El primer día (21 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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Jeanne se quedó mirando fijamente a Keira.

—¿Y ahora qué pasa?

—Nada, me impregno de tu carita antes de dejar de verla.

—¡Para ya, Jeanne, me vas a deprimir! ¡Ven a visitarme!

—Ya tengo problemas para llegar a fin de mes, así que si hablo de repente a mi banquero de un viajecito a Etiopía, va a estar encantado. ¿Qué has hecho de tu collar?

Keira se pasó una mano alrededor del cuello.

—Es una larga historia.

—Te escucho.

—Encontré por casualidad en Londres a un antiguo amigo.

—¿Y le has dado el colgante que querías tanto?

—Ya te lo he dicho, Jeanne, es una larga historia.

—¿Cómo se llama?

—Adrián.

—¿Lo llevaste a ver a papá?

—No, claro que no.

—Mira, si ese misterioso Adrián te quita de la cabeza a Max, bendito sea.

—¿Qué tienes tú contra Max?

—¡Nada!

Keira miró con atención a su hermana.

—¿«Nada» o «todo lo contrario»? —preguntó.

Jeanne no respondió a la pregunta.

—Es que soy la reina de las gilipollas… —resopló Keira—. «No he tenido noticias de Max desde tu ruptura», «A Max le ha costado mucho tiempo recuperarse, no hurgues en la herida si es para largarte después», «No debería decírtelo, pero Max estaba en esa cena». ¡Estás colada por él!

—Bueno, ¿y qué?

—¡Mírame a los ojos, Jeanne!

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que me encontraba sola hasta el punto de enamoriscarme de un ex de mi hermana pequeña? Ni siquiera sé si me enamoré de él o de la pareja que formabais o de la idea de una pareja sin más.

—Max es todo tuyo, Jeanne mía, pero no te engañes, ¡es una mala jugada!

Jeanne acompañó a su hermana hasta el mostrador de facturación. Una vez que las maletas de Keira fueron tragadas por la cinta transportadora se fueron a tomar un último café. Jeanne tenía un nudo en la garganta que no la dejaba hablar y Keira no estaba mucho mejor. Se cogieron de la mano, cada una rumiando sus pensamientos en silencio. Se separaron delante de la ventanilla de la policía. Jeanne estrechó a Keira entre sus brazos y estalló en sollozos.

—Te prometo llamarte cada semana —dijo Keira entre lágrimas.

—No mantendrás tu promesa, pero te escribiré y tú me escribirás también. Tú me contarás tu día a día y yo te contaré el mío. Tus cartas tendrán páginas y páginas; las que yo te envíe apenas unas líneas porque no tendré gran cosa que contarte. Tú me enviarás fotos de tu magnífico río; yo te enviaré postales del metro. Te quiero, hermanita, cuídate y, sobre todo, vuelve conmigo pronto.

Keira se alejó andando hacia atrás; tendió su pasaporte y su tarjeta de embarque al policía tras el cristal de su garita.

Una vez pasado el control, se volvió para dar un último adiós a su hermana, pero Jeanne ya se había ido.

Hay días hechos de nimiedades y que llenan el alma de melancolía, momentos de soledad de los que uno se acuerda durante mucho, mucho tiempo.

Atenas

El puerto del Pireo al atardecer está tan animado como un hormiguero. Los pasajeros, en cuanto descienden de las interminables filas de autocares, minibuses o taxis se precipitan de dársena en dársena. Las amarras chocan al compás del viento, dando ritmo al ballet de los barcos que se acercan o se separan. El transbordador que va a Hydra ya estaba en alta mar. Sentado en la proa, miraba la línea del horizonte; a pesar de mis orígenes griegos, nunca he tenido talante marino.

Hydra es una isla fuera del tiempo: no existen más que dos medios de desplazarse por ella, a pie o en burro. Las calles del pueblo adosadas a la montaña dominan el pequeño puerto de pesca; se accede a ellas por callejuelas escarpadas. Salvo en la estación turística, todo el mundo se conoce aquí, y es imposible desembarcar sin que un rostro familiar te sonría, te abrace, y grite a quien quiera oírlo que has vuelto al país. Para mí, el reto consistía en alcanzar la casa de mi infancia antes de que el rumor de mi llegada subiera por la colina. No sé por qué estaba tan empeñado en dar una sorpresa a mi madre. Quizá fuera porque había notado en su lacónico correo no un reproche, sino más bien una llamada.

El viejo Kalibanos, que comercia con burros, se alegró al confiarme una de sus más bellas bestias. Es difícil de creer, pero hay dos tipos de burros en Hydra: los que avanzan a paso lento y los que trotan a buen ritmo. Los segundos se pagan al doble que los primeros y montarlos es mucho más difícil de lo que parece. El burro tiene su carácter; si quieres que vaya en la dirección deseada, tienes que saber hacerte aceptar por él.

—No le des ningún descanso —había suplicado Kalibanos—, es tan rápido como gandul; cuando llegues a la curva, justo antes de la casa de tu madre, tira de las riendas a la izquierda, si no, irá a comerse las flores del muro de mi prima y tendré problemas.

