El primer día (19 page)

Read El primer día Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
7.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Fue bastante desvergonzado por su parte, Ivory. Se lo ruego, no es el momento más adecuado para ir provocando. No sabemos adónde nos dirigimos, así que no deje que su resentimiento hacia aquellos que le rechazaron guíe sus decisiones. Yo estoy con usted en esta loca aventura, pero no nos haga correr riesgos innecesarios.

—Son casi las doce. Creo que ya es hora de darnos las buenas noches, Jan. Nos encontraremos aquí de nuevo dentro de tres días, a la misma hora, veremos qué camino han seguido las cosas y analizaremos la situación.

Los dos amigos se separaron. Vackeers fue el primero en salir de la antecámara. Atravesó la gran sala y bajó a los subterráneos del edificio.

Las entrañas del palacio del Dam son un verdadero laberinto. Trece mil seiscientos cincuenta y nueve pilares de madera sostienen el edificio. Vackeers se deslizó a través de este extraño bosque de maderos para resurgir diez minutos más tarde por una pequeña puerta que daba al patio de una casa burguesa a trescientos metros de allí. Ivory, que salió cinco minutos más tarde que él, tomó otro camino.

Londres

El restaurante ya no existía más que en mis recuerdos, pero encontré un lugar lleno de encanto que se le parecía mucho y Keira incluso juró que era el mismo sitio al que la había llevado en otro tiempo. Durante la cena intentó contarme qué había sido de su vida desde nuestra separación. Pero ¿cómo explicar quince años de existencia en tan sólo unas horas? La memoria es tan perezosa como hipócrita y sólo retiene los mejores y los peores recuerdos, los tiempos más extremos, nunca la medida de lo cotidiano, que borra. Cuanto más escuchaba a Keira hablarme, más encontraba en su voz aquella claridad que tanto me había seducido, aquella mirada viva en la que podía llegar a perderme algunas noches, aquella sonrisa que estuvo a punto de hacerme renunciar a mis proyectos; y, sin embargo, al escucharla no lograba acordarme del tiempo en que se marchó de nuevo a vivir a Francia.

Keira siempre había sabido lo que quería hacer; nada más acabar sus estudios se fue primero a Somalia para hacer unas prácticas. Después había pasado dos años en Venezuela, trabajando bajo las órdenes de una eminencia en arqueología cuyo comportamiento autoritario rozaba el despotismo. Tras una de sus reprimendas, ella le había dicho cuatro verdades y había dimitido. Luego, dos años más de pequeños trabajos relacionados con excavaciones en Francia, donde la construcción de una vía férrea de gran velocidad había sacado a la luz un importante enclave paleontológico. El trazado del tren de alta velocidad se desvió y Keira se unió al equipo que trabajaba en la obra, adquiriendo cada vez más responsabilidades a medida que pasaban los meses. La calidad de su trabajo le valió una beca, gracias a la cual se marchó al Valle del Omo, en Etiopía. Primero trabajó allí como adjunta del jefe de investigaciones, pero cuando este último cayó enfermo, Keira tomó el mando y a partir de entonces se ocupó de las operaciones y desplazó el emplazamiento cincuenta kilómetros.

Mientras me hablaba de su estancia en África quedaba claro lo feliz que había sido allí. Cometí la estupidez de preguntarle por qué había vuelto. Su semblante se ensombreció y me explicó el triste episodio de aquella tormenta que había arruinado sus esfuerzos y destruido su trabajo, pero sin la cual yo probablemente jamás habría vuelto a verla. Nunca he tenido el coraje de confesarle lo agradecido que le estaba a ese desastre meteorológico.

