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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (47 page)

BOOK: El primer día
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—Deja de mirarlos y asegúrate. ¿Estás amarrada?

—Sí.

Mi cinturón no estaba abrochado, pero me resultaba imposible dejar el volante.

Notamos un impacto violento que nos proyectó hacia delante. Nuestros perseguidores jugaban a los autos de choque. Las ruedas traseras del coche patinaron de lado y la pared de la montaña arañó la portezuela de Keira, que agarraba con tanta fuerza la correa que sus falanges estaban blancas. El 4 x 4 se aferraba mal que bien a la carretera, pero nos balanceábamos en cada curva. Un nuevo topetazo nos puso de través. El coche que nos perseguía se alejó por fin en el retrovisor, pero apenas había conseguido milagrosamente recuperar el eje de la carretera cuando la berlina se volvía a acercar. El cabrón volvía a ganar terreno. El contador de velocidad indicaba casi cien kilómetros, una velocidad inaguantable en una carretera de montaña tan sinuosa. Nunca llegaríamos a pasar la siguiente curva.

—Frena, Adrián, te lo suplico.

El tercer golpe fue aún más violento: la aleta derecha mordió la roca y el faro estalló por el impacto. Keira se hundió en su asiento. El 4 x 4 se atravesó y salió disparado. Vi cómo se hacía trizas el parapeto cuando chocamos contra él. Durante un instante tuve la impresión de que nos alzábamos de la tierra, que estábamos inmóviles, suspendidos en el aire, y después las ruedas delanteras cayeron hacia el precipicio. Una primera vuelta de campana nos lanzó hacia el techo, mientras el coche se iba deslizando por la ladera hacia el río. Chocamos con una roca y una nueva vuelta de campana nos puso sobre las ruedas. El techo se había hundido y el camino hacia el abismo continuaba sin que yo pudiera hacer nada. El tronco de un pino se acercaba a toda velocidad, pero el 4 x 4 pasó justo a su lado. Nada parecía poder detenernos. Cuando llegamos a un talud, el radiador se elevó hacia el cielo, el coche hizo un vuelo planeado y oí un enorme ruido sordo, acompañado de una violenta sacudida. El 4 x 4 acababa de hacer impacto en las aguas del río Amarillo.

Me volví rápidamente hacia Keira. Tenía un feo corte en la frente, sangraba, pero estaba consciente. El coche flotaba, pero eso no duraría mucho. El agua ya sumergía el capó.

—Tenemos que salir de aquí —grité a Keira.

—Estoy atrapada, Adrián.

A causa del choque, el asiento del pasajero había salido de sus raíles y el agarradero del cinturón era inaccesible. Estiré con todas mis fuerzas sin ningún resultado. Me había debido de romper alguna costilla, porque cada vez que respiraba, un violento dolor me invadía el pecho. Lo intentaba por todos los medios, pero el agua subía y no conseguía liberar a Keira de su trampa.

El agua seguía subiendo, la notábamos en nuestros pies, y el parabrisas empezaba a desaparecer.

—Vete, Adrián, vete antes de que sea tarde.

Me volví para buscar con qué liberar ese maldito cinturón. El dolor fue fulgurante, apenas podía respirar, pero no pensaba renunciar. Me incliné sobre las rodillas de Keira para intentar abrir la guantera. Ella puso la mano en mi nuca y me acarició el cabello.

—Ya no noto las piernas, no podrás sacarme de aquí —murmuró—, ahora tienes que irte.

Cogí su cabeza entre mis manos y nos besamos. Jamás olvidaré el sabor de ese beso.

Keira miró su colgante y sonrió.

—Cógelo —me dijo—. No hemos pasado tanto para nada.

Impedí que se lo sacara del cuello, no me iría, me quedaría con ella.

—Hubiera querido volver a ver a Harry una última vez —dijo.

El agua continuaba invadiendo el habitáculo, la corriente nos arrastraba lentamente.

—En aquella aula de exámenes —me dijo—, no estaba copiando. Sólo quería llamar tu atención porque ya me gustabas. En Londres, di media vuelta al cabo de tu calle. Si un taxi no hubiera pasado en ese momento, habría vuelto a acostarme contigo, pero tuve miedo, miedo de estar demasiado enamorada, porque, ¿sabes?, ya por entonces estaba muy enamorada de ti.

Estábamos abrazados. El coche continuaba hundiéndose. La luz del día acabó por desaparecer. El agua nos cubría hasta los hombros. Keira temblaba, el miedo había dejado sitio a la tristeza.

—Me habías prometido una lista, tienes que darte prisa en decírmela.

—Te quiero.

—Es una lista estupenda, no podrías haber encontrado otra más hermosa.

Estaré contigo, amor mío, estaré contigo hasta el final, y aún después. Nunca te he dejado. Te besé mientras las aguas del río Amarillo nos sumergían, y te di mi último aliento. El aire de mis pulmones era tu aire. Cerraste los ojos cuando el agua cubrió nuestros rostros; yo tuve los míos abiertos hasta el último instante. Había ido a buscar respuestas a mis preguntas de infancia en lo más profundo del universo, en las estrellas más lejanas, y tú estabas ahí, a mi lado. Sonreíste, tus brazos se aferraron a mis hombros y yo ya no sentí ningún dolor, amor mío. Tu abrazo se deshizo y fueron mis últimos instantes de ti, mis últimos recuerdos, amor mío, perdí el conocimiento y te perdí.

Hydra

Emborrono las páginas de este cuaderno desde Hydra, sentado en esta terraza desde la que muchas veces miro el mar.

Recuperé la conciencia en un hospital de Xi'an, cinco días después del accidente. Según me contaron, unos pescadores me salvaron la vida al sacarme in extremis del 4 x 4, que habían visto caer al río. El coche siguió a la deriva y el cuerpo de Keira no fue recuperado. Eso fue hace tres meses. No pasa un día en que no piense en ella. Ni una noche en la que no duerma a mi lado. Nunca he conocido un dolor semejante al de su ausencia. Mi madre ya no está inquieta, como si adivinara que no hacía falta añadir más a la pena que había invadido nuestra casa. Por la noche, cenamos juntos en esta terraza desde la que escribo. Escribo porque es la única manera que tengo para hacer que Keira reviva. Ya nunca notaré el olor de su piel cuando dormía junto a mí, nunca oiré sus carcajadas cuando se reía de mis bobadas, nunca la volveré a ver escarbar la tierra en busca de un tesoro, ni comer las golosinas que devoraba como si las hubiera robado, pero tengo mil recuerdos de ella y mil recuerdos nuestros. Me basta con cerrar los ojos para que reaparezca.

De vez en cuando, la tía Elena viene a visitarnos. La casa está casi siempre vacía y los vecinos se muestran discretos. A veces, Kalibanos pasa por el camino que bordea la propiedad, para ver a su burro, dice, pero yo sé que no es verdad. Nos sentamos en un banco y miramos juntos el mar. Él también amó, hace ya mucho tiempo. No fue un río de China lo que se llevó a su mujer, sino una enfermedad, pero el dolor que compartimos es el mismo y entiendo por sus silencios que él sigue amando.

Mañana, Walter llegará de Londres, me llama cada semana desde que estoy aquí. No he podido volver a Londres. Andar por mi callejuela en la que todavía resuenan los pasos de Keira, empujar la puerta de la casa, la de la habitación en la que dormimos, es superior a mis fuerzas. Keira tenía razón: el más pequeño detalle despierta el dolor.

Keira era una mujer deslumbrante, decidida, a veces tozuda. Devoraba la vida con un apetito inigualable. Amaba su trabajo y respetaba a los que trabajaban con ella. Tenía un instinto infalible y una enorme humildad. Fue mi amiga, mi amante, la mujer que he amado. He contado los días que pasamos juntos y, aunque no son muchos, sé que bastarán para colmar el resto de mi vida. Hoy querría que el tiempo pasara muy de prisa.

Cuando llega la noche, miro el cielo y lo veo de forma diferente. Quizá haya nacido una nueva estrella en una constelación lejana. Algún día iré a Atacama y la buscaré en la lente del gran telescopio, y donde quiera que esté en la inmensidad del cielo, la encontraré y le daré su nombre.

Te escribiré la lista, amor mío, pero más tarde, porque para hacerla necesitaré la vida entera.

Walter llegó en el trasbordador del mediodía. Fui a buscarlo al puerto. Caímos uno en los brazos del otro y lloramos como dos críos. La tía Elena estaba a la puerta de su tienda y cuando el dueño del café de al lado le preguntó qué nos pasaba a nosotros dos, le dijo que fuera a ocuparse de su clientela, aunque la terraza del café estaba desierta.

Walter no había olvidado para nada la manera de montar un burro. Durante el camino, no se cayó más que dos veces, y la primera ni siquiera fue por su culpa. Cuando llegamos, mamá lo recibió como si un segundo hijo entrase en su casa. Le dijo al oído, creyendo que yo no oía, que por lo menos habría podido decírselo antes. Walter le preguntó que de qué le estaba hablando. Ella se encogió de hombros y murmuró el nombre de Keira.

Walter es un tipo divertido. La tía Elena vino a unirse a nuestra mesa a la hora de cenar y la hizo reír tanto que yo acabé por sonreír. Esa sonrisa reavivó los colores de la vida en el rostro de mi madre. Se levantó con la excusa de quitar la mesa y, al pasar a mi altura, me acarició la mejilla.

A la mañana siguiente, y por primera vez desde la muerte de mi padre, me habló de su pena. Tampoco ha terminado de escribir su lista. Y me dijo una frase que no olvidaré nunca. Perder a alguien que uno ha amado es terrible, pero lo peor sería no haberlo encontrado.

La noche ha caído sobre Hydra. La tía Elena duerme en la habitación de invitados, mamá se ha retirado a la suya y yo he preparado el sofá del salón para Walter. Bebemos un vaso de ouzo en la terraza.

Me pregunta que cómo estoy y le respondo que lo mejor que puedo. Estoy vivo. Walter me dice lo contento que está de verme. Me dice también que tiene algo para mí, un paquete enviado a mi atención a la Academia. Viene de China.

Es una gran caja de cartón, remitida desde Lingbao. Contiene las cosas que nos habíamos dejado en el monasterio. Un jersey que llevaba Keira, un cepillo para el pelo, algunas cosas más y dos carteritas con fotos.

—Había dos aparatos desechables —me dice Walter con voz vacilante—. Me he tomado la libertad de hacer que te las revelaran. No sabía si tenía que darte todo esto ahora, quizá sea demasiado pronto.

Abrí la primera carterita. Keira ya me lo había advertido, el más pequeño detalle reaviva el dolor. Walter tuvo la delicadeza de dejarme solo. Se fue a acostar. Pasé gran parte de la noche mirando los recuerdos que Keira y yo hubiéramos debido descubrir a nuestra vuelta en Londres. Entre las fotos estaban las de aquel día en que nos habíamos bañado desnudos en el río Amarillo.

Al día siguiente llevé a Walter al puerto. Había llevado las fotos conmigo. En la terraza del café se las enseñé, necesitaba contarle la historia de cada una de ellas. La historia que Keira y yo habíamos vivido, desde Pekín hasta la isla de Narcondam.

—¿Así que acabasteis por encontrar el segundo fragmento?

—El tercero —le respondí—. Los que han asesinado a Keira tienen uno también.

—Así que fueron ellos los que provocaron el accidente…

Saqué el objeto del bolsillo y se lo presenté.

—Qué increíble —murmuró—. Cuando tengas ánimos para volver a Londres, habrá que estudiarlo.

—No, no serviría de nada, siempre faltará uno. Reposa en el fondo de un río.

Walter volvió a coger la carterita de fotos y las miró detenidamente una a una. Puso dos, una al lado de la otra, sobre la mesa, y me planteó una extraña cuestión.

En ambas copias, Keira se bañaba, yo reconocía el lugar. En una de las fotografías, me hizo notar, la sombra de los árboles que bordean el río se alargaba hacia la derecha y en la otra, hacia la izquierda. En la primera, el rostro de Keira estaba intacto, en la segunda, tenía una gran cicatriz en la frente. Mi corazón se detuvo.

—Me has dicho que el río se había llevado el coche y que no se encontró su cuerpo, ¿no es así? No quiero despertar en ti esperanzas que podrían ser muy crueles, pero creo que, de todas formas, tendrías que ir lo más rápidamente posible a China —resopló Walter.

Hice mi maleta aquella misma mañana. El transbordador de Atenas salía al mediodía y conseguimos atraparlo justo a tiempo. Encontré un vuelo para Pekín a última hora de la tarde. Partía hacia China y Walter volvía a Londres, nuestras salidas casi eran a la misma hora.

En el aeropuerto me hizo prometer que lo llamaría en cuanto supiera algo más.

Mientras nos despedíamos en la terminal, se acordó de su tarjeta de embarque. Rebuscó en sus bolsillos y me miró con aire divertido.

—Ah —me dijo—, casi me olvidaba. Un mensajero dejó esto para ti en la Academia. Decididamente, estoy haciendo de cartero hasta el final. Ya tienes lectura para el viaje.

Me dio un sobre precintado en el que figuraba mi nombre y
me
apremió a que corriese si no quería perder el avión.

Segundo cuaderno

El comandante de a bordo acababa de autorizarnos a que nos desabrochásemos los cinturones de seguridad. La azafata empujaba su carrito por el pasillo, sirviendo refrescos a los pasajeros de las primeras filas.

Cogí del bolsillo la carta que Walter me había dado y la desprecinté.

Querido Adrián,

No hemos tenido ocasión para conocernos verdaderamente y lo deploro, así como deploro los trágicos acontecimientos que has vivido en China. Tuve la suerte de colaborar con Keira. Era una mujer formidable e imagino hasta qué punto debe de ser enorme tu dolor. No fueron pescadores los que la socorrieron, sino monjes que se bañaban en el río en el momento en que vuestro vehículo se precipitó en él. ¿Me preguntas que cómo sé eso? No puedes recordarlo, ya que estabas inconsciente, pero fui a verte al hospital. Soy yo quien hice las gestiones necesarias para asegurar tu repatriación de China en cuanto lo permitió tu estado de salud. ¿Por qué? Porque me siento un poco responsable de lo que os sucedió. Soy un viejo que, como tú, en otro tiempo se apasionó por las investigaciones que emprendisteis los dos. Ayudé a Keira cuanto pude y la convencí para que no renunciara, y adivino que, sin ella, querrás abandonarlo todo. Sé que ella hubiera querido que continuaras. Es necesario, Adrián. Sería injusto que hubiera sacrificado su vida por nada. Lo que descubras quizá sobrepase de lejos el marco de tu mera existencia y, estoy seguro, acabará por responder a las preguntas que te planteas desde siempre.

En el curso de mis muchos años de investigación, he descubierto otro texto que quizá tenga relación con la búsqueda que estás realizando. Se trata de un escrito que poca gente ha podido consultar.

Si no he conseguido hacerte cambiar de opinión, no leas la hoja que adjunto a esta carta, por favor. No deja de comportar un riesgo saber de ella. Cuento con tu sentido del honor, que sé indefectible. En caso contrario, lee, y estoy seguro de que algún día comprenderás.

La vida tiene mucha más imaginación que todos nosotros juntos. A veces es portadora de pequeños milagros, todo es posible, basta con creer con todas las fuerzas.

Buen camino, Adrián

Tuyo, afectísimo,

Ivory

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