Prometí hacerlo lo mejor posible. Kalibanos me ordenó que le confiara mi equipaje, ya lo haría llegar más tarde. Dio un golpecito a su reloj y me dio menos de quince minutos para llegar allá arriba antes de que mamá supiera que estaba en la isla.

—¡Y tienes suerte de que el teléfono de tu tía esté estropeado!

La tía Elena tiene en el puerto una pequeña tienda de postales y
souvenires
. Habla sin cesar, la mayor parte del tiempo para no decir nada, pero su risa es la más comunicativa que conozco, y ríe sin parar.

Recuperé los reflejos de mi infancia en seguida. No diré que tenía una pinta gallarda, ya que mi burro balanceaba su culo con generosidad, pero avanzaba a buen paso y la belleza del lugar me maravillaba cada vez que volvía. No he crecido aquí, nací en Londres y allí he vivido siempre, pero todas las vacaciones volvíamos a la casa familiar de mi madre antes de que ella se instalase allí de forma permanente tras la muerte de mi padre.

Yo me llamo Adrián, salvo aquí, donde siempre me llaman Adrianos.

Adís Abeba

El aparato acababa de posarse en el aeropuerto de Bolé, junto a la flamante terminal nueva que era el orgullo de la ciudad. Keira y su equipo tuvieron que esperar largas horas hasta que su material pasó por fin la aduana. Los esperaban tres minibuses. El coordinador que Keira había contactado a principios de la semana había cumplido su promesa. Los chóferes cargaron cajas, tiendas y maletas en los dos primeros vehículos y el equipo embarcó a bordo del tercero; los motores tosieron y los embragues crujieron anunciando el comienzo de la loca expedición. Pasaron la rotonda que conmemora la cooperación chino-africana —también el frontón de la estación central de Adís Abeba ostenta una escultura que representa la bandera roja y la estrella de China—, y el convoy enfiló la gran avenida que atraviesa la capital de este a oeste. La circulación era densa y la agotada tripulación no tardó en adormecerse, insensible al caos reinante, y apenas se espabilaba por los sobresaltos del vehículo cuando una rueda se hundía en un bache.

El Valle del Omo está a quinientos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro, el triple por carretera, y el asfalto desaparece a mitad del viaje para dejar paso a la tierra y después a una pista.

Pasaron Adís, Tefki, Tulu Bolo, hasta que el convoy se detuvo en Giyon al caer el día. Descargaron el material para instalarlo después a bordo de dos grandes vehículos todoterreno. Keira estaba contenta, su organización era perfecta y los miembros de su equipo parecían felices a pesar de la fatiga que iba aumentando.

En Welkite, los chóferes de los 4 x 4 renunciaron a continuar. Pasarían la noche allí.

Los acogió una familia. La expedición comió de buena gana la comida que les ofrecieron: un plato de
wat
. Todo el mundo se puso a dormir en las esteras preparadas en la habitación principal.

Keira fue la primera en despertar. Salió al porche de la casa y miró a su alrededor. La ciudad estaba compuesta principalmente por casas blancas con techos de chapa ondulada. Los tejados de París habían quedado muy lejos, echaba de menos a Jeanne y se preguntaba a menudo por qué se había embarcado en esa aventura. La voz de Eric, uno de sus colegas, la sacó de sus pensamientos.

—Estamos lejos de los bulevares, ¿no?

—Pensaba en eso mismo, pero si crees que hemos llegado al culo del mundo, espera un poco todavía, se encuentra a quinientos kilómetros de aquí —respondió Keira.

—Estoy impaciente por llegar allí y ponerme a trabajar.

—Lo primero será hacernos aceptar por los aldeanos.

—¿Eso te preocupa?

—Nos marchamos como ladrones después de la tempestad.

—Pero no robasteis nada, así que no tienes por qué preocuparte —concluyó Eric, y se dio la vuelta.

Era la primera vez que el pragmatismo de su colega dejaba estupefacta a Keira y estaba lejos de ser la última. Se encogió de hombros y se acercó a los vehículos para verificar la correcta colocación del material.

A las siete de la mañana, el convoy reanudó la marcha. Una vez pasados los alrededores de Welkite, las casas fueron sustituidas por chozas con techos puntiagudos de paja. El paisaje cambió radicalmente una hora después, cuando Keira y su equipo entraron en el Valle de Gibe.

Como primer contacto con el río, atravesaron el puente del Duque que dominaba el majestuoso curso de agua con el que Keira por fin se volvía a encontrar. A petición suya, los dos 4 x 4 se detuvieron.

—¿Cuándo llegaremos al campamento? —preguntó uno de sus colegas.

—Hubiéramos podido bajar por él —dijo Eric, que miraba el curso de agua al fondo del precipicio.