Cuando Keira me preguntó qué había sido de mi vida, de pronto me encontré completamente incapaz de explicárselo. Le describí lo mejor que pude los paisajes chilenos, intentando transmitir un poco de aquella belleza con la que ella había iluminado su exposición ante los miembros del jurado de la Fundación Walsh; le hablé de aquellos con los que había compartido tantos años de trabajo, de su compañerismo, y, para evitar que me hiciera la pregunta de por qué había vuelto a Londres, yo mismo le confesé sin rodeos el estúpido accidente del que había sido víctima por haber querido subir a montañas demasiado altas.

—¿Lo ves?, no tenemos nada de lo que arrepentirnos. Yo excavo la tierra y tú observas las estrellas, realmente no estábamos hechos el uno para el otro.

—O tal vez lo contrario —balbuceé—. Después de todo, los dos perseguimos lo mismo.

Había conseguido sorprenderla.

—Tú buscas datar la génesis de la humanidad y yo examino lo más profundo de las galaxias para averiguar cómo nació el universo, qué es lo que permitió la aparición de la vida y si ésta existe en otros lugares bajo otras formas que todavía no conocemos. Ni nuestros caminos ni nuestras intenciones están tan alejados. ¿Y quién sabe si las respuestas a nuestras preguntas tal vez no sean complementarias?

—Es una forma de verlo… ¡Tal vez un día, gracias a ti, me subiré a bordo de una nave espacial y desembarcaré en un planeta desconocido en busca de los esqueletos de los primeros hombrecillos verdes!

—Desde el primer día que nos vimos, y también ahora, siempre has encontrado un malicioso placer en burlarte de mí.

—Seguramente tienes razón, pero es mi forma de ser —se excusó Keira—. No quería minimizar la importancia de tu trabajo. Son tus ganas de establecer a todo precio similitudes entre nuestras profesiones lo que me parece encantador. No te lo tomes a mal.

—Te sorprendería saber la cantidad de veces que las estrellas han servido a muchos de tus colegas para datar ciertos enclaves arqueológicos. Entonces a lo mejor tendrías que arrepentirte un poco de tu ironía. ¡Y si no sabes lo que es la datación astronómica ya te prepararé yo una chuleta!

Keira me miró extrañada. Podía ver en sus ojos que estaba preparando un nuevo golpe.

—¿Y quién te ha dicho que estaba copiando?

—¿Cómo?

—El día en que nos encontramos en aquel anfiteatro, la hoja que me comí tal vez sólo fuera una página en blanco. ¿Nunca has pensado que podía haber organizado todo aquel número sólo para llamar tu atención?

—¿Y habrías corrido el riesgo de hacer que te expulsaran de la sala sólo para llamar mi atención? ¿Cómo quieres que me crea eso?

—No estaba corriendo ningún riesgo. Ya había hecho todos mis exámenes el día anterior.

—¡Mentirosa!

—Me había fijado en ti en los pasillos de la facultad y me gustabas. Aquel día acompañaba a una amiga que tenía que pasar sus exámenes parciales. Estaba completamente de los nervios y, mientras yo la tranquilizaba ante las puertas del anfiteatro, te vi con tu irresistible pinta de vigilante y tu traje, que te iba demasiado grande. Entonces me senté en uno de los sitios libres que había en la fila que tú vigilabas… El resto ya lo conoces.

—¿Realmente hiciste todo eso sólo para conocerme?

—Eso te inflaría mucho el ego, ¿verdad? —me soltó Keira mientras me acariciaba con el pie por debajo de la mesa.

Recuerdo lo rojo que me puse, como un niño al que le hubieran sorprendido subido a un taburete delante del armario de los caramelos. Me sentí bastante incómodo, pero evidentemente no era cuestión de que ella se diera cuenta.

—¿Copiaste o no? —le pregunté.

—¡No te lo diré! Los dos escenarios son posibles, te dejo escoger a ti. O bien pones en duda mi honestidad y haces de mí una mujer excitante, o bien prefieres la versión de la chuleta y me conviertes en una vulgar copiona. Te dejo el resto de la noche para decidirlo. Y ahora, háblame de tus dataciones astronómicas.

