Se hizo un ovillo debajo de la manta y trató de comprender el extraño fenómeno que acababa de producirse. Una hora después, oyó el cerrojo de la puerta de entrada: era Jeanne, que regresaba de su cena.
—¿Todavía no estás durmiendo? ¿Has visto la tormenta? ¡Madre mía! Tengo los pies empapados. Voy a prepararme una infusión, ¿quieres también tú una? ¿Por qué estás tan callada? ¿Va todo bien?
—Sí, eso creo —respondió Keira.
—No me digas que a ti, la gran arqueóloga, te dan miedo las tormentas.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué estás blanca como la cera?
—Sólo estoy cansada; te estaba esperando para irme a acostar.
Keira le dio un beso a Jeanne y se fue a la habitación, pero su hermana volvió a llamarla.
—Keira, no sé si debo decírtelo, pero… Max estaba en la cena.
—No, no había ninguna necesidad. Hasta mañana, Jeanne.
A solas en su dormitorio, Keira se acercó a la ventana. Si bien se había restablecido la corriente eléctrica en los edificios, las calles seguían sumidas en la oscuridad. Desvanecidas ya las nubes, la bóveda celeste aparecía más brillante que nunca. Keira buscó la Osa Mayor. Cuando era pequeña, su padre se entretenía señalándole en el cielo tal estrella o tal constelación; sus favoritas eran Casiopea, Antares y Cefeo. Keira reconoció la forma del Cisne, de la Lira y de Hércules, y mientras su mirada se deslizaba hacia la Corona Boreal en busca del Boyero, abrió los ojos de par en par por segunda vez aquella noche.
—No es posible —murmuró con la cara pegada al cristal.
Abrió precipitadamente la ventana, salió al balcón y estiró el cuello, como si aquellos pocos centímetros pudieran acercarla un poco más a las estrellas.
—No, claro que no puede ser: ¡es una absoluta locura! ¿O acaso soy yo la que se está volviendo loca?
—En todo caso, si empiezas a hablar sola vas por buen camino.
Keira se asustó. Jeanne se encontraba justo a su lado, apoyada sobre la barandilla y encendiéndose un cigarro.
—¿Ahora fumas?
—De vez en cuando. Siento lo de antes, tendría que haberme callado, pero es que me ha puesto tan nerviosa verle pavoneándose… Keira, ¿me estás escuchando?
—Sí, sí —respondió en tono ausente.
—Y dime, ¿es verdad que los hombres de Neandertal eran todos bisexuales?
—Es posible —contestó ella sin apartar la vista de las estrellas.
—¿Y que se alimentaban sobre todo de leche de dinosaurio, pero que antes tenían que aprender a ordeñarlos?
—Tal vez…
—¡Keira!
Ésta se sobresaltó.
—¿Qué?
—No has oído ni una palabra de lo que te he dicho. ¿En qué demonios estás pensando?
—En nada, de verdad. Entremos, hace frío —dijo la arqueóloga volviendo a la habitación.
Las dos hermanas se acostaron en la gran cama de Jeanne.
—No iba en serio lo de los hombres de Neandertal, ¿no? —preguntó ésta.
—¿Qué pasa con ellos?
—Nada, olvídalo. Procuremos dormir —respondió Jeanne mientras se daba la vuelta.
—¡Pues para de moverte todo el rato!
Un breve instante de silencio y Keira se volvió a girar.
—¿Jeanne?
—¿Qué quieres ahora?
—Gracias por todo lo que estás haciendo por mí.
—¿Lo dices para que me sienta todavía más culpable con respecto a lo de Max?
—Un poco.
Al día siguiente, en cuanto Jeanne salió del apartamento, Keira se precipitó ante el ordenador. Sin embargo, aquella mañana sus indagaciones estaban muy lejos de sus tareas habituales; se dedicó a buscar cartas celestes colgadas en internet. Más tarde, mientras trabajaba, cada letra que tecleaba se inscribía simultáneamente en la pantalla de un ordenador situado a cientos de kilómetros de allí, y cada información que consultaba, cada sitio que visitaba, quedaban grabados. A finales de semana, un operador instalado en su escritorio en Amsterdam imprimió un dosier con todo el trabajo que Keira había realizado aquellos días. Releyó la última hoja salida de su impresora y marcó un número de teléfono.
—Me parece, señor, que le gustará consultar el informe que acabo de concluir.
—¿De qué trata? —preguntó su interlocutor.
—De la arqueóloga francesa.
—Venga a verme en seguida a mi despacho —ordenó la voz antes de colgar el auricular.
—¿Qué tal te sientes?
—Mejor que tú, Walter.
