El pozo de las tinieblas (17 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

BOOK: El pozo de las tinieblas
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Los pantanos del Pailón

—¡Allí está! —dijo Robyn, llamando la atención de Tristán hacia un pundto negro que volaba entre las nubes delante de ellos.

La doncella golpeó los sudorosos flancos de su corcel, y el gris caballo castrado saltó hacia adelante.

—¿Nunca va a descansar? —jadeó Pawldo, luchando para que las sacudidas del poní no lo lanzaran al suelo.

—Espero que sí —respondió Daryth, que cabalgaba a su lado a medio galope—. Pero dudo de que lo haga mientras quede un poco de luz del día.

El gran halcón voló rápidamente hacia el este y después trazó lentos círculos mientras los jinetes trataban de alcanzarlo.

—No puedo creer que estemos siguiendo a un pájaro —murmuró Pawldo.

—¿Estás seguro de que sabe lo que está haciendo?—preguntó Daryth, señalando a Robyn

La pupila del rey galopaba en cabeza, sin prestar atención a los murmullos de los jinetes.

—Yo confío en ella —replicó Tristán.

Antes del amanecer, habían despertado a Daryth y se habían preparado para el viaje. Canthus y otros varios perros los acompañaban. Habían traído cuatro caballos de repuesto para mantener un paso rápido. Dejando un mensaje para el rey, habían emprendido la carrera, deteniéndose sólo al pasar por Lowhill, donde Pawldo no había vacilado en unirse al grupo.

Ahora cabalgaban cada día desde los primeros destellos de la aurora hasta que oscurecía por completo. Y se detenían a pasar la noche donde los sorprendía la puesta del sol.

La cota de malla pendía cómodamente de los hombros del príncipe, recordándole el deseo de su padre. Tristán se preguntaba en vano quién mandaría ahora la compañía de Corwell. Procuraba no pensar en la cólera de su padre a su regreso. Pero tenía que confiar en Robyn; en alguna parte, Keren estaba en grave peligro.

Avanzada la tarde del cuarto día, se detuvieron para cambiar de caballos y estirar los rígidos músculos. Mientras los hombres gruñían angustiados y trataban de desentumecer las doloridas piernas y la espalda, Robyn contemplaba en silencio el cielo. Por fin, una vez que hubieron vuelto a montar, dijo:

—Está girando hacia el norte. Quiere decir que sigamos uno de estos valles. Creo que nos conduce al de Myrloch.

—¡Espera un momento! —La voz de Pawldo chilló de indignación a pesar de su fatiga—. ¿Myrloch? ¡Ese lugar huele a hechicería! Será mejor que lo dejemos a los llewyrr. ¡No es lugar adecuado para los humanos o los halfling!

—Yo seguiré a Sable —declaró Robyn con aplomo, espoleando a su caballo.

—También yo —dijo el príncipe, aunque cuando Robyn había mencionado a Myrloch había sentido encogerse su propio corazón.

—Yo creo que la hechicería es algo interesante —confesó Daryth—. ¿Creéis en verdad que veremos algo mágico?

—Tendremos suerte si salimos de allí indemnes como al entrar —gruñó Pawldo.

Los tres tuvieron que galopar duro para alcanzar a Robyn. La encontraron parada en el centro del camino, examinando un estrecho sendero que surgía a un costado.

Levantó la cabeza al acercarse ellos.

—Esto parece una senda. Si tenemos suerte, nos llevará a las Tierras Altas de Myrloch.

—¡Vaya suerte! —masculló Pawldo a media voz, mientras entraban en fila india en el sendero.

La estrecha senda serpenteaba entre grandes troncos de roble y nogales. El lugar tenía el aspecto de un bosque que jamás hubiese sentido el hacha de un leñador.

Durante el resto del día, avanzaron a lo largo del sombreado sendero. Este subía siempre, pasando entre grandes montones de guijarros, vadeando riachuelos poco profundos y dirigiéndose hacia el norte. En algunos parajes, el bosque se abría en pequeños prados, y entonces podían ver el gran halcón, que volaba impaciente en círculos, como si esperase el paso retardado de los humanos.

Por último, la oscuridad les dio un respiro de la larga jornada sobre las sillas. La luna, casi llena, proyectaba brillantes sombras entre los enormes troncos que rodeaban su campamento. Encendieron una pequeña fogata, cuidando de que echase poco humo y de que la luz quedase encubierta.

—Será mejor que montemos turnos de vigilancia —sugirió el príncipe—. Esto es todavía parte del reino de Corwell, pero con los firbolg sueltos...

—¿Quién vive aquí? —preguntó Daryth, observando el paisaje silvestre que los rodeaba.

—Muy poca gente; en su mayoría ffolk cazadores o pastores, personas que prefieren los lugares salvajes a la compama —respondió Tristán.

—Sí. Y no estamos lejos de las tierras de los llewyrr —declaró Pawldo, mirando por encima del hombro y reprimiendo un escalofrío—. ¡Siento la magia!

—Aquí no hay peligro —dijo Robyn con voz calma, contemplando la pequeña fogata del campamento.