Estudiando la evolución de la posición del Sol a lo largo de los tiempos, sir Norman Lockyer consiguió datar el sitio de Stonehenge y sus misteriosos dólmenes.

De milenio en milenio la posición del Sol en su cénit varía. En el mediodía de hoy, el Sol se encuentra unos pocos grados más al este de la posición que ocupaba en los tiempos prehistóricos.

En Stonehenge ese cénit estaba marcado por una calle interior y los menhires habían sido colocados a intervalos regulares a lo largo de ese eje. El resto del razonamiento provenía de un hábil cálculo matemático.

Estaba seguro de que Keira habría perdido el hilo antes de acabar mi explicación pero, sorprendentemente, parecía sinceramente interesada por lo que le estaba contando.

—Ahora sigues burlándote de mí. Todo esto no tiene ni el más mínimo interés para ti, ¿no es cierto?

—¡No, al contrario! —me aseguró—. Si algún día voy a Stonehenge ya no veré las cosas de la misma manera.

El restaurante estaba cerrando. Nosotros éramos los últimos clientes y el camarero apagó las luces del fondo de la sala para hacernos comprender que ya había llegado el momento de marcharnos. Anduvimos durante una hora larga por las calles de Primrose Hill, evocando los mejores momentos de aquel lejano verano. Me ofrecí a acompañar a Keira a su hotel, pero cuando nos subimos al taxi, ella prefirió que fuéramos a mi casa. «Con intenciones totalmente honestas», añadió.

De camino jugó a adivinar cómo era la decoración.

—Muy masculina. Demasiado —dijo cuando entró en el salón—. No digo que no tenga encanto, pero todo aquí es como de apartamento de soltero.

—¿Qué es lo que tienes en contra de mi casa?

—¿Dónde está el dormitorio en esta trampa para chicas?

—En el piso de arriba.

—Justo lo que yo decía —añadió Keira subiendo la escalera.

Cuando entré en el cuarto, ella me estaba esperando echada sobre la cama.

Aquella noche no hicimos el amor. A priori todo parecía prestarse a ello, pero algunas veces, unas pocas noches en toda nuestra vida, hay algo más fuerte que el deseo que se acaba imponiendo a él. El miedo a la torpeza, el miedo a que descubran tus sentimientos, el miedo al día siguiente y a los días que vendrán después.

Estuvimos conversando toda la noche. El uno frente al otro, mirándonos a los ojos, cogidos de las manos, como dos estudiantes que nunca se hubieran hecho adultos. Sin embargo, los dos éramos ya adultos, y Keira acabó por dormirse junto a mí.

El alba todavía no había despuntado. Escuché un ruido de pasos, casi tan ligeros como los de un animal. Abrí los ojos y la voz de Keira me suplicó que los volviera a cerrar. Estaba mirándome desde el umbral de la puerta, y comprendí que se marchaba.

—Me llamarás, ¿verdad?

—No hemos intercambiado nuestros números, sólo nuestros recuerdos, y tal vez sea mejor así —murmuró ella.

—¿Por qué?

—Yo voy a irme otra vez a Etiopía y tú sueñas con tus montañas chilenas… Eso es mucha distancia, ¿no te parece?

—Hace quince años, tendría que haberte creído en vez de haberte odiado. Tenías razón, de lo nuestro sólo me han quedado buenos recuerdos.

—Pues esta vez intenta no odiarme.

—Te prometo que haré lo que pueda. Y si…

—No, no digas nada más. Ha sido una noche preciosa, Adrián. No sé si lo mejor de todo lo que me pasó ayer fue llevarme ese premio o volver a verte, y ante todo no quiero intentar averiguarlo. Te he dejado una nota sobre la mesita de noche, léela cuando te despiertes. Ahora vuelve a dormirte y no escuches el ruido de la puerta cuando la cierre.

—Estás encantadora con esta luz.