—Sí, hubiéramos podido. En veinte días, o más si los hipopótamos se ponen caprichosos y se niegan a pasar, y probablemente perderíamos la mitad de nuestro material en los rápidos —respondió Keira—. También hubiéramos podido coger un pequeño avión hasta Jimma, pero para ganar sólo un día es demasiado caro.

Eric volvió al 4 x 4 sin hacer comentarios. A su izquierda, el río atravesaba las praderas antes de hundirse en la jungla.

El convoy reanudó la marcha levantando una espesa nube de polvo a su paso. El camino era cada vez más sinuoso y las gargantas que franqueaban, cada vez más vertiginosas. Al mediodía pasaron Abelti y comenzó el descenso hacia Asendako. El viaje no acababa nunca y Keira era la única que parecía aguantar. Por fin, los coches entraron en Jimma. Pasarían allí su segunda noche; al día siguiente, Keira se reencontraría con el Valle del Omo.

Hydra

—Menos mal que tu tía me ha telefoneado desde el colmado para avisarme de que habías desembarcado en el puerto. ¿Qué querías, que me diese un infarto?

Ésas fueron las primeras palabras de mi madre cuando entré en su casa. Era su manera de acogerme y también su manera de reprocharme mis largos meses de ausencia.

—Tu tía todavía tiene buena vista, ¡yo no estoy segura de haberte reconocido si te hubiera visto en la ciudad! Ponte a la luz para que te vea. Has adelgazado y tienes mala cara.

Tuve que aguantar todavía dos o tres observaciones por su parte antes de que aceptara por fin abrirme sus brazos.

—Parece que tu maleta no es muy pesada, así que supongo que no te quedarás más que unos días.

Y cuando le confié mi propósito de pasar varias semanas allí, mi madre se relajó por fin y me besó con ternura. Le juré que ella no había cambiado, me dio un cachete en la mejilla tratándome de mentiroso, pero aceptó el cumplido. En seguida se afanó en la cocina, haciendo el inventario de todo lo que le quedaba de harina, azúcar, leche, huevos, carne y legumbres.

—¿Puedo saber qué estás haciendo? —pregunté.

—Figúrate que tengo un hijo que desembarca de improviso, después de más de dos años sin haber ido a visitar a su madre y, como se las ha arreglado para llegar por la tarde, apenas me queda una hora para preparar una fiesta.

—Pero yo preferiría cenar a solas contigo, déjame llevarte al puerto.

—¡Y yo preferiría tener treinta años menos y que se me quitasen para siempre mis reumatismos!

Mamá chasqueó los dedos y se frotó la parte baja de la espalda.

—Así que ya ves, las cosas no van así y acabo de decidir que nuestros respectivos deseos no se cumplirán hoy. Vamos a hacer un banquete digno de esta familia y de su reputación. ¡A ver si te crees que tu llegada a la isla ha pasado desapercibida!

Era inútil intentar razonar con ella sobre ese punto, como, por otra parte, sobre cualquier otro. Todo el mundo en el pueblo habría comprendido perfectamente que pasáramos la velada los dos juntos y solos, pero celebrar mi llegada era muy importante para mi madre, y me negaba a privarla de ese placer.

Los vecinos aportaron vino, queso y aceitunas, las mujeres pusieron la mesa, los hombres trajeron sus instrumentos de música. Bebimos, bailamos y cantamos hasta avanzada la noche y tuve una pequeña conversación en privado con mi tía para agradecerle su discreción. Ella me juró que no sabía de qué le estaba hablando.

Cuando me desperté por la mañana, mi madre ya estaba de pie desde hacía rato. Todo estaba colocado y la casa había recuperado su aspecto habitual.

—¿Qué piensas hacer aquí durante estas semanas? —me preguntó mamá mientras me servía un café.

La forcé a sentarse conmigo.

—No dejar que estés sirviéndome de la mañana a la noche. He venido a ocuparme de ti, no al contrario.

—¿A ocuparte de mí? ¡Ésta sí que es buena! Hace años que estoy acostumbrada a ocuparme de mí sólita. Aparte de Elena, que viene a tender la ropa y a la que a cambio ayudo en su tienda, no necesito a nadie.

Sin la tía Elena, mi madre se sentiría mucho más sola. Y mientras desayunaba, la oía deshacer mi maleta y colocar mis cosas.

—¡Veo cómo te encoges de hombros! —dijo desde la ventana de mi cuarto.

Pasé aquel primer día de vacaciones reconciliándome con los paisajes de la isla. El burro de Kalibanos me guiaba por los senderos. Me paré en una cala, aprovechando que estaba desierta, para zambullirme en el mar y salir a toda prisa, helado. Comí con mi madre y mi tía en el puerto y las escuché contar historias familiares, recuerdos que tanto una como otra recuperaban, incansables. ¿Llega un momento en la vida en el que la felicidad ha pasado o en el que ya no se espera nada? ¿Es eso envejecer? ¿En que ya no se habla más que del ayer, en que el presente no es más que un rasgo de nostalgia que se esconde púdicamente tras las carcajadas?

—¿Qué haces mirándonos así? —preguntó mi tía mientras se secaba los ojos.

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