—Sin embargo, yo estoy de acuerdo con Tristán en que debemos montar una guardia. Yo asumiré el primer turno —propuso Daryth, poniéndose en pie.

—Como queráis —aceptó Robyn, encogiéndose de hombros—. Yo también haré un turno de guardia.

Los otros intercambiaron unas miradas inquietas, pero nadie dijo nada.

Vigilaron, en turnos, pero la noche transcurrió sin contratiempos. Comieron pan frío y queso para desayunar, pero antes de que hubiesen terminado, el halcón negro voló hacia el norte desde el alto pino donde se había posado, ordenando a sus seguidores que emprendiesen enseguida la marcha.

El camino continuó subiendo hacia la cresta de la sierra que separaba el reino de Corwell del valle del Myrloch, el reino de los llewyrr. Al avanzar la mañana, encontraron todavía nieve en lugares resguardados de los bosques. Cuanto más subían, más terreno cubierto de nieve veían. Al mediodía, cabalgaron sobre nieve medio derretida.

En algunos lugares, tenía todavía un espesor de una vara sobre el sendero.

Al fin salieron de los bosques a las rocosas vertientes superiores de las Tierras Altas. Las onduladas cumbres, sometidas a la continua luz del sol, hacía tiempo que habían perdido su manto de nieve. Ahora el grupo avanzó más deprisa al elevarse la senda. Pero el halcón seguía volando delante de ellos.

Robyn cabalgó al lado de Daryth durante buena parte de la tarde, hablando y, de vez en cuando, riendo. Tristán marchaba en la retaguardia, con Pawldo. Deseaba reunirse con aquéllos, pero no se atrevía a entremeterse. Robyn y Daryth parecían compartir algún acuerdo privado. Pawldo era un buen compañero, pero el tiempo pasaba muy despacio.

Al anochecer, pudieron ver su lugar de destino: un alto puerto en la mellada sierra. El camino serpenteaba peligrosamente entre picos más bajos antes de llegar a un escarpado acantilado bordeado por una estrecha cornisa que ascendía hasta la cumbre. Sable, una mancha casi invisible, voló sobre el puerto.

Acamparon en un bosquecillo de pinos enanos que de alguna manera habían logrado sobrevivir en aquella altura. Los pinos abrigaban el extremo de una laguna en un estrecho valle. Grandes trozos de hielo flotaban en el agua y un viento gélido aullaba en el vallecico, pero este exiguo refugio parecía ser el único lugar no expuesto directamente a los elementos.

Los pinos ofrecían madera bastante para una pequeña hoguera y una hendidura entre las peñas permitió a los expedicionarios resguardarse del persistente viento.

Comieron sin mucho apetito y permanecieron sentados, contemplando el fuego. Por último, Daryth rompió el silencio.

—¿Qué hay en este valle de Myrloch? ¿Por qué parecéis todos aprensivos? ¡Es como si temieseis no volver a salir de aquí!

Su brusquedad pilló al grupo por sorpresa.

Tristán recordó los cuentos que había oído en su infancia, sorprendido al darse cuenta de que los había tomado tan en serio.

—Bueno, esto tiene más de leyenda que de historia —dijo—. Cuando los humanos llegaron por primera vez a las Moonshaes, los llewyrr, los elfos, vivían en todas las islas. Al extenderse la humanidad, los llewyrr acabaron por retirarse al valle que hay más allá de esta sierra: el valle de Myrloch.

—Los llewyrr no toman a la ligera a los intrusos —añadió Pawldo—. Se cuentan historias de esa gente menuda que ponen los pelos de punta: los llewyrr tienen un círculo mágico alrededor del lugar que destruye a todos los que lo cruzan. ¡Y sus brujos! ¡Nadie sabe qué negros secretos de hechicería practican! Nos convertirán en caracoles, o en algo peor, ¡si la barrera no nos destruye del todo!

Robyn se echó a reír: la primera risa que sonaba en todo el largo día.

—La verdad es que este lugar es menos peligroso de lo que dices.

—¿Desde cuándo eres tan experta? —replicó Pawldo, ofendido al ver que era puesta en duda la veracidad de sus exageradas declaraciones.

Robyn pareció sorprendida.

—No sé dónde adquirí tanta experiencia, pero no creo que tengamos mucho que temer, al menos de los llewyrr.

—¿Qué habríamos de temer? —preguntó el príncipe.

—No estoy segura..., aunque, para empezar, no podemos olvidarnos de los firbolg.

—¡Al menos a los firbolg podemos verlos! —gruñó Pawldo, volviéndose de espaldas al fuego y acurrucándose para dormir—. Yo me encargaré del segundo turno —añadió.

—Yo velaré el primero —ofreció Tristán, poniéndose en pie y yendo a buscar más leña entre los árboles.

Los otros se durmieron pronto y el príncipe vigiló en solitario. Al poco rato, Canthus se reunió con él y los dos empezaron a dar vueltas alrededor del campamento. Parecían ser las únicas criaturas vivientes en este paraje desierto de las Tierras Altas; al menos, Tristán esperaba que así fuese.