—Tienes que dejar que me vaya, Adrián.

—¿Puedes prometerme una cosa?

—Lo que tú quieras.

—Si nuestros caminos vuelven algún día a cruzarse, prométeme que no me besarás.

—Te lo prometo —dijo ella.

—Que tengas buen viaje. Te mentiría si te dijera que no te voy a echar de menos.

—Pues no me lo digas. Que tengas un buen viaje tú también.

Escuché el crujido de cada uno de los escalones mientras ella bajaba la escalera, el chirrido de las bisagras cuando cerró la puerta de mi casa y, a través de la ventana entreabierta de mi habitación, el ruido de sus pasos mientras se alejaba por el callejón. Mucho tiempo más tarde me enteré de que se había parado algunos metros más allá para sentarse sobre un pequeño murete, que se había quedado allí esperando al amanecer y que cien veces había estado a punto de dar media vuelta. De hecho, ya estaba volviendo hacia mi casa, hacia esa habitación en la que yo intentaba sin éxito volver a hallar el sueño, cuando pasó un taxi.

—¿Puede ocurrir verdaderamente que una vieja cicatriz de hace quince años vuelva a abrirse tan rápidamente como una costura que se desgarra? ¿Nunca se borran las huellas de los amores muertos?

—Planteas la cuestión a un tontaina que está perdidamente enamorado de una mujer y que nunca ha tenido el valor de decírselo, lo que provoca dos reflexiones por mi parte que me apresuro a ofrecerte. La primera es que no estoy muy seguro, dado lo que te acabo de decir, de ser la persona más adecuada para responderte; la segunda, y siempre teniendo en cuenta lo que acabo de decirte, es que no me gustaría censurarte por no haber encontrado las palabras adecuadas para convencerla de que se quedara. Ah, espera, se me ocurre una tercera. Cuando quieres arruinar un fin de semana, no te andas con chiquitas. Entre el premio que nos ha pasado por delante de las narices y tus reencuentros fortuitos, ¡te has cubierto de gloria!

—Gracias, Walter.

No había podido volver a dormirme, pero me obligué a permanecer en la cama el máximo tiempo posible; sin abrir los ojos, sin escuchar los ruidos del entorno, me inventé una historia. Una en la que Keira bajaba a la cocina para preparar una taza de té. Luego compartíamos el desayuno mientras discutíamos qué hacer el resto del día. Londres nos pertenecía. Yo me vestía de turista y jugaba a redescubrir mi propia ciudad, maravillándome por los vividos colores de las casas en perfecto contraste con el gris del cielo.

Volvíamos a visitar juntos todos los lugares que conocíamos, como si fuera la primera vez. Al día siguiente, repetíamos el paseo, al ritmo de un domingo, cuando las horas pasan más lentamente. Nuestras manos no se separaban un instante y no importaba que en la historia Keira tuviera que irse al acabar el fin de semana. Cada instante vivido habría valido la pena.

El olor de su piel impregnaba mis sábanas. En el salón, el sofá todavía tenía la huella del momento en el que se había sentado en él. Una leve angustia recorrió mis venas y se paseó por la casa ahora vacía.

Keira no había mentido, en la mesilla encontré una nota con sólo una palabra: «Gracias.»

Al mediodía, llamé a Walter para pedirle socorro y como se había convertido en un buen amigo llamó a mi puerta media hora después.

—Me gustaría traerte una buena noticia, pero no la tengo. Y además amenaza lluvia. Una vez dicho esto, tendrías que pensar en vestirte, no creo que quedarte ahí plantado dentro de ese horrible pijama sea muy útil y la visión de tus pantorrillas no ayuda a alegrar mi día.

Other books

The Sacred Cipher by Terry Brennan
The Impossible Journey by Gloria Whelan
Lethal Investments by K. O. Dahl
Thirteen Years Later by Kent, Jasper
The More I See by Mondello, Lisa