ahogado. A nosotros no nos lo dijeron, pero hubo rumores de que había sido un suicidio.

Hatch continuó mirando la trama que dibujaban las hojas de los árboles contra el cielo azul. Nunca le había contado a nadie toda la historia, y no había imaginado que hablar fuera un alivio tan grande; se sentía como si le hubieran quitado un inmenso peso de encima, un peso que había llevado durante tanto tiempo que había olvidado que estaba allí.

—Nos quedamos seis años más en Stormhaven. Pienso que mamá esperaba que con el tiempo la gente olvidaría. Pero no fue así. En una ciudad pequeña como ésta nada se olvida. Todo el mundo era tan… tan amable. Pero las habladurías no cesaron. A mí no me llegaba mucho de lo que decían, pero sabía que hablaban. Y aquello siguió y siguió. El hecho de que no hubieran encontrado el cadáver de Johnny dejó una marca indeleble en la mente de la gente. Y algunas familias de pescadores creían en la maldición. tiempo después, me enteré de que algunos padres no dejaban que sus hijos jugaran conmigo. Por fin, cuando yo tenía dieciséis años, mi madre ya no aguantó más. Me llevó a pasar el verano en Boston. Se suponía que nos íbamos a quedar allí unos pocos meses, pero llegó septiembre, y yo comencé a ir al instituto en Boston. Y así pasó un año y otro. Y luego me marché a la universidad. Y ya no volví nunca más a Stormhaven. Hasta ahora.

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