El podenco parecía no dormir nunca. Marchaba con Tristán al marchar éste, o se sentaba alerta junto a él cuando el príncipe descansaba. Sin embargo, nunca apoyaba la cabeza en las rodillas de Tristán, ni se dejaba caer pesadamente a sus pies, como suelen hacer los otros perros. Permanecía erguido, tiesas las orejas al más débil ruido, y husmeaba en todo momento la débil brisa, buscando información.

Tristán suspiró y se volvió a mirar a Robyn, Ésta dormía profundamente, casi enterrada bajo una gruesa manta de pieles, extendidos los negros cabellos como un velo sobre la cara. Entonces el príncipe desvió la mirada hacia el delgado y moreno calishita, que se agitaba inquieto al otro lado del fuego.

¿Qué pensaba aquella muchacha maravillosa —¡aquella mujer!— de esos hombres que eran sus más íntimos amigos? ¿A cuál de ellos prefería? Tristán deseaba saberlo con desesperación. Robyn se estiró, voluptuosamente y se volvió despacio; por un momento, Tristán estuvo tentado de despertarla y tomarla en brazos. Rió entre dientes, con ironía, al imaginarse su reacción, y se volvió de espaldas para continuar su vigilancia.

Todos realizaron su turno de guardia, siempre acompañados por Canthus, pero la noche transcurrió sin incidentes. Levantaron el campamento al amanecer y subieron despacio las últimas y peligrosas cuestas que conducían al puerto. Por fortuna, aquéllas miraban al sur y la nieve se había fundido hacía tiempo. Aunque el camino seguía siendo peligroso, tenían al menos la seguridad de pisar tierra firme. .

—Será mejor que desmontemos y hagamos andando esta parte del camino —gritó Tristán de pronto.

Robyn refrenó su montura y se volvió, como para discutir, pero entonces estudió el terreno que tenían delante.

—Está bien —respondió—. ¡Pero démonos prisa!

Moviéndose lo más aprisa posible, sin dejar de vigilar con gran cuidado dónde ponían los pies, avanzaron a lo largo de la estrecha cornisa, haciendo a menudo saltar piedras sueltas que parecían tardar una eternidad en chocar contra las melladas rocas del fondo.

Por fin, mediado el día, salieron de la cornisa y entraron en el alto paso azotado por el viento. Detrás de ellos quedaba una enorme extensión de tierras altas y rocosas y de espesos bosques. Las tierras labrantías y bucólicas de Corwell eran invisibles en la lejana neblina.

Y, delante de ellos, estaba el valle de Myrloch, que todos veían por primera vez.

Las resplandecientes aguas azules del propio Myrloch eran apenas visibles. Muchos lagos más pequeños salpicaban el paisaje más próximo, e hileras y más hileras de picos escarpados se extendían a derecha e izquierda. El camino hacia el norte del puerto descendía en fuerte pendiente a través de una vertiente amplia y cubierta de nieve, hacia un frondoso bosque de álamos y pinos. Anchos prados llenos de flores rompían el verde dosel de los bosques. Centelleantes cascadas, demasiado numerosas para contarlas, saltaban desde las Tierras Altas al valle, alimentando muchos riachuelos que creaban una red plateada de canales que conectaban los diversos lagos.

Sólo en un lugar, debajo de ellos y a su derecha, parecía malsano el valle de Myrloch. Extensos bosquecillos de árboles delgados y sin hojas rodeaban un pantano cenagoso. Numerosos estanques salpicaban la zona, pero no parecían brillar bajo la luz del sol como suele hacerlo el agua en otros lugares. Una gran parte del pantano estaba oscurecida por espesos y enmarañados matorrales e inclinados árboles revestidos de musgo.

Sable se alejó del puerto en un largo vuelo y se dirigió directamente hacia los cenagosos pantanos.

Al pasar los expedicionarios al otro lado de la cumbre y contemplar con pasmo el escenario que se extendía ante ellos, sintieron todos un ligero escalofrío en el cráneo, como si estuviese a punto de caer un rayo en las cercanías. Sin embargo, el cielo estaba despejado.

—¡Magia! —gritó Pawldo, rascándose con nerviosismo el cogote—. Mirad lo que os digo. ¡Todos nos convertiremos en salamandras si damos otro paso en este maldito lugar!

A pesar de sus palabras, acompañó a sus amigos a través del puerto, mirando con recelo a su alrededor como si esperase un ataque en el momento menos pensado. Pero nada ocurrió, e inspeccionó con los otros la vertiente que se extendía delante de ellos, en busca de un camino para descender. El sol todavía no había limpiado de nieve la vertiente norte de la sierra, y una sábana blanca y espesa se extendía sobre las Tierras Altas. Tristán pudo imaginarse fácilmente lo profunda que sería la nieve cuando llegasen a los bosques.

Robyn avanzó con osadía, llevando dos caballos de las riendas, y los otros la siguieron formando una columna. Se alternaron para ir en cabeza y consiguieron hacer una buena marcha, bajando porcia vertiente hacia una zona más empinada donde las Tierras Altas descendían hasta los bosques.

Tristán se apresuró para unirse a Robyn y dijo:

—Esperad todos un momento, mientras voy a comprobar esa nieve.

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