Había llegado la víspera del día que tanto habíamos estado esperando. La gran exposición oral tendría lugar al este de la ciudad, en las afueras, y Walter había decidido no confiar en los transportes públicos y todavía menos en mi viejo coche. En cuanto a los primeros, podía comprender su aprensión. Lamentablemente, era muy frecuente que los metros se atascaran sobre los raíles y que los trenes se quedaran parados, todo ello sin dar ninguna explicación más allá de la cantinela de siempre sobre el mal estado de la maquinaria, que sufría averías continuamente. Así pues, por decisión firme e irrebatible de Walter, íbamos a instalarnos la noche antes en un hotel de los Docklands. Desde allí sólo tendríamos que atravesar la calle para presentarnos ante los miembros de la fundación. La ceremonia tendría lugar en una sala de conferencias en el último piso de un rascacielos, en el número 1 de Cabot Square.
Por ironías del destino, nos encontrábamos muy cerca del municipio de Greenwich y de su célebre observatorio. Pero, a este lado del Támesis, el barrio ganado a las aguas del río era todo modernidad, con un montón de edificios de cristal y acero que rivalizaban en altura, un lugar donde se notaba que el hormigón había corrido a espuertas. A primera hora de la tarde por fin había logrado convencer a mi amigo de ir a dar una vuelta por la isla de los Perros y, desde allí, adentrarnos bajo la cúpula de vidrio que domina la entrada del túnel de Greenwich. Así que atravesamos el Támesis a pie, a quince metros de profundidad, para resurgir frente a la silueta calcinada del
Cutty Sark
. El viejo velero, último superviviente de la flota comercial del siglo XIX, tenía un aspecto tristísimo después de haber sido devastado por un incendio hacía algunos meses. Ante nosotros se extendía el parque del museo de la Marina, el ostentoso edificio de la vivienda de la reina y, en lo alto de la colina, el viejo observatorio al que estaba llevando a Walter.
—Éste fue el primer edificio de Inglaterra destinado exclusivamente a albergar instrumentos científicos —le expliqué a Walter.
Podía darme perfecta cuenta de que mi amigo estaba en otra parte. Se sentía angustiado y mis esfuerzos por distraerlo resultaban completamente inútiles, pero todavía era demasiado pronto para que me diera por vencido. Nos adentramos bajo la cúpula y volví a descubrir, maravillado, los viejos aparatos de astronomía con los que Flamsteed había establecido sus célebres catálogos de estrellas en el siglo XIX.
Sabía que Walter sentía fascinación por todo lo que tuviera que ver con el tiempo, así que no dejé de llamar su atención sobre la enorme línea de acero que dividía el suelo justo delante de él.
—Mira, aquí tienes el punto de partida de las longitudes, tal como fue determinado en 1851 y adoptado en 1884 a raíz de una conferencia internacional. Y, si esperamos a la caída de la noche, verás cómo se dirige hacia el cielo un potente láser de color verde. Es la única pincelada de modernidad que se le ha añadido a este lugar en casi dos siglos.
—¿Así que el gran haz de luz que veo todas las noches alzarse por encima de la ciudad es eso? —preguntó Walter, que por fin parecía interesarse por mi conversación.
—Exactamente. Simboliza el meridiano de origen, a pesar de que después los científicos hayan desplazado esa línea un centenar de metros. Además, también es aquí donde se sitúa el tiempo universal, el mediodía de Greenwich, que ha servido durante muchísimo tiempo como punto de referencia para calcular la hora que es en cualquier punto del planeta. Cada vez que nos desplazamos quince grados hacia el oeste nos retrasamos una hora y cuando hacemos lo mismo dirigiéndonos hacia el este nos avanzamos una hora. Es precisamente de aquí de donde parten todos los husos horarios.
—Adrián, todo esto es realmente muy interesante, pero mañana por la tarde, te lo suplico, no te desvíes del tema —le rogó Walter.
Hastiado, abandoné mis explicaciones y llevé a mi amigo hacia el parque. La temperatura era suave y salir al aire libre le sentaría bien. Walter y yo pasamos las últimas horas de la tarde en un
pub
vecino. Me prohibió que probara cualquier bebida alcohólica y tuve la terrible sensación de haber vuelto a la más absoluta adolescencia. A las diez de la noche ya estábamos de vuelta en nuestras respectivas habitaciones, y Walter incluso tuvo el descaro de telefonearme para prohibirme que me quedara despierto hasta tarde viendo la televisión.
Keira acababa de cerrar la cremallera de la pequeña maleta que se llevaría a Londres. Jeanne iba a acompañarla a la estación del Norte; se había pedido fiesta aquella mañana para la ocasión. Las dos hermanas salieron del apartamento y se subieron a un autobús.
—¿Me prometes que me llamarás para decirme que has llegado bien?
—Pero, Jeanne, ¡sólo voy a atravesar la Mancha!… ¡Además, nunca te he llamado desde ningún sitio para decirte que he llegado bien!
—Bueno, pues esta vez te pido que lo hagas. Me explicarás cómo te ha ido el viaje, si el hotel es agradable, si te gusta la habitación, qué te parece la ciudad…
—¿Quieres también que te explique mis dos horas y cuarenta minutos de trayecto en el tren? Estás muchísimo más histérica tú que yo. ¡Confiésalo, estás aterrorizada por lo que pueda pasar esta noche!
—Tengo la sensación de que soy yo la que se presenta a esa dichosa vista oral. No he podido pegar ojo en toda la noche.
—¿Ya sabes que prácticamente no tenemos ninguna posibilidad de ganar ese premio?
—No empieces con tu negatividad, ¡tenemos que creer que sí!
—Si tú lo dices… Tendría que quedarme un par de días más en Inglaterra e ir a visitar a papá.
—¡Pero Cornualles está bastante lejos! Además, ya iremos un día las dos juntas.
—Si gano, daré un rodeo y lo iré a ver. Le diré que tú no has podido venir porque tenías mucho trabajo.
—¡Eres una auténtica cabrona! —replicó Jeanne al tiempo que le daba un codazo.
El autobús disminuyó la marcha y se paró en uno de los extremos de la plaza. Keira cogió su maleta y le dio un beso a Jeanne.
—Prometido, te llamaré por teléfono antes de entrar en escena.
Keira bajó a la acera y esperó a que el autobús se alejara con la cara de Jeanne pegada al vidrio de la ventana.
No había demasiada gente en la estación del Norte aquella mañana. La hora punta hacía mucho que había pasado y ya no había casi trenes en los andenes. Los pasajeros que viajaban a Inglaterra debían subir por las escaleras mecánicas que conducían al puesto fronterizo. Keira pasó primero el filtro de las aduanas y después el de la seguridad, y apenas se había instalado en la inmensa sala de espera cuando las puertas de embarque se abrieron.
Durmió durante casi todo el trayecto. Cuando se despertó, una voz anunciaba ya por los altavoces la llegada inminente a la estación de Saint-Paneras.
Un taxi negro la condujo atravesando Londres hasta su hotel. Seducida por la ciudad, ahora era ella quien pegaba la cara al cristal.
Su habitación era exactamente como Jeanne se la había descrito, pequeña y llena de encanto. Dejó la maleta al pie de la cama, miró la hora en el pequeño reloj de la mesilla de noche y decidió que todavía tenía tiempo de dar un paseo por el barrio.
Subió a pie Old Brompton Road, entró en Bute Street y no pudo resistirse a la llamada del escaparate de la librería francesa del barrio.
Estuvo merodeando por la tienda un buen rato y acabó por comprarse un libro sobre Etiopía que le había sorprendido mucho descubrir en las estanterías. Después se sentó en la terraza de una pequeña cafetería italiana situada en la acera de enfrente. Revitalizada por un buen café, se decidió a volver al hotel. La presentación oral empezaba a las seis en punto de la tarde, y el chófer del taxi que la había llevado de la estación al hotel la había avisado de que el trayecto hasta llegar a los Docklands le llevaría al menos una hora.
Llegó al número 1 de Cabot Square con treinta minutos de adelanto. Había ya bastante gente entrando en el vestíbulo del edificio. Sus impecables vestimentas permitían suponer que todas iban al mismo lugar. La desenvoltura que Keira había logrado mantener hasta aquel momento la abandonó de pronto y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Dos hombres vestidos de traje oscuro cruzaron la entrada. Keira frunció el ceño, uno de los dos tenía una cara que le era familiar.
El timbre de su teléfono móvil la sacó de su ensimismamiento. Lo buscó en el fondo de los bolsillos y al sacarlo reconoció el número de Jeanne en la pantalla.
—Te juro que te iba a llamar, estaba a punto de marcar tu número.
—¡Mentirosa!
—Estoy delante del edificio y, para serte sincera, sólo deseo una cosa: largarme de aquí. Nunca se me ha dado bien que me examinen.
—Con todo el tiempo que le hemos dedicado, ahora vas a tener que llegar hasta el final de esta aventura. Estarás brillante, y lo peor que te puede pasar es que no ganes el premio. No será el fin del mundo.
—Tienes razón, pero estoy muerta de miedo, Jeanne. No sé por qué, no sentía esto desde que…
—No pierdas el tiempo intentando recordar, ¡tú no has estado muerta de miedo en tu vida!
—Tienes una voz rara.
—No debería contártelo, bueno, al menos no en este momento, pero el caso es que alguien ha entrado en casa.
—¿Cuándo? —preguntó Keira alarmada.
—Esta mañana, mientras te acompañaba a la estación. Tranquilízate, no han robado nada, pero el apartamento está patas arriba y la señora Hereira al borde de un ataque de nervios.
—No te quedes sola esta noche, vente aquí conmigo, ¡métete ya mismo en un tren!
—No te preocupes, estoy esperando al cerrajero y, además, si no han robado nada, ¿por qué iban a correr el riesgo de volver?
—¿Tal vez precisamente porque eso les ha molestado?
—Créeme, teniendo en cuenta el estado del salón y del dormitorio, se han tomado todo el tiempo del mundo… Ni siquiera si me pasara toda la noche colocando cosas podría ponerlo todo otra vez